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Se abrieron paso entre el gentío que atestaba el salón hasta que, finalmente, encontraron a la dama. Era una linda joven de cabello negro y ojos pícaros.

Lord Grey se acercó a ella y deslizó el brazo en torno a su cintura.

– Elsbeth, mi querida y adorable muchacha, tengo que pedirte un favor.

Ella se dio vuelta y miró a lord Grey. Sus ojos azules centelleaban.

– ¿De qué clase de favor se trata, milord y cómo piensas recompensarme? -ronroneó, frunciendo los labios color cereza con aire interrogativo.

Lord Grey estampó un rápido beso en la boca que se le ofrecía y replicó:

– Mi amigo, el conde de Glenkirk, desea que le presenten, con todas las formalidades del caso, a la amiga inglesa de la reina, la dama de Friarsgate. ¿Puedes ayudarlo?

Elsbeth Hume se volvió hacia Patrick Leslie y le sonrió.

– Ciertamente, milord. Rosamund Bolton es una dama realmente encantadora. A diferencia de la mayoría de esas inglesas que vienen a nuestra corte, no hay en ella el menor atisbo de pomposidad o soberbia. Y, por lo que veo en su mirada, deduzco que desea conocer a la dama lo antes posible -dijo, sonriéndole con picardía.

– Así es, señora Hume -replicó el conde devolviéndole el gesto.

– Vengan conmigo y se la presentaré. Supongo que sus intenciones son tan honorables como las de cualquier hombre de esta corte. Aunque la dama no es tonta y sabe defenderse. Le advierto, milord, que más de un caballero ha sido víctima de su indignación cuando no se ha comportado con ella como es debido.

Atravesó la sala seguida de lord Grey y del conde de Glenkirk. Al llegar al trono donde se sentaba la reina, Elsbeth le hizo una reverencia y dijo:

– Su Majestad, el conde de Glenkirk quiere ofrecer sus respetos a la dama de Friarsgate. ¿Nos concede su permiso para presentarlos?

Margarita Tudor, reina de Escocia, sonrió a Patrick Leslie y a Andrew Grey.

– Tienen nuestro permiso -dijo, preguntándose quién podría ser el conde-. No nos conocemos, señor conde. Nunca lo vi en la corte.

Patrick se inclinó con un elegante floreo. Tal vez fuera un montañés de las tierras altas, pero recordaba los buenos modales.

– No, Su Alteza.

– ¿Y qué lo ha traído por aquí?

– Un pedido personal de Su Majestad, señora, aunque aún no ha juzgado conveniente comunicarme sus deseos.

"Sea lo que fuere, debe ser muy importante para Jacobo Estuardo, o no lo hubiese mandado llamar" -pensó el conde. El rey sabía que a él no le gustaba la vida de la corte, fuera la suya o la de cualquier otro monarca. Pero se abstuvo de compartir esos pensamientos con la reina Margarita.

– Me deja usted de lo más intrigada -dijo la reina-. Tendré que preguntarle a Jacobo de qué se trata ese misterio, milord. Y, por cierto, tiene nuestro permiso para conocer a mi queridísima amiga, la dama de Friarsgate. Beth, tú harás las presentaciones.

Luego de satisfacer su curiosidad, la reina se desentendió de ellos.

– Lady Rosamund Bolton, Patrick Leslie, conde de Glenkirk, y mi amigo lord Andrew Grey -dijo Elsbeth Hume.

Rosamund extendió la mano para que se la besaran y su mirada se cruzó con la de los caballeros. Lord Grey la tomó, la besó y murmuró: "Lady Bolton". Pero cuando los ojos color ámbar de Rosamund se encontraron con los del conde Glenkirk, un estremecimiento recorrió su cuerpo. ¡Los ojos verdes clavados en los suyos no eran los de un extraño! Lo conocía desde siempre y, sin embargo, era la primera vez que veía a ese hombre. Procuró mantener la compostura, ignorando las perturbadoras imágenes que pasaban velozmente por su cabeza. Y cuando los labios del conde se posaron en el dorso de su mano, Rosamund sintió como si un rayo acabara de fulminarla.

– Señora -dijo él, sosteniendo con la suya la delicada mano de la dama. Su voz era profunda.

– Milord -se las ingenió para responder, pues, de pronto, sintió que no eran dos personas sino un solo ser, una sola entidad. Su voz era suave.

Fue evidente para todos que algo extraordinario acababa de ocurrir. Y aunque ni lord Grey ni Elsbeth Hume lo comprendieran, se retiraron con discreción, dejándolos solos.

Patrick le soltó la mano y le ofreció el brazo.

– Señora, demos un paseo por el salón mientras nos contamos nuestras respectivas historias.

– No hay nada que contar -respondió Rosamund. Una vez roto el extraño silencio que los había envuelto previamente, se sintió mucho mejor.

– Usted es inglesa, pero no del sur, pues la entiendo perfectamente.

Ella sonrió.

– Mi hogar está en Cumbria, milord.

– ¿Y puede saberse cómo una muchacha de Cumbria llegó a ser amiga de Margarita Tudor y una amiga lo suficientemente íntima como para que la invitaran a la corte del rey Jacobo? -preguntó él, acortando el paso para marchar a la par, pues ella, aunque no tan pequeña como la reina, era de baja estatura.

– Cuando murió mi segundo esposo, pasé al cuidado del rey Enrique. No quien ocupa hoy el trono de Inglaterra, sino su padre. Yo tenía entonces trece años.

– ¿Trece años y ya había sobrevivido a dos maridos? ¿Es usted tan peligrosa, señora? -respondió el conde en un tono humorístico que despertó en ella el deseo de provocarlo.

– Tengo veintidós años y ya enterré a tres maridos.

Él lanzó una carcajada.

– Entonces tiene hijos.

– Tres hijas de mi tercer esposo, sir Owein Meredith: Philippa, Banon y Elizabeth, además de un niño que nació muerto. Me casaron por primera vez a los tres años con un primo que murió cuando yo tenía cinco. A los seis me casaron nuevamente con sir Hugh Cabot, un caballero ya entrado en años, elegido por mi tío, quien deseaba apoderarse de Friarsgate. Hugh, sin embargo, me enseñó a ser independiente y, con astucia, logró frustrar los oscuros designios de mi tío colocándome bajo la custodia del rey, en caso de que su muerte ocurriera. Cuando falleció, mi tío se enfureció pues deseaba casarme con su hijo, que tenía apenas cinco años. La madre del rey, la Venerable Margarita, y la actual reina de Escocia, Margarita Tudor, eligieron a mi tercer esposo. Owein era un buen hombre y lo pasamos bien juntos.

– ¿Y cómo murió?

– Owein amaba Friarsgate como si hubiera nacido y crecido allí. Cuando llegaba la época de la cosecha, tenía la peculiar costumbre de subirse a la copa de cada uno de los árboles del huerto para no desperdiciar ninguna fruta. Nadie, que yo sepa, ha hecho nunca algo semejante. Habitualmente se deja que esa fruta se pudra o caiga y se la coman los ciervos u otros animales. Pero él opinaba que eso era un desperdicio. Un día, cayó de la copa de uno de esos árboles y se rompió el cuello. Supongo que una de las ramas debe de haber cedido.

– Yo perdí a mi esposa en el parto, pero mi hijo sobrevivió. Ahora es un hombre hecho y derecho y, además, está casado.

– ¿Es su único hijo?

– Tenía una hija -replicó secamente, y por el tono de voz Rosamund dedujo que no deseaba hablar del tema.

Habían llegado al final del gran salón.

– ¿No le gustaría salir a contemplar el cielo nocturno? -Sugirió el conde-. No hay estrellas más brillantes que las de Stirling en una noche de invierno.

– Nos moriremos de frío -alegó Rosamund, disimulando el apremiante deseo de acompañarlo.

Con un gesto, el conde detuvo a uno de los sirvientes.

– ¿Sí, milord?

– Traiga dos capas bien abrigadas para la dama y para mí -le ordenó.

– De inmediato, milord, espéreme aquí y se las alcanzaré en un minuto.

Permanecieron en silencio hasta que el sirviente reapareció con las prendas requeridas.

El conde de Glenkirk tomó una larga capa de lana color castaño forrada en piel de marta y la colocó sobre los hombros de Rosamund. Insertó uno por uno los brillantes botones de bronce en las presillas, las ajustó y, suavemente, le cubrió la cabeza con la capucha, también forrada en marta. Cada vez que sus ojos se encontraban, Rosamund experimentaba esa increíble sensación de déjà vu. Luego, Patrick se puso su capa, agradeció al sirviente, tomó a Rosamund de la mano y se dirigieron a los jardines de invierno.