Ahí mismo, junto a la puerta, vi montones de crisantemos, orondas pinceladas de muerte que habían llegado con las hojas del calendario. Crisantemos blancos, amarillos, crisantemos flácidos para honrar a los difuntos que esos días se incorporaban de sus lápidas y por la noche venían a hacernos cosquillas en los pies. Elegí diecisiete crisantemos amarillos, uno por cada mes que había decidido enterrar. Los acaricié como se acaricia el cuerpo muerto de alguien querido antes de hundirlo bajo la tapa del ataúd, y le pedí al dependiente que los llevaran a la habitación ciento seis del hotel Cambridge con un gran lazo negro. No dejé tarjeta, ni frase de despedida, ni rúbrica. No dejé nada, salvo el aliento de la pena en los contornos macilentos de las flores. A la salida, mientras derramaba las primeras y únicas lágrimas, noté una extraña sensación de alivio. El dolor sabía a mermelada.
Carmen Rigalt