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Hacía frío, pero el aire estaba en calma. En el cielo nocturno, negro como el ébano, las estrellas centelleaban con reflejos cristalinos, azulados y rojizos. Caminaron en silencio hasta que las luces del castillo se convirtieron en dorados puntitos brillantes y dejaron de escuchar el murmullo de las voces provenientes del salón. De pronto, ambos se detuvieron. El conde le bajó la capucha y tomó entre sus manos el delicado y pequeño rostro de la dama de Friarsgate.

El corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Sus miradas se encontraron y supo que ese momento ya había ocurrido antes. No podía dejar de mirarlo, aunque en ello le fuera la vida, y cuando los labios de él rozaron varias veces los suyos como si estuviera degustándolos, fue ella quien tomó la cara del conde entre sus palmas y la atrajo hacia sí para besarlo con pasión. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando sus bocas se juntaron por primera vez. ¿O no era, realmente, la primera vez?

Cuando lograron separarse, era tal la pasión que los poseía, que el conde dijo:

– Ya no soy un hombre joven, señora.

– Lo sé.

– He vivido media centuria… podría ser su padre.

– Pero no lo es. Usted es mayor que Owein Meredith, pero menor que Hugh Cabot. Además, apenas nos vimos, nos sentimos atraídos, pude leerlo en sus ojos. Y no me pregunté la razón, porque la ignoro.

Extendió la mano y le acarició la mejilla.

– De modo que aquí estamos, señor conde. Y es hora de preguntarnos qué debemos hacer.

– ¿Me creerá si le digo que nunca antes sentí por una mujer lo que siento por usted, señora?

– Mi nombre es Rosamund. Y tampoco yo me he sentido así con ningún hombre, milord.

– Mi nombre es Patrick.

– ¿Acaso nos han embrujado, Patrick?

– ¿Quién haría semejante cosa? -se preguntó el conde en voz alta.

Ella se limitó a menear la cabeza.

– Acabo de llegar a la corte y conozco a muy pocas personas.

– Yo también acabo de llegar. No he estado en Stirling desde que volví de San Lorenzo, hace dieciocho años.

– ¿San Lorenzo? -exclamó Rosamund, perpleja.

– Es un pequeño ducado a orillas del mar Mediterráneo y tuve el honor de ser el primer embajador de Escocia en esa deliciosa comarca. El rey me envió para establecer allí un puerto donde nuestros barcos mercantes pudieran atracar sin peligro alguno y conseguir agua y provisiones. Un puerto amigo, podríamos decir.

– Entonces has viajado por el mundo, Patrick. En cambio yo nunca quise abandonar mi amada Friarsgate. Siempre odié venir a la corte. Pero, de pronto, me siento dispuesta a emprender cualquier aventura.

El corazón del conde se contrajo dolorosamente cuando vio la sonrisa traviesa que iluminaba el rostro de Rosamund. Luego la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza.

– Quiero hacerte el amor -dijo dulcemente, besándola de un modo perentorio, aunque no exento de ternura-. No puedo creer que me esté comportando de una manera tan descarada con alguien que acabo de conocer y, sin embargo, siento que te he conocido desde siempre y tú sientes lo mismo, Rosamund. Cuando nos presentaron te sorprendiste como si me hubieras reconocido. Es inexplicable, pero es así.

Ella asintió.

– No sé qué hacer, Patrick. ¿Deberíamos obedecer a nuestros instintos o concluir que esto es una locura y separarnos? Decídelo por mí, Patrick. Pues aunque siempre enfrenté la vida con valentía, esta vez el miedo me paraliza.

– Entonces, a despecho de cuanto nos aconseje el sentido común, mi bella Rosamund, sigamos nuestros instintos y veamos dónde nos conducen. -La volvió a besar con avidez. -¿Estás lista para el viaje?

– El lema de mi familia es Tracez votre chemin y eso es exactamente lo que haré: trazar mi propio camino -respondió, observando su hermoso rostro. No parecía un hombre de cincuenta años, pese a las delgadas líneas que se dibujaban en el entrecejo y alrededor de los ojos. El mero hecho de mirarlo la excitaba hasta el vértigo.

