– Llevaré el vestido de brocado violeta. Combinará con el atuendo de mi hija.
– Sí, milady -gorjeó Lucy-. Me encargaré del baