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Cuando la mujer que iba delante de ellos en la cola acabó su transacción, Heidi se acercó a la ventanilla. El hombre rubio de detrás del mostrador la observó con evidente interés.

– ¿Puedo ayudarla, señora? -tenía un pronunciado acento sureño.

– Espero que sí. Me llamo Heidi Ellis. ¿Usted no trabajaba antes en la gasolinera de Lyle, en Mission Bay? Mi familia va mucho por allí.

– Sí, señora. Trabajé allí un tiempo la primavera pasada -esbozó una amplia sonrisa-. Pero no recuerdo haberla visto… Estoy seguro de que me acordaría.

– Supongo que fui a echar gasolina cuando no estaba de servicio -se volvió hacia Gideon-. Permítame presentarle al detective Poletti, de la brigada de homicidios de San Diego.

La sonrisa del joven se desvaneció.

– Hola, señor.

Gideon asintió con la cabeza.

– Buenos días, señor Varney. Estoy investigando un caso de asesinato -le enseñó su identificación-. ¿Podría sustituirlo alguien mientras hablamos en privado? No tardaremos mucho.

El joven parecía confundido.

– Eh, sí, claro. ¿Por qué no se sientan junto a aquella mesa? Enseguida estoy con ustedes.

– Creo que está muerto de miedo -musitó Heidi mientras cruzaban la pequeña sucursal bancaria y se sentaban junto a una mesa.

– Solo se comportan así al ver mi placa los que tienen algo que esconder. Si se le ha borrado la sonrisa, ha sido solamente porque nos has presentado antes de que le diera tiempo a insinuársete.

– Te equivocas.

– De eso nada -replicó él, sin rastro de humor-. Ese tipo te estaba desnudando con la mirada.

– Eso es absurdo.

– Y no es el único. Si no me crees, mira a esos tres de la fila. No te quitan los ojos de encima.

– Gideon, por favor -Heidi nunca lo había visto así. Casi sin darse cuenta, lo tomó de la mano-. No sabía que fueras tan quisquilloso -bromeó, intentando hacerlo sonreír.

– A veces, por las mañanas -reconoció él al cabo de un breve silencio. Era su primera muestra de buen humor desde que había ido a recogerla al apartamento. Sin embargo, siguió mirándola fijamente-. Eres preciosa, ¿lo sabías?

Heidi se puso colorada.

Jim Varney eligió ese momento para acercárseles. Se sentó tras la mesa. Gideon seguía dándole la mano a Heidi, y el joven lo notó.

– Estoy a su disposición -dijo-. ¿De qué querían hablarme?

Gideon apretó los dedos de Heidi una última vez y, soltándole la mano, sacó del bolsillo la factura de la gasolinera y la puso sobre la mesa.

– ¿Son estas sus iniciales, señor Varney?

El otro hombre miró la hoja.

– Sí, señor.

– Como verá, Dana Turner firmó la factura. ¿Ese nombre significa algo para usted?

– No, señor -dijo sin vacilar.

– ¿Quiere decir que no recuerda el caso Turner? Ocurrió en Mission Bay.

– Ah, sí… Algo oí, pero por entonces acababa de terminar los exámenes finales en la universidad y me fui a Houston, a casa de mis padres, a pasar el verano. Ahora he vuelto para acabar mis estudios.

El testimonio de aquel hombre era esencial para el caso de Dana. Heidi apenas podía estarse quieta.

– Si le enseñara unas fotografías, ¿cree que podría identificar a la mujer que firmó esa factura? Según dice aquí, compró diez litros de gasolina.

El cajero se encogió de hombros.

– No lo sé. Eso fue hace casi un año. Puedo intentarlo.

– Bien.

Gideon buscó en su bolsillo y puso sobre la mesa media docena de fotografías de mujeres morenas, incluyendo una de Dana. Heidi pensó que debía de haberse pasado por la comisaría a primera hora de la mañana para conseguir las fotografías. Todas eran primeros planos.

– Tómese su tiempo, señor Varney.

Heidi contuvo el aliento mientras el joven miraba una fotografía tras otra. No le costó mucho tiempo tomar una decisión. Al fin, sacudió la cabeza.

– No conozco a ninguna de estas mujeres.

– ¿Está seguro?

El joven volvió a observar las fotografías.

– Sí, estoy seguro de que no atendí a ninguna de estas mujeres.

No había reconocido a Dana. Gideon recogió las fotografías y puso dos más sobre el escritorio.

– ¿Y a estas pelirrojas?

– No -dijo él con énfasis, y miró a Heidi-. Un pelo como ese no se olvida.

Gideon pareció ignorar la mirada del joven. Recogió las fotografías y sacó otras cuatro, una de ellas de Amy. Todas eran de mujeres rubias.

– No sé, no sé -murmuró el joven. Estudió las fotografías un minuto más antes de señalar la de Amy. Gideon no dejó traslucir ninguna reacción. Pero Heidi estaba tan emocionada que el corazón le latía frenéticamente y las manos le sudaban-. Esta me resulta familiar, pero es difícil estar seguro viendo solo la cara. Puede que la atendiera.

– Tal vez esto lo ayude a recordar.

Gideon sacó una fotografía de tamaño cartera en la que se veía a Amy con sus dos amigas actrices. Se la dio al otro hombre. Heidi pensó que debía de haberla sacado de los archivos policiales.

Varney empezó a asentir con la cabeza en cuanto la vio.

– Sí, es ella. Bajita y rubia. Le llené una lata de gasolina y la puse en el asiento de atrás de su Jeep. Recuerdo que pensé que tendría problemas si intentaba cargar con la lata ella sola.

Heidi se quedó paralizada, llena de gratitud hacia aquel joven. Todo encajaba. Amy conducía un Jeep. A través del zumbido de sus oídos, oyó que Gideon preguntaba:

– ¿Recuerda todavía la marca del coche?

– En este caso, sí, porque los Jeep no tienen maletero. El coche llevaba puesta la capota rígida, y las emanaciones de la gasolina pueden ser muy tóxicas. Le dije que esperaba que no tuviera que ir muy lejos. Ella puso mala cara y me dijo que no me preocupara. Supongo que pensó que intentaba darle lecciones.

Eso era muy propio de Amy. Heidi agarró a Gideon por el brazo.

– Amy conducía un Jeep de capota rígida -le susurró al oído.

Él asintió.

– Señor Varney, ¿estaría dispuesto a repetir lo que acaba de decirnos ante un tribunal?

– Sí, señor.

– Entonces, dentro de una semana recibirá noticias del señor Cobb, un abogado criminalista de aquí, de San Diego. Gracias por su colaboración.

Si Heidi hubiera estado sola y convencida de que el joven no la malinterpretaría, le habría dado un abrazo. Pero, tal y como estaban las cosas, siguió a Gideon y mantuvo la compostura hasta que llegaron al coche. Pero, cuando entraron en él, dejó escapar un grito de alegría y rodeó el cuello de Gideon con los brazos.

– ¡Lo conseguiste! ¡Se lo sacaste! Eres asombroso, brillante, ¡fantástico! Su testimonio demuestra que Dana no fue a la gasolinera ese día -demasiado emocionada para seguir hablando, se abrazó a él con todas sus fuerzas. Gideon la atrajo hacia sí y enterró la cara entre su pelo.

– Tengo que llamar a John Cobb para contárselo todo. El testimonio de Varney y el diagnóstico del doctor Siricca acerca del trastorno que sufría Amy nos han permitido colorear los casilleros de los cuatros y los cincos de nuestro dibujo. Estamos a medio camino. Este fin de semana, habremos acabado.

Ella alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– ¿Qué ocurrirá entonces?

– Que Cobb presentará una solicitud de audiencia ante el juez bajo cuya jurisdicción se encuentra el caso de Dana. También le mandará una notificación a Jenke. En cuanto la reciba, Jenke se pondrá a llamar a Cobb como un loco. Mientras tanto, el juez fijará una fecha para la vista oral.

– ¿Habrá jurado?

– No, si las pruebas son tan concluyentes que el juez se ve obligado a invalidar el veredicto anterior. Sin embargo, si decide que todavía hay dudas razonables, ordenará otro juicio con un nuevo jurado. Pero no me gustaría que Dana pasara por eso otra vez.

Heidi se estremeció.

– A mí tampoco.