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– ¡Que Dios nos ampare! -exclamó ella, casi sollozando.

Él no ignoraba el significado de esa invocación, de manera que empezó a juguetear con los rizos de su adorable monte, mientras un dedo exploraba la venusina caverna.

Ella lanzó un suave gemido y se dejó llevar, vacía de pensamientos, hasta que recuperó la conciencia y volvió a preguntarse qué estaba haciendo allí. Mas cuando la mano del conde empezó a acariciar seductora y sabiamente la cara interna de sus muslos, solo pudo concentrarse en el placer que le procuraba y en la necesidad que tenía de él. ¿Pero por qué él? "Porque es el hombre a quien esperabas" -replicó una voz en su interior.

– ¡Oh, sí!-exclamó con un grito de júbilo.

Él la tomó en sus brazos y deslizó la mano por la espalda de la muchacha para aferrar y acariciar sus nalgas.

– No puedo saciarme de ti. Tu piel es como la seda. Tu cuerpo es perfecto.

– Necesito que entres en mí, Patrick.

– Necesito entrar en ti, Rosamund -replicó, cubriéndola con su cuerpo.

Entrelazaron los dedos, la gruesa espada del conde la penetró lentamente, con infinita ternura. Era más larga y más gruesa que la de los dos hombres que había conocido, pero Rosamund, abierta como una flor, la acogió en su amorosa vaina hasta sentir que la llenaba por completo. Sus miradas se encontraron y ella pensó que el alma se le escapaba y se fundía con la del conde. Tuvo miedo.

Al ver el temor impreso en el rostro adorable, Patrick se apresuró a tranquilizarla:

– Todo está bien, amor mío. Ahora somos un solo ser, una sola persona.

Después comenzó a moverse y, al cabo de unos instantes, Rosamund cerró los ojos y se sumió en una pasión arrebatadora en la que ambos procuraban satisfacerse y satisfacer al otro.

El ritmo creado por sus cuerpos la sobrecogió arrastrándola desde la delicia al placer y desde el placer al más puro y ardiente éxtasis. Cuando las estrellas y lunas explotaron tras sus párpados, su voz se elevó en un grito de supremo goce mientras clavaba las uñas en la espalda del hombre. Pero los embates de su virilidad no cesaron y la llevó aun más lejos, hasta que los aullidos de felicidad de Rosamund resonaron una y otra vez en las paredes de piedra del minúsculo cuarto, y hasta que sus propios gritos, mezclados con los de ella, culminaron en un alarido y sus calientes jugos, expulsados en un tremendo chorro, inundaron a la muchacha.

– No tengo palabras -jadeó él.

– Tampoco yo -suspiró Rosamund.

Nunca había hecho el amor con tanta ternura, pasión e intensidad, nunca. Owein jamás la había poseído como Patrick Leslie y, en cuanto a Enrique Tudor, sólo le interesaba el propio placer. Lo ocurrido entre ella y el conde de Glenkirk se asemejaba, más bien, a una obra de arte hecha por los dos. Era algo místico, donde el pasado y el presente confluían, como si hubieran sido amigos, amantes, desde el principio de los tiempos.

– No puedo separarme de ti -murmuró el conde.

– Ni yo, Patrick. Aunque tal vez te decepcione saber que no quiero casarme de nuevo -susurró y contuvo el aliento esperando la respuesta.

– Comprendo tus sentimientos, Rosamund, pero algún día cambiarás de opinión. Sin embargo, yo no lo haré. Tampoco quiero contraer matrimonio. Tengo un hijo mayor que tú, sospecho. Está casado y me ha dado nietos. Y, además, debo cumplir con la misión que el rey ha de encomendarme y por la que estoy en Stirling.

– Entonces, seré tu amante. Nuestro encuentro fue extraño y maravilloso, aunque ninguno de los dos sea capaz de explicarlo. Pero algún día querré volver a Friarsgate y es probable que tú quieras regresar a Glenkirk. Y cuando llegue la hora, ambos lo sabremos y nos separaremos, tal como lo hicimos en otro tiempo y en otro lugar. Mi pobre primo Tom se sentirá escandalizado ante mi conducta, pues no suelo comportarme de esta manera. Y hay algo más que debes saber. Tengo un pretendiente: Logan Hepburn, el señor de Claven's Carn. Tiene la intención de desposarme el Día de San Esteban, aunque le he dicho que no. Vendrá a la corte a buscarme y tratará de imponer su voluntad. Pero, como ya te dije, no pienso volver a casarme.

– ¿Acaso te convertiste en mi amante para frustrar sus propósitos? -se preguntó el conde en voz alta.

Ella se apoyó en un codo y lo miró directamente a los ojos.

– Me convertí en tu amante porque así lo deseaba y porque entre nosotros hay todavía asuntos pendientes que se remontan a otro tiempo y a otro lugar. ¡Lo sabes muy bien, Patrick!

– Sí, muchacha, lo sé. Soy un escocés y entiendo esas cosas -añadió, abrazándola y cubriéndola de besos-. Te amé una vez, Rosamund.

– Y yo a ti -murmuró ella.

– Y te amaré otra vez.

– Yo ya te amo, aunque sea una locura decirlo, Patrick.

– El rey tiene el lang eey, el ojo de ver lejos, como dicen ustedes, los ingleses. Le preguntaré qué opina de esta maravillosa insania que nos aflige, mi amor -rió. Luego se apretó contra ella y ambos se arrebujaron bajo las mantas-. ¿Te quedarás conmigo?

– Sólo un rato, mi amor. La pobre Annie se preguntará dónde me he metido y, sin duda, se preocupará. Ella es una de las criadas de Friarsgate. Y preferiría que nadie se enterara de lo ocurrido. Pronto comenzarán las habladurías y especulaciones acerca del conde de Glenkirk y de la amiga inglesa de la reina.

– Eres muy discreta -bromeó Patrick.

– Mi intención no es ser discreta, sino subirme a los techos de Stirling y gritar a los cuatro vientos que amo y que soy amada. La gente pensará que estoy loca, especialmente si se entera de las extrañas circunstancias de nuestro amor, milord.

– Sí, puedo prever los rumores. Miren al viejo Glenkirk, recién llegado de las tierras altas y ya en amores con una muchacha lo bastante joven como para ser su hija.

– Pero otros dirán: miren al viejo Glenkirk, ese afortunado demonio que en menos que canta un gallo no solo ha conseguido una amante joven y lujuriosa, sino que incluso es capaz de satisfacerla -contraatacó Rosamund.

– Sospecho que a ambos nos tiene sin cuidado la opinión ajena -dijo el conde con una sonrisa.

– Antes me preocupaban las habladurías. Pero ya no. He sobrevivido a tres maridos. Me he pasado la vida entera haciendo lo que se esperaba de mí, pues soy apenas una simple mujer. Sin embargo, he dado a Friarsgate tres pequeñas herederas, me he ocupado de las tierras y continuaré haciéndolo con la ayuda de mi tío Edmund. Ahora deseo vivir para mí misma, aunque sea por un tiempo.

– Háblame de Friarsgate.

– Es un lugar bello y fértil. Desde la casa, situada en lo alto, se divisa un lago. Criamos ovejas, hilamos nuestra propia lana y tejemos nuestras propias telas, muy apreciadas por los merceros de Carlisle y en las tierras bajas de Escocia. También crío vacas y caballos. Y como el valle que rodea la propiedad se halla flanqueado por empinadas colinas, estamos a salvo de quienes viven del otro lado de la frontera. Nadie puede robarnos el ganado porque les resultaría imposible escapar con los animales sin que los atrapáramos de inmediato. Me encanta vivir en Friarsgate. Es el mejor lugar del mundo, Patrick. Y ahora cuéntame de Glenkirk.

– Se encuentra en la zona oriental de las tierras altas, entre dos ríos. Mi castillo es pequeño. Antes que nuestro Jacobo me nombrara embajador en San Lorenzo, yo no era sino el señor de Glenkirk. Pero el rey deseaba honrar al duque de San Lorenzo enviándole un noble, y me dio el título de conde. En Glenkirk criamos ovejas y vacas. Tengo dos hijos: Janet y Adam.