Выбрать главу

La doncella abandonó el dormitorio y regresó de inmediato con el vestido, desplegándolo para que su ama lo viera.

Rosamund jamás lo hubiera reconocido, salvo por el volado de mariposas y flores bordadas en hilos de plata que asomaba por debajo de la falda. Habían desaparecido el escote pronunciado y las abullonadas mangas de seda. La abertura era ahora más recatada y cuadrada, y las mangas, bordadas en plata y ceñidas a las muñecas, estaban cubiertas por otras del mismo brocado del vestido, que remataban en grandes puños.

– ¿Lo hiciste tú? -se asombró Rosamund.

– Sí, milady -replicó Lucy con innegable orgullo.

– Pues eres extraordinariamente hábil con la aguja. Te agradezco el haber convertido un atuendo imposible de usar en Inglaterra en algo tan elegante. Ah, y dile al criado de lord Cambridge que usaré el vestido verde Tudor.

El rostro de Lucy había cobrado el color de la grana, tan complacida estaba por los elogios de Rosamund.

– Iré enseguida, milady, y luego la ayudaré a vestirse.

La dama de Friarsgate se sentó a la mesa del desayuno y devoró todo lo que le había enviado el cocinero: un plato de huevos escalfados en una salsa cremosa aromatizada con nuez moscada, pan fresco, manteca, mermelada y un jarro de cerveza fría. Lucy ya había vuelto a la habitación y estaba seleccionando las enaguas, la camisa, las medias, los zapatos y las joyas. Luego le alcanzó una vasija con agua caliente y un pequeño lienzo para que se lavara la cara y las manos. Rosamund también se restregó los dientes con el mismo lienzo y una mezcla de menta y piedra pómez molida. Estaba orgullosa de su dentadura, pues a diferencia de otras personas, la suya estaba completa y los dientes eran blancos y parejos. Se vistió y dejó su cabeza en manos de Lucy.

La doncella le cepilló el cabello hasta desenredarlo y dejarlo brillante, pensando que era una lástima esconderlo debajo de una toca y un velo, pero esa era la costumbre en la corte. Partió la cabellera al medio, le dio una última cepillada y colocó el tocado de seda francesa ribeteado en perlas de manera de poder mostrar parte de su largo cabello rojizo. El tocado tenía un velo de seda blanco.

– No me gustan las tocas ni los velos -comentó Lucy-. ¡Tiene un cabello tan lindo, milady!

– Es la moda y no hay más remedio que acatarla.

Lucy colocó el miriñaque en el suelo para que su ama se metiera dentro y luego lo subió. Después deslizó las faldas de brocado por la cabeza de la joven, cuidando de no deshacer el tocado. Las faldas cayeron graciosamente sobre el miriñaque y Lucy se apresuró a sujetarlas.

– Luce usted perfecta, milady. Permítame traerle el cofre de las joyas.

Rosamund eligió una pesada cadena de oro con eslabones cuadrados, de la que pendía un crucifijo de oro y perlas. Se colocó también una sarta de perlas en torno al esbelto cuello y varios anillos en los dedos de ambas manos. Ya no era la niña que había venido por primera vez a la corte, sino la dama de Friarsgate, una mujer medianamente rica, dueña de unas tierras nada desdeñables.

– No necesitará llevar capa, milady. El día es agradable y caluroso.

– ¡Qué bella estás, mamá! -Exclamó Philippa, que acababa de entrar en el dormitorio de su madre-. Nunca te vi con un vestido tan lindo. ¿Ya te vas para la corte?

– Iba a despertarte antes de partir. ¡Dormías tan profundamente, mi niña!

– Sí, estaba cansadísima, mamá. No sabía que Londres se hallaba tan lejos de Friarsgate. Edimburgo está mucho más cerca. Rosamund se echó a reír.

– Cuando vine a la corte tenía trece años y pensé que nunca llegaría a destino. Era la primera vez que estaba fuera de Friarsgate. Por suerte mandaron a tu padre para que me escoltara y, la verdad, es que no tuve tiempo de aburrirme, pues él era muy agradable y divertido.

– Papá fue siempre muy divertido. Lo extraño mucho.

Rosamund asintió, pensando cuánto más fácil habría sido su vida si Owein Meredith no hubiese muerto. Aunque, en ese caso, jamás hubiera conocido ni a su primo Tom ni a Patrick Leslie. Había comenzado a percatarse de que todo sucedía por alguna razón.

– Supongo que regresaré al atardecer, Philippa. Aunque la reina desea verme, su día suele ser muy ajetreado y es probable que me reciba al fin de la jornada. Lucy estará contigo y ya conoces a los criados de Tom, que llegaron de Otterly. Quiero que descanses y disfrutes del jardín.

– Sí, mamá.

Rosamund se inclinó y la besó en ambas mejillas. -Mañana espero llevarte a la corte para que conozcas a la reina y, quizás, incluso al rey.

Luego, abandonó la alcoba, bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con Thomas Bolton, que la estaba esperando en el vestíbulo.

– Apresúrate, querida, o llegaremos tarde.

– ¿Iremos en la misma barca o cada uno en la suya?

– Cada uno en la suya, prima. Nunca se sabe quién de los dos querrá regresar primero de la corte -dijo sonriendo maliciosamente mientras la escoltaba hasta el muelle, donde las dos pequeñas embarcaciones cabeceaban bajo el sol matinal.

– Espérame, si llegas primero. Quiero entrar en la corte de tu brazo -suplicó la joven.

– Por supuesto, preciosa -le aseguró, ayudándola a instalarse en la barca.

Rosamund saludó a los remeros, que, después de devolverle el saludo y soltar amarras, maniobraron la embarcación hasta llegar al amplio canal del río rumbo al palacio de Westminster. La barca de Tom navegaba delante de la de Rosamund, de modo que llegó al muelle real a tiempo para ayudar a su prima a descender del transporte. Y como ya conocían el palacio, no necesitaron que nadie les indicara el camino a los aposentos de la reina.

– Su Majestad, la reina, espera a lady Rosamund Bolton -anunció lord Cambridge.

Y antes de partir, besó a su prima en la mejilla y agregó, guiñándole el ojo:

– Me reuniré con mis antiguos compañeros de juego. Puedes buscarme, si de veras deseas encontrarme.

El guardia abrió una de las altas hojas de la puerta para dar paso a la dama de Friarsgate. Como de costumbre, la habitación estaba atestada de jóvenes ocupadas en parlotear. No vio ningún rostro conocido hasta que una de las antiguas doncellas salió, presurosa, a su encuentro.

– Lady Rosamund de Friarsgate, ¿verdad?

– Sí. ¡Qué bueno verla de nuevo, señora Drum! ¿Sería tan amable de decirle a la reina que he venido?

– Sí, milady. Por favor, aguarde aquí, junto a las urracas.

Rosamund no pudo menos que sonreír ante la acertada descripción de las mujeres reunidas en la antecámara de la reina Catalina y se dispuso a esperar. La señora Drum regresó al cabo de unos minutos.

– Su Alteza no puede recibirla ahora, milady, pero le ruega que la espere.

– ¿Aquí, en el palacio?

– No, en la antecámara -aclaró la señora Drum como pidiendo disculpas. Su nerviosa mirada recorrió la habitación-. Ah, allá veo una silla confortable para usted, milady.

Se la alcanzó y abandonó la habitación a toda prisa.

Rosamund se sentó. ¿Qué otro remedio le quedaba, sino esperar? Al cabo de unas horas, la reina y sus damas de honor atravesaron la antecámara rumbo al gran salón, donde se servía la comida principal. Al ver a la reina, Rosamund se puso de pie, pero Catalina de Aragón no se percató de su presencia y siguió viaje. La joven volvió a sentarse. No había sido invitada al refectorio y, por lo tanto, no podía ir. En la antecámara no quedaban ni siquiera las criadas, y la habitación permaneció vacía durante las horas en que Rosamund continuó esperando. A través de las ventanas vio el soleado día convertirse en atardecer y el atardecer, en noche, pero no se movió de la silla. Por último, se abrió la puerta y apareció la señora Drum, quien la miró de lo más sorprendida.

– ¿Todavía está aquí, milady?

– La reina debe de haberse olvidado de mí -le contestó con voz calma.