– De modo que hasta aquí has llegado, querida niña -una voz familiar rompió el hechizo que los envolvía-. ¿Y quién es el caballero que ha osado arrastrarte a una noche tan gélida?

Ella lanzó una carcajada. La voz de su primo la había devuelto a la realidad..

– Éste, conde de Glenkirk, es mi primo Thomas Bolton, lord Cambridge. Vinimos juntos desde Friarsgate y, según dice, la está pasando de maravillas, pues nunca pensó que los escoceses fueran tan civilizados.

Patrick percibió de inmediato cómo era Thomas Bolton y los celos que había sentido ante la llegada de otro hombre se disiparon por completo. Le estrechó la mano, sonriente.

– La vi muy bien protegida antes de invitarla a pasear por los jardines. Pero este cielo nocturno merece ser contemplado, ¿no le parece, lord Cambridge? Y ahora nos conviene regresar a la corte.

Con un gesto de infinita ternura, el conde volvió a cubrir la cabeza de Rosamund con la capucha.

– Así que nos encuentra muy civilizados, ¿eh? -dijo riendo entre dientes.

– Sí. Esta corte es mucho más abierta y menos pretenciosa que la de nuestro rey Enrique VIII. Tal vez sea la reina española quien exige tanta formalidad. Su soberano se rodea, en cambio, de una alegre compañía y las costumbres son aquí más distendidas. Me estoy divirtiendo enormemente y pienso comprar una casa en Edimburgo y otra en Stirling.

– ¿Y su rey no pondrá reparos?

– No. A Enrique Tudor le importo un rábano. Soy apenas un hombre rico cuya fortuna proviene del comercio y su título, de la conciencia culpable de un rey muerto hace mucho tiempo. No me consideran lo bastante importante como para meterse en mis asuntos, salvo por mi parentesco con Rosamund.

– ¡Tom! -exclamó ella con tono admonitorio-. Si alguna vez ayudé a nuestra buena reina en tiempos de necesidad, eso no significa que se me conceda importancia en la corte.

– ¡Pobre Catalina la española! -Respondió lord Cambridge y luego se dirigió al conde-. Imagínese usted a esta santa criatura viuda de un Tudor y pretendida por otro, aunque su padre, Fernando, se negaba a pagar toda la dote. El rey Enrique VII no se caracterizaba por su generosidad y solía comportarse de un modo muy mezquino con Catalina. No vaciló en devolver a sus hogares a casi todas las doncellas de la princesa y las pocas que decidieron quedarse la pasaron mal, vestidas con harapos y casi muertas de hambre, mientras el viejo rey cambiaba a cada momento de parecer con respecto a esa boda. Luego, Rosamund se enteró del asunto. Catalina y la princesa Margaret habían sido sus amigas cuando ella vivía en la corte. Mi pródiga prima consideró que era su deber enviarle regularmente bolsitas con monedas de oro a quien es hoy la reina de Inglaterra. Para ella, las bolsitas constituían un verdadero sacrificio, pero a la pobre princesa apenas si le alcanzaban para mantenerse, a ella y a sus pocas doncellas, un par de semanas. En suma, su bondad se vio recompensada cuando Catalina de España se convirtió en nuestra reina y mi prima goza hoy de su favor, milord.

– La reina cree que está en deuda conmigo, pero no es cierto. Y aunque lo fuera, ya pagó esa deuda -dijo Rosamund, bajando la voz-. Esta noche estás muy locuaz, primo.

– Tu ausencia me preocupaba -le contestó con suavidad.

– ¿Y qué lo llevó a buscarla en la gélida noche? -le preguntó el conde, divertido.

– Escuché decir a una de las damas de la reina que había presentado a mi prima al conde de Glenkirk y que ambos habían abandonado juntos el salón. Tengo derecho a sentirme intrigado y no soy el único. Entiendo, milord, que no ha estado en la corte en muchos años.