– Si desea hablar a solas con mi madre -aclaró Philippa-, sólo tiene que pedírmelo, milord párroco.
– Pues te lo estoy pidiendo -contestó Richard, sin ofuscarse en lo más mínimo por su descaro.
Cuando la niña se fue, el prior se dispuso a hablarle a su sobrina con total franqueza.
– Fuiste la amante del rey. Por lo tanto, debe de estar celoso de tu relación con el conde de Glenkirk. Tienes que tratarlo con el mayor tacto posible o no escaparás a su cólera.
– ¡Tío Richard! Al rey le importo un rábano. Se encaprichó conmigo y cuando volví a la corte se las arregló para satisfacer su capricho. Pero nada más. Con todo, sé que siente curiosidad por mi romance con Patrick Leslie y que no estará satisfecho hasta que no le cuente toda la historia.
– Tú quisiste al rey, no me cabe duda. No está en tu naturaleza ser una trotacalles o una cortesana. Y él debió de quererte a su manera, pues este rey nunca hace nada que no pueda justificar. En consecuencia, se habrá convencido a sí mismo de que te amaba, aunque fuese por un breve lapso. A sus ojos, tu mayor pecado fue dejar de amarlo apenas abandonaste la corte. Ten cuidado, sobrina, cuando le hables de tu relación con el conde. Según Edmund, nunca vio a dos personas tan profundamente enamoradas. Siento mucho lo que ha pasado. ¿Continúa sin recordarte?
– El médico moro afirmó que si después de un año no se acuerda de mí, será muy difícil que lo haga luego. En lo tocante a su memoria, por fortuna no la perdió toda.
Richard reclinó la cabeza en la silla.
– Pero tú sí.
– Se me rompió el corazón -admitió Rosamund, sonriendo con tristeza-. Pero la vida debe continuar, tío.
– El señor de Claven's Carn ha vuelto a cortejarla -intervino alegremente Thomas Bolton.
– ¡Tom! -exclamó Rosamund, ruborizándose.
– Me alegra saberlo. Y ahora, sobrina, todo cuando debes hacer es convencer a Enrique Tudor de que eres la más leal de sus súbditos y escapar de sus garras a fin de regresar a Friarsgate lo antes posible. Rezaré por ti.
– Tus plegarias, querido tío, serán mi escudo contra el rey.
A la mañana siguiente reanudaron el viaje hacia el sur de Inglaterra. Era la primera vez que Philippa veía aldeas tan pulcras y ciudades tan encantadoras, en nada semejantes a las que había conocido en Escocia.
Mientras cabalgaban, la niña cayó en la cuenta de lo que significaba ser la heredera de Friarsgate. Comprendió, de pronto, que todo ese parloteo acerca de un matrimonio conveniente tenía más sentido del que había imaginado. Ella no era una simple campesina, sino la hija de un caballero que había sido el más leal de los súbditos del rey. Sus padres se habían casado por orden de Enrique VII. Y ahora ella se encaminaba a la corte para conocer a Sus Majestades y para que su madre la mostrara públicamente con el propósito de atraer la atención de alguna familia cuyo hijo fuese un candidato potable. Philippa, montada en su yegua blanca, irguió la cabeza con innegable orgullo.
Al cabo de varios días de viaje, arribaron finalmente a Londres y se dirigieron a la casa de lord Cambridge, situada junto al río. Construida con ladrillos ya deteriorados por el tiempo, la fachada estaba cubierta de hiedra. El techo era de pizarra gris y tenía tres pisos, sin contar la planta baja. El guardia se quitó la gorra cuando franquearon el portón de hierro y atravesaron el verde y florido parque por la entrada de grava de los carruajes. Ya había transcurrido la primera semana de junio y el aire era cálido.
Se abrió la puerta principal de la casa y la servidumbre se apresuró a vaciar el carro que transportaba el equipaje, mientras el mayordomo les daba la bienvenida, acompañada de una respetuosa reverencia, y los hacía pasar.
– Por fin de vuelta, milord.
– ¿Le mandaste decir a la reina que la dama de Friarsgate llegaría hoy? -preguntó lord Cambridge.
– Sí, milord. Hace menos de una hora, el mensajero real trajo este mensaje -replicó y le alcanzó un pergamino.
– La custodia armada permanecerá con nosotros. Ocúpate de albergarlos y alimentarlos. Y muéstrale a Lucy la alcoba de la señora y la de su señorita hija. ¿Son contiguas?
– Sí, milord. Todo está tal como lo deseaba -contestó el mayordomo, haciendo una profunda reverencia.
– Ven, Philippa, te mostraré el salón -dijo lord Cambridge.
– No hace falta que me guíes, sé dónde está. Es igual que en Otterly -contestó la niña, corriendo excitadísima y dejando atrás a la madre y al tío.
– Tal vez sepas dónde está, pero ¡la vista…! Ah, la vista de Londres es realmente magnífica. ¿Verdad? -dijo, al tiempo que entraba con Rosamund.
El salón era amplísimo. Las paredes estaban revestidas en madera y en un extremo había una enorme chimenea con un morillo adornado con dos mastines de hierro. Las ventanas de vidrios emplomados cubrían una de las paredes y dejaban ver el Támesis. El techo era artesonado y el piso de madera estaba cubierto de coloridas alfombras. Entusiasmada, Philippa corrió hacia las ventanas y se quedó boquiabierta cuando vio el río y su incesante tráfago. Rosamund se sentó en una silla, mirando a su primo, que acaba de abrir el mensaje del palacio.
– ¿Qué dice, Tom?
Lord Cambridge echó una rápida ojeada al pergamino y luego expuso:
– Su Majestad te da la bienvenida a Londres. Te presentarás mañana antes de la comida de mediodía. No es muy informativo que digamos, querida.
– Al menos no me han convocado a la Torre, Tom -bromeó Rosamund.
Él se echó a reír.
– ¡Un baño! Eso es todo cuanto necesito. ¡Un baño! Una excelente comida preparada por mi cocinero y dormir en mi propia cama esta noche, qué bendición.
– Mamá, hay dos botes amarrados en el embarcadero.
– No son botes sino barcazas. La que tiene ornamentos de terciopelo azul es la mía. Están amarradas al muelle. Las calles de Londres son estrechas y transitar por ellas suele ser dificultoso. Es más fácil y más rápido llegar al palacio por el río.
– Oh, mamá, hay tantas cosas que ignoro. ¿Piensas que estoy lista para ir a la corte?
– Sí, lo estás. Pero mañana mamá debe ir sola para averiguar qué desea la reina. Después de cumplir con mi obligación, te llevaré a la corte y verás con tus propios ojos cómo es la vida en el palacio.
– Y una vez que haya pasado el día allí -intervino Tom-te pondré al tanto de todos los rumores recién salidos del horno, mi pequeña.
– Ocupémonos del ahora, querido Tom. ¿Te bañarás antes o después de la cena? A los criados no les hará gracia traer agua caliente para los dos.
– ¡Antes! No quiero que los hedores del camino interfieran con mi paladar. Por otra parte, tú puedes cenar mugrienta, como buena campesina que eres.
– No considero que la comida sea una experiencia sagrada, primo.
Rosamund condujo a Philippa escaleras arriba hasta su alcoba, donde las esperaba Lucy. El entusiasmo de la doncella ante el lujo de los aposentos le recordó la reacción de Annie cuando fue por primera vez a la corte tras la muerte de Owein Meredith.
– El mayordomo me ha reservado un pequeño cuarto -dijo Lucy.
– ¿Dónde voy a dormir? -preguntó la niña.
– Usted tiene su propia habitación, señorita. Venga conmigo -indicó, y la condujo hasta la pared donde, luego de presionar un pestillo oculto, se abrió una puerta como movida por un resorte-. Este es su dormitorio y desde aquí puede ver el río. Pero solo podrá entrar por la alcoba de su madre. Se sentirá tan cómoda como un pajarito en su nido.
Rosamund no había visto la puerta porque estaba tapada por un tapiz y se preguntó si habría una alcoba semejante en la casa de Greenwich o en Otterly. Era el cuarto perfecto para una jovencita y su decoración hacía juego con el terciopelo rosa de las cortinas y del cubrecama.
Varias horas más tarde, cuando el crepúsculo dio paso a la noche, se sentaron a cenar en el salón que daba al río. Era evidente que el cocinero se había superado a sí mismo. Había grandes gambas acompañadas por salsa de mostaza y anguilas encurtidas; un pollo relleno con manzanas, uvas, pan remojado en leche y salvia; una pierna de cordero; un pastel de carne de venado y otro de pato cocido al vino tinto; un trozo de jamón serrano y una bandeja con espárragos al vino blanco, junto con tazones de arvejas y remolachas. También había pan fresco, un gran trozo de manteca y varios tipos de quesos. Una vez retirados los restos de comida y la vajilla, pusieron en la mesa una canasta de frutillas frescas y un gran cuenco de crema batida de Devonshire. Le permitieron a Philippa beber una pequeña copa de vino sin agua, que saboreó con deleite.