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– Usted amenazó con contárselo al padre de Richard. ¿Lo hizo?

– No, pero años después me negué a venderle caballos de guerra -respondió con una sonrisa traviesa-. Los caballos criados y adiestrados por Owein eran los más preciados del reino.

Charles Brandon se echó a reír.

– Será una mujer de campo, señora, pero no le falta inteligencia. Creo que ya hemos satisfecho la curiosidad de los chismosos, incitados por la pérfida lengua de la señora de Salinas -le besó la mano una vez más, le deseó las buenas noches y aguardó a que ella fuese la primera en alejarse. Después, regresó con sus amigos.

Tom se acercó al instante.

– ¿Qué pasó, prima?

– Como si no lo supieras, Thomas Bolton. Hablaste con Walter, ¿no es cierto?

– Sé que te agrada librar tus propias batallas. Pero había que terminar con este asunto de una vez por todas por el bien de Philippa Y no dudé en aplastar la cabeza de víbora de Inés de Salinas.

Rosamund se inclinó y besó a su primo en la mejilla.

– Tienes razón y te lo agradezco infinitamente. ¿Por qué no regresamos a casa? Quiero contarle a Philippa que mañana conocerá a la reina.

– Primero dale tus respetos a Su Majestad. De seguro ya sabe que la reina te ha perdonado y ha vuelto a concederte su confianza.

Rosamund suspiró.

– De acuerdo, pero ven conmigo. No puedo enfrentarme a solas con él luego de lo que ha pasado en estas pocas horas.

– Observé a Brandon y estuvo magnífico. Un antiguo amante deseoso de reavivar una vieja amistad. Y tú actuaste a la perfección. Sorprendida cuando te abordó, pero negándote a sus requerimientos de un modo encantador. Una maravillosa farsa, querida.

– He participado en varios espectáculos de la corte y sé cómo representar un papel, Tom -le dijo con una sonrisa maliciosa.

Caminaron del brazo hasta llegar al pie del estrado donde se encontraba el trono del rey. Rosamund le hizo una profunda reverencia y Tom le dedicó un elegante floreo.

Enrique Tudor los observó con sus pequeños ojos azules, aun más pequeños por estar ligeramente entrecerrados. Ella estaba más adorable que nunca, y la idea de un nuevo romance se le pasó por la cabeza, pero la desechó de inmediato, recordando que estuvieron a un paso de ser descubiertos. Sólo el rápido ingenio de Rosamund los había salvado. Sin embargo, Inés de Salinas era demasiado obstinada y orgullosa para admitir su equivocación. Tendría que volver a España lo antes posible junto con su marido, el mercader. No podía permitir que angustiaran a Catalina con rumores.

– Bienvenida a la corte, lady Rosamund -saludó el rey.

– Gracias, Su Majestad -respondió. Luego hizo una reverencia y se retiró del estrado con su primo.

El rey volvió la cabeza para hablar con la reina, mientras la dama de Friarsgate y lord Cambridge desaparecían en la multitud. La reina asintió.

– Por mucho que lamente perder a una vieja amiga, querido esposo, tienes razón. Inés se ha vuelto problemática últimamente. Quizá se deba a la vejez.

– ¿Te ocuparás del asunto, Catalina?

– Sí, Enrique. Ah, Rosamund traerá a su heredera a la corte. La niña tiene diez años y quiere conocernos. La he invitado para mañana. ¿La recibirás tú también?

– Ciertamente, Catalina -replicó Enrique Tudor con una sonrisa.

La noche había caído y la luna, brillante como una moneda de plata, iluminaba el Támesis. Philippa ya estaba dormida cuando su madre y su tío llegaron y Rosamund no quiso despertarla. Si se enteraba de que al día siguiente conocería al Gran Enrique y a Catalina la española, no volvería a conciliar el sueño.

La dama de Friarsgate se preparó para acostarse y, tras despedir a Lucy, se sentó en la banqueta junto a la ventana desde donde se divisaban los jardines y el río. Rememorando la jornada, llegó a la conclusión de que prefería lidiar con una hueste de gamberros fronterizos a vivir en medio de las intrigas palaciegas. La vida en Friarsgate resultaba mucho más simple. Todo era tal como parecía. No como la farsa que acababan de montar para proteger a la reina y cuyas consecuencias recaerían en la pobre Inés, que había sido su amiga en otros tiempos.

Sí, Inés sería castigada, lo que no era justo, pero si ella hubiera admitido su amorío con el rey, habría sufrido un castigo mil veces peor. A Inés de Salinas, cuya lealtad a la reina era indiscutible, la sancionarían por un supuesto exceso de imaginación y por no dar el brazo a torcer. No era un gran delito, pero ni el rey ni la reina estaban dispuestos a soportar ese tipo de molestias. Inés había sobrevivido a su utilidad, por decirlo de alguna manera. De haberse sabido que Rosamund Bolton y Enrique Tudor se habían entregado a sus fogosos instintos, la joven no solo hubiera perdido la amistad y el favor de la reina, sino también los del rey. A Enrique no le agradaba hacer gala de sus amantes. La discreción era la clave para tener éxito con el soberano de Inglaterra. Rosamund no había luchado tanto y tan duro por salvaguardar Friarsgate, pese a las desventajas de su sexo, para luego perderlo y perder la amistad del rey, la que, a fin de cuentas, era más valiosa que la de la reina.

"No -se dijo-, no me gusta la corte ni la persona en que me convierto cuando la visito. Todo cuanto hago lo controlan los demás y detesto que gobiernen mi vida. Regresaremos a Friarsgate lo antes posible, sin esperar a que finalice el verano. Una vez que Philippa conozca a sus majestades, ¿hay alguna razón para quedarse?". Sí, la había: aunque Rosamund hubiera hecho las paces con Catalina de Aragón, aún no había aclarado las cosas con Enrique Tudor. El rey no habría convencido a su esposa de invitarla al palacio simplemente por razones sociales. Era harto probable que lord Howard le hubiese hablado de su estadía en San Lorenzo y de su relación con el conde. Esa noche creyó verlo en el gran salón, pero no estaba segura. De todos modos, él no la había visto.

El río estaba en calma, sumergido en esa quietud que se produce entre la bajamar y la pleamar. No había ningún tráfico que perturbara su superficie, pues ya era muy tarde. El agua se asemejaba a una lámina de plata apenas repujada. Del jardín de Tom ascendía el aroma de las rosas y las madreselvas en la delicada brisa. Era una noche propicia para los amantes. Rosamund cerró los ojos, pensó en Patrick y no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Suspiró, resignada, y se las secó con el dorso de la mano. La última vez que recordaba una noche como esa él había estado con ella. Pero jamás volverían a estar juntos. Lo sabía, pese a que su corazón no lo aceptaba. "Sin embargo, es preciso que lo acepte -pensó-. Cuando regrese a casa, Logan Hepburn querrá cortejarme y esta vez debo decirle que sí o rechazarlo definitivamente. No sé si quiero perder para siempre la amistad de Logan, pero tampoco sé si deseo casarme de nuevo". Se incorporó y se encaminó a la cama, sabiendo que permanecería toda la noche en vela a menos que se calmara.

A la mañana siguiente, Philippa salió del dormitorio y subió al lecho donde dormía su madre. -Buenos días, mamá.

Rosamund abrió los ojos y besó a su hija en la mejilla.

– Hoy vamos a la corte, señorita Philippa -dijo, riéndose ante la expresión de suprema felicidad que había aparecido de pronto en el rostro de su hija.

– ¿Hoy? -Chilló en el colmo de la excitación-. ¿Ayer hablaste con la reina? Oh, mamá, ¿por qué no me despertaste anoche al volver a casa?

– Porque te hubieras desvelado, pequeña.

– ¿Qué vestido me pondré? ¿A qué hora debemos presentarnos en la corte? ¿También veré al rey, mamá?

– Llegaremos antes de la comida principal y podrás almorzar en el gran salón. Te pondrás el vestido que más te guste, aunque pienso que el de seda lavanda realzará el color de tu pelo y de tu piel.

– ¡Iré a la corte, Lucy! Usaré el vestido de seda lavanda y ahora necesito bañarme.

– ¿Y usted, señora? -preguntó amablemente la doncella.