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– Ahora descansa, Patrick, pues pronto tendrás que acompañarme a mi cuarto. No tengo la menor idea de dónde estoy -rió ella.

– Estás donde debes estar: en mis brazos. Sí, te ayudaré a encontrar el camino de regreso, pero primero recuperemos las fuerzas, mi amor.

Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos, sintiéndose más segura y más satisfecha que nunca, mientras pensaba: "Tengo veintidós años y acabo de saber lo que significa ser amada. Ojalá todo el mundo pudiera experimentar lo mismo".

Se abrazaron y dormitaron un rato, saboreando el calor que los envolvía. Por último, el conde de Glenkirk se levantó y se vistió, no sin cierta renuencia. Cuando se puso la ropa, tomó de la silla los atavíos de Rosamund y le ordenó vestirse en la cama, pues el aire de la habitación era tan frío que, de no hacerlo así, corría el riesgo de congelarse. Finalmente, le preguntó dónde quedaba su habitación y la condujo a través de los oscuros corredores del castillo. Al llegar a la puerta, se besaron con avidez y desesperación, como si no volvieran a verse jamás. Después, Patrick le dio la espalda, apretó el paso y se perdió en la oscuridad del pasillo.

Rosamund se deslizó de puntillas en el cuarto. Annie, que dormitaba junto a los rescoldos de la chimenea, se despertó sobresaltada cuando oyó entrar a su ama.

– Me alegra no haberte causado ninguna preocupación.

– No. Lord Cambridge me avisó que llegaría tarde, milady.

Annie se levantó de la silla, bostezando y desperezándose. Luego corrió apenas la pesada cortina de terciopelo que cubría la única ventana y espió, con el propósito de calcular la hora.

– Pronto amanecerá. Mejor métase en la cama, milady, si quiere dormir un poco antes de ir a misa.

– Enciende la chimenea y calienta un poco de agua. No puedo meterme en la cama ni presentarme ante la reina hasta que no me lave y me quite este olor a pasión. Mi cuerpo apesta.

Annie la miró escandalizada.

– El conde de Glenkirk es ahora mi amante. Y no se te ocurra divulgarlo entre las otras criadas, incluso si te lo preguntan. ¿Me comprendes, jovencita?

– Sí, milady… pero eso no es propio de una dama tan respetable como usted -exclamó, sin disimular la indignación.

– Soy viuda, Annie. ¿Y acaso no fuiste mi confidente cuando estuve con el rey?

– Eso era distinto. Usted se limitaba a obedecer a nuestro rey Enrique y no había nada de malo en ello, siempre y cuando la buena reina no se enterase.

– No, Annie, no era distinto. Toda mi vida hice lo que me pidieron, lo que se esperaba de mí. Pero ahora viviré a mi manera y haré lo que me plazca. ¿Entiendes?

– ¿Y qué ocurrirá con el señor de Claven's Carn? Él no querrá casarse con una dama que se levanta las faldas con tanta facilidad, milady.

Rosamund le dio una bofetada.

– Abusas de nuestra amistad, Annie. ¿Quieres que te mande de vuelta a tu hogar? Te juro que lo haré. Hay montones de muchachas dispuestas a servirme… y a mantener la boca cerrada. En cuanto a Logan Hepburn, le dije que no deseaba casarme de nuevo. Friarsgate tiene una heredera y dos más, de repuesto. Un día mis hijas contraerán matrimonios que aporten honor y riqueza a nuestra familia. Logan Hepburn necesita un heredero para Claven's Carn y espera que yo se lo dé. Que se busque entonces a una joven dulce y virginal que lo adore y sea una buena esposa. Yo no soy esa mujer. La madre del rey Enrique, la Venerable Margarita, que fue mi tutora, me dijo en una ocasión que una mujer debe casarse la primera, y quizá la segunda vez, por su familia. Pero luego debe seguir los dictados de su corazón. Mi tío Henry Bolton me impuso dos matrimonios. El rey eligió a mi tercer esposo. Ahora la elección corre por mi cuenta y prefiero seguir como hasta ahora, sin ningún marido. ¿Me comprendes, Annie? Ya es tiempo de hacer lo que quiera.

Annie se frotó la mejilla y se limpió la nariz.

– Sí, milady.

– Bien. Entonces, estamos de acuerdo. Seguirás a mi servicio, pero nada de preguntas indiscretas, ¿eh?

– Sí, milady.

– Y ahora cumple con tus obligaciones, niña.

Rosamund se sentó en la cama, mientras Annie atizaba el fuego y ponía a calentar el agua para las abluciones.

¡Vaya noche! Estaba por amanecer, era víspera de Navidad y ella se sentía rebosante de una felicidad que jamás había conocido. Aunque no supiera adonde la conduciría todo aquello, no experimentaba miedo alguno. Tenía veintidós años y por primera vez estaba verdadera y profundamente enamorada. Emprendería el viaje y cuando llegara al fin del camino… bueno, recién entonces se preocuparía. Por ahora estaba decidida a vivir el presente, y el presente era Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

CAPÍTULO 02

El rey Jacobo observó con detenimiento a su viejo amigo, el conde de Glenkirk.

– ¡Por Dios! ¡Si no te conociera mejor, juraría que estás enamorado! -exclamó.

Patrick esbozó una sonrisa.

– ¿Por qué piensas que no puedo enamorarme, Jacobo? ¿No soy acaso un hombre como cualquier otro?

– Un hombre sí, pero no como cualquier otro. Fuiste mi embajador en San Lorenzo, un puesto importante para un insignificante propietario rural de las tierras altas. Te concedí el título de conde por consideración hacia el duque de San Lorenzo. Me serviste con lealtad y eficacia hasta la tragedia de tu hija Janet. Luego, sin esperar siquiera mi permiso, regresaste a tus tierras con tu familia. Sólo te detuviste en la corte el tiempo necesario para darme el informe, y después desapareciste en tu bastión durante dieciocho años. Y aún estarías allí si no te hubiese mandado llamar. No conozco otro hombre tan leal a mi corona capaz de hacer eso, Patrick. Siempre fuiste mi amigo, incluso desde el comienzo, a diferencia de algunos a quienes debo sonreír, alabar y conceder honores. Tú no disimulas y si das tu palabra, cumples con lo prometido. Puedo confiar en ti.

– Cuando me nombraste embajador en San Lorenzo me dijiste lo mismo -replicó el conde con cierta sequedad-. Y, de pronto, me llamas de nuevo a tu lado, Jacobo. ¿Por qué?

– Primero dime quién es la dama, Patrick -pidió el rey, con la intención de provocarlo.

El conde sonrió.

– Un caballero no acostumbra comportarse como si fuera la mujer de un labriego. No ignoro que tienes un alma buena y paciente, Jacobo.

Te lo diré a su tiempo, pero no ahora.

– ¡Ah, entonces es amor! -El rey lanzó una carcajada-. Te vigilaré de cerca, milord de Glenkirk. -Luego se puso serio. -Patrick, necesito que vuelvas a San Lorenzo.

– Tienes allí un embajador competente.

– Sí, Ian McDuff es competente, pero no es el diplomático que eras tú, Patrick y yo necesito con urgencia uno. Como sabes, el Papa ha formado lo que él denomina la Santa Liga. Desea que los franceses se retiren de los estados del norte de Italia, algo que no puede lograr por sí mismo. De modo que ha declarado una suerte de guerra santa contra ellos, e invita a los demás a unirse a la causa con la promesa de la salvación eterna, entre otras recompensas. Mi pomposo y grandilocuente cuñado, Enrique de Inglaterra, es su más acérrimo defensor. Me han invitado a unirme a ellos, pero no puedo ni quiero. ¡Esta agresión es un disparate, Patrick!

– Y los franceses son nuestros aliados más antiguos. Eres un hombre honorable, Jacobo, y sé que no le darías la espalda a un amigo sin una buena razón. Y en este caso no hay una buena razón, ¿no es cierto?

– Solamente el desmesurado deseo de Enrique Tudor de complacer al Papa a fin de obtener más poder del que Inglaterra tiene ahora -contestó Jacobo Estuardo-. España, desde luego, se ha unido al Papa, al igual que Venecia y el Sacro Imperio Romano, pero antes de que las cosas lleguen más lejos, me gustaría detenerlos. O al menos hacer el intento. Debo hacerlo en secreto y en un lugar que no despierte sospechas, en caso de que se enteren de mis planes. No quiero que los más poderosos estados de la cristiandad se enfrenten en una guerra semejante, cuando lo que deberíamos hacer es emprender una cruzada contra los turcos de Constantinopla. Además, mi cuñado sabe que, a diferencia de él, soy un hombre honorable e incapaz de traicionar a un aliado, aunque ello redunde en mi beneficio. Y también sabe que me es imposible unirme a esta alianza destinada a atacar a los franceses. Procura poner al Santo Padre en mi contra y en contra de Escocia. Te reunirás con los representantes de Venecia y del emperador en San Lorenzo, Patrick. Debes convencerlos de que esta alianza no es sino el plan de Inglaterra para dominarnos a todos. En esos países hay partidos que comparten mi punto de vista. Estoy en contacto con ellos y han decidido enviar delegados de sus respectivos gobiernos a San Lorenzo con el propósito de escucharte. El instinto me dice que es improbable que tengamos éxito, pero es preciso intentarlo, Patrick.