– Su Alteza es una mujer ocupada y comprendo la demora -murmuró la dama de Friarsgate haciendo una reverencia y preguntándose cómo el cielo no la fulminaba allí mismo por haberle mentido a la buena reina con tamaño descaro. Pero se acordó de la abuela del rey, la Venerable Margarita, y pensó que si bien ella jamás hubiera visto con buenos ojos el amorío con Enrique, habría aprobado su mentira con tal de proteger a Catalina. Si la reina iba a tener un heredero, entonces debía ser feliz con su esposo y con quienes la rodeaban.
– Ve a buscar a tu primo al gran salón. Nos quedaremos solo unos pocos días en Westminster. Londres se ha vuelto muy caluroso y la peste tiende a aparecer en los meses de verano. Nos trasladaremos a Windsor. Al rey le encanta. Y tú nos acompañarás, desde luego.
– Su invitación me honra, querida Alteza, pero recuerde que mi presencia es imprescindible en Friarsgate. Mi tío lo administra y ya está muy viejo, y mis hijas me necesitan. Cuando sus majestades se trasladen a Windsor, espero que se me permita regresar a casa.
– Mientras estés con nosotros, te buscaremos un marido. ¿Estás dispuesta a casarte de nuevo?
– Estoy dispuesta, señora, pero recuerde lo que dijo la Venerable Margarita: una mujer debe casarse la primera vez para complacer a su familia, pero luego ha de seguir los dictados de su corazón. Pues bien, un vecino mío tiene interés en cortejarme. Lo conozco desde la infancia. Cuando enviudé de Hugh Cabot, pidió mi mano, pero yo ya estaba comprometida con Owein Meredith-le explicó Rosamund con voz suave, aunque se abstuvo de decirle que lo último que deseaba en este mundo era un esposo elegido por ella y que el ‘’vecino’’ era un escocés.
– ¡Qué excitante! ¿Y es apuesto?
– Así dicen. A mi juicio, lo más maravilloso son sus ojos azules respondió Rosamund devolviéndole la sonrisa. La reina asintió.
– Es difícil resistirse a un hombre de ojos azules. El rey tiene ojos azules.
– Sí, lo recuerdo -murmuró Rosamund. Y no deseando iniciar una conversación acerca de Enrique Tudor, le hizo una reverencia y le pidió permiso para retirarse.
– Iré a buscar a mi primo.
– Desde luego. No olvides darle mis saludos. Lo he visto anoche, pero no he tenido oportunidad de hablar con él. Un caballero muy agradable y entretenido, por cierto. Oí decir que vendió sus tierras en el sur y que se mudó a Cumbria, para estar cerca de la familia.
– Así es, señora. Será maravilloso tenerlo como vecino. La familia es importante.
La reina hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo una palabra y Rosamund la saludó otra vez con una graciosa reverencia. Al pasar por la antecámara, nuevamente repleta de mujeres que parloteaban, vio a Inés de Salinas y le dedicó una dulce sonrisa, aunque tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada ante la expresión de asombro con que la española había recibido su saludo.
Encontró a Tom jugando a los dados con varios cortesanos. Apenas la vio, su primo les dijo algo a sus compañeros, recogió las ganancias y se reunió con ella.
– Te ha visto. ¿Y se puede saber qué excusa te dio por dejarte en remojo cuatro días luego de obligarte a venir a palacio desde Friarsgate?
– Inés -fue todo cuanto contestó Rosamund.
– ¿Qué?
Por un momento la miró perplejo, pero a medida que ella le fue explicando, lord Cambridge lo comprendió todo.
– Hace muchos años, la noche antes de partir a Cumbria, tuve una cita con el rey, ¿recuerdas? Era verano. Inés nos vio besándonos en el pasillo y yo traté de convencerla de que no era el rey sino otro caballero. Por supuesto, no me creyó. Sin embargo, yo pensé que la había persuadido de guardar silencio. Pero no fue así.
– ¿Qué demonios hiciste?
– Lo negué, desde luego. Y lo negaré siempre, Tom. Yo era vulnerable y él, todopoderoso. No podía rechazarlo. Fue un momento de debilidad imperdonable y me avergüenzo de lo ocurrido, aunque en esa época me pareció excitante. Lo negaré siempre. Nunca me permitiría herir deliberadamente a Catalina. Ella es demasiado importante para Inglaterra. Y Enrique jamás lo admitirá, ni siquiera ante su confesor, sospecho. Él piensa que obra por mandato divino -dijo Rosamund, sonriendo con malicia.
– ¿Y la reina te creyó?
– Quiere creerme, pero nunca se convencerá del todo. Es suspicaz por naturaleza e Inés se aprovechó de ese rasgo de su carácter. Pero yo no he sido menos dual y apelé a su deseo de conservar una amistad de la infancia, máxime cuando Owein y yo la socorrimos en sus peores momentos. Es una mujer agradecida y jamás ha olvidado nuestra generosidad.
– Es preciso que te crea a ti y no a Inés.
– Es preciso olvidar el malhadado asunto. Mañana recibirá a Philippa.
– No. Falta un pequeño detalle para que tu mentira sea más aceptable que la verdad de Inés. Confía en mí, prima.
– Me dijeron que la corte se trasladará en breve a Windsor -dijo Rosamund, procurando cambiar de tema-. ¿Lo sabías? ¿Por casualidad te has comprado una casa en Windsor?
– No -rió Tom-. Pero he reservado un piso entero en una de las posadas más elegantes de la ciudad. No pensarás dormir en un almiar, querida niña.
Era un bello atardecer de verano y el gran salón comenzaba a llenarse de cortesanos. Las mujeres a quienes Rosamund había conocido casualmente en la corte durante su última estadía se acercaban y la saludaban como si la reencontrasen por primera vez. Ella se mostró amable, pero irónica. Era obvio que habían levantado oficialmente la censura hacia su persona. Inés de Salinas no se encontraba entre ellas.
De pronto Charles Brandon se aproximó, sonriendo de oreja a oreja.
– Mi querida Rosamund -ronroneó como un gato frente a un pescado-, qué delicioso verte de nuevo en la corte.
Le alzó la mano, se la besó y la tomó del brazo.
– Ven, amorcito, y hablemos de los viejos tiempos -dijo, pero al ver la mirada perpleja de la joven, murmuró en voz baja-: Trate de no parecer tan sorprendida, después de todo he sido su amante.
Rosamund le escudriñó el rostro y su risa resonó lo bastante fuerte como para que la escuchasen las damas que había dejado atrás.
– Por favor, explíquese usted.
– Conviene que los chismosos, tan dispuestos a arruinar la reputación de una dama, no duden de su mentirilla. ¿No es cierto, Rosamund Bolton? -Sus ojos oscuros estudiaron su rostro-. Sí, es usted adorable. Qué pena que insista en recluirse en el norte.
– Sigo sin comprender, milord.
– Hace muchos años, cuando usted abandonó la corte, Walter, el hombre de confianza del rey, me contó lo que había sucedido y me pidió que confirmara su mentira, si me lo preguntaban. Pero nadie me lo preguntó hasta esta noche. Según Walter, nuestra pequeña farsa convencerá a cierta dama.
– Pero ella ni siquiera está aquí.
– Confíe en mi, señora. Se lo están contando en este preciso momento, mientras hablamos. Los lacayos de la dama en cuestión se hallaban cerca de usted ¿verdad?
– Entonces, estoy en deuda con usted, Charles Brandon -replicó Rosamund con voz calma.
– No, soy yo quien está en deuda. Pero ahora creo que la he pagado con creces.
– Ignoro de qué deuda se trata.
– Cuando usted era una niña y vino a la corte bajo la tutela de la Venerable Margarita, los jóvenes organizaron una suerte de tómbola. ¿Lograría seducirla el príncipe Enrique? Algunos apostaron a favor y otros en contra. Aunque el asunto me desagradó desde un principio, me encargué, no obstante, de recolectar las apuestas. Tal vez lo recuerde, milady.
– Lo recuerdo, por cierto. Y coincido en que ahora estamos a mano -Rosamund sonrió-. Recuerdo que sir Owein Meredith insistió en devolver las apuestas a la madre del rey para destinarlas a los pobres. Y Richard Neville se puso furioso.