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– Pero no yo, pues lo mismo nos ocurrió a Margaret Drummond y a mí. Rosamund Bolton es encantadora, lo admito, aunque también es inglesa. Según tengo entendido, fue la amante de mi cuñado durante un tiempo.

Las palabras del rey intrigaron al conde. Rosamund no le había dicho nada al respecto, pero, pensándolo bien, ¿por qué habría de hacerlo?

– No obstante, Jacobo, no creo que la dama esté políticamente comprometida ni que busque los favores del rey. Tampoco necesita saber por qué voy a San Lorenzo. Le diré que es el lugar ideal para dos amantes que desean estar en paz, lejos de los fisgones y de los rumores de la corte. La capital, Arcobaleno, es un lugar de lo más romántico y Rosamund, que jamás salió de Inglaterra salvo para visitar Escocia, lo encontrará delicioso.

– Su romance con Enrique fue tan discreto que ni mi esposa ni la reina Catalina lo advirtieron. Mi cuñado había tratado de seducirla cuando llegó por primera vez a la corte y era prácticamente una niña, pero se lo impidieron y el rey decidió casarla con sir Owen Meredith. Cuando ella volvió a la corte como una doliente viuda, él aprovechó la ocasión para seducirla y de ese modo resarcirse del fracaso previo. A Enrique VIII no le agrada perder, ya te lo dije.

– Veo que estás muy bien informado.

– Casi nada de lo que hace un rey pasa inadvertido. Siempre hay alguien dispuesto a vender información al comprador apropiado. En este caso, el sirviente de lord Cambridge, el primo de tu dama, pensó que yo podría estar interesado en acostarme con ella. Pero, por el momento, gozo de los favores de una amante perfectamente satisfactoria: Isabel Estuardo, la hija de mi primo, el conde de Buchan. Mi esposa está de nuevo embarazada y no deseo perturbarla porque sé que el niño que dará a luz esta primavera será varón y sobrevivirá, a diferencia de las criaturas diminutas y frágiles que hemos procreado hasta ahora.

– Soy yo quien necesita a Rosamund, no la reina -dijo el conde-. Ninguno de tus súbditos te es tan fiel como yo, lo sabes de sobra, Jacobo. Pero no iré a San Lorenzo sin mi muchacha. Hablaré con Rosamund cuando llegue el momento y ella convencerá a la reina de que debe regresar a su amado Friarsgate, pero que volverá en la primavera cuando dé a luz al niño. ¿Un varón, dijiste? ¿Y cómo puedes estar tan seguro? Ah, me olvidaba de tu maldito instinto.

– Sí, un varón -suspiró el rey-. Desearía vivir lo suficiente para verlo crecer, pero eso no será posible.

El conde no quiso contradecirlo, pues no deseaba enterarse de lo que sabía el rey. Jacobo Estuardo era famoso no solo por su increíble intuición, sino por su capacidad de ponerse en contacto con fuerzas sobrenaturales. Patrick concluyó que si el rey estaba preocupado, entonces su misión debía ser realmente importante.

– Seré un viejo, Jacobo, cuando me toque servir a tu hijo.

El rey soltó la carcajada. Había recuperado el buen humor, como si las palabras del conde le hubieran quitado un peso de encima.

– ¡Ya te acostaste con ella! -dijo. No era una pregunta sino una afirmación.

– Unas horas después de conocernos. ¡Te lo juro, Jacobo, cuando estoy con ella me siento de nuevo un joven de treinta años! Dios sabe cuántas amantes he tenido en mi vida, pero ninguna se apoderó de mi corazón como lo ha hecho esta dama.

– Dicen que tiene un pretendiente.

– Sí, el primo del conde de Bothwell, uno de los Hepburn de Claven's Carn. Me contó que vendría el Día de San Esteban para casarse con ella. Se sentirá de lo más sorprendido cuando descubra que la novia no se ha limitado a esperar su llegada sumisa y ansiosamente.

– ¡Pero San Esteban es hoy! -Exclamó el rey, sin poder contener la risa-. Qué chica tan traviesa, Patrick. ¿Estás seguro de que se quedará contigo?

– Mientras así lo disponga el destino -respondió el conde.

– Ah, entonces no crees que sea para siempre y no te casarás con ella.

– Si me aceptase, lo haría. Pero seré su amante, no su esposo. Para empezar, no quiere casarse de nuevo ni abandonar su amado Friarsgate. Tampoco yo estoy dispuesto a irme para siempre de Glenkirk. Pero un día se lo pediré -dijo, sonriendo con tristeza-, lo que demostrará lo que ambos ya sabemos: que mi amor es auténtico. Por esa razón ha rechazado al de Claven's Carn, porque piensa que a él sólo le interesa tener un heredero. Compadezco al pobre muchacho, pues ¿cómo podría convencerla de lo contrario y hacerle entender que la ama? Si es que la ama…

– Cuando descubra que ha perdido a Rosamund, vendrá a buscarla aquí, a la corte, no me cabe duda. Los Hepburn se caracterizan por su obstinación y no se dan fácilmente por vencidos. Además, cuenta con la ayuda de su primo Bothwell, que no vacilará en interceder por él.

– Rosamund es inglesa y no puedes ordenarle que se case con ese hombre -respondió el conde con voz calma.

– Esa será mi defensa, pero Meg se entrometerá. He descubierto que mi inglesita es una romántica, una cualidad que no deja de sorprenderme en un Tudor. Rosamund tendrá que confiar en mi reina o Meg no cerrará el pico ni descansará hasta no haber encontrado un marido conveniente para su querida amiga. La reina opina que una mujer no puede ser realmente feliz, o al menos sentirse satisfecha, sin un compañero legítimo. Cuando algo la contraría se vuelve peligrosa, Patrick. Y como es suelta de lengua, tu amorío pasará a ser de conocimiento público.

– Quizá sea lo mejor -dijo el conde con aire pensativo-, lo mejor para disuadir a la reina, al conde de Bothwell y a este Hepburn de Claven's Carn. Pero primero debo consultarlo con Rosamund. No es una mujer a quien le guste que la sorprendan en asuntos que son importantes para ella.

– Ah, conque has vuelto a enamorarte. Eres un hombre afortunado, Patrick. Yo no me he sentido así desde la muerte de Margaret Drummond.

– Sí, he vuelto a enamorarme -admitió el conde con una sonrisa.

Los dos hombres, sentados frente a un buen fuego, departían amigablemente en la cámara privada del rey, al tiempo que bebían whisky de unas copas de plata que descansaban en las palmas de sus manos. Conversaron hasta bien entrada la noche, mientras todos los habitantes del castillo de Stirling daban por descontado que el rey estaba con su amante.

– Un navío francés te llevará a Francia. Desde allí, viajarás por tierra hasta San Lorenzo. Cruzar el golfo de Vizcaya en esta época del año es peligroso, y no quiero que corras ningún riesgo. Sin embargo, con una mujer el viaje puede llevar más tiempo de lo previsto -opinó el rey, evaluando la situación.

– Rosamund es una joven de campo, al igual que su doncella. Un coche con todos sus aditamentos llamaría la atención. No. Cabalgaremos. Durante años no ha hecho otra cosa que cumplir con su deber y tiene sed de aventuras. Me lo ha dicho. Si esta no es una aventura…

– ¿Y su vestimenta? ¿Y todos los malditos enseres tan queridos por las mujeres? -lo interrumpió el rey.

– Llevaremos solo lo indispensable y le compraré ropa nueva cuando lleguemos a San Lorenzo.

– Me gustaría ver adonde va a parar la sed de aventuras de tu dama cuando le cuentes todo esto.

– Vendrá, no lo dudes. Aún no ha llegado la hora de separarnos.

– Volveremos a hablar antes de que partas. Ahora ve a tu cama que yo iré a la mía.

Los dos hombres se pusieron de pie, se estrecharon las manos y partieron en direcciones opuestas. Jacobo Estuardo se encaminó al aposento de su actual amante, Isabel, y el conde de Glenkirk, al de Rosamund.

La dama de Friarsgate había decidido instalar al conde en su habitación y no había vacilado en desterrar a Annie al dormitorio destinado a las doncellas. Pero cuando una criada que compartía el lecho de su ama aparecía de pronto en el dormitorio común, se daba indefectiblemente por sentado que su señora tenía un nuevo amante. Rosamund le había advertido a Annie que fuera discreta, sin dejar por ello de escuchar y comunicarle cualquier habladuría que pudiera interesarle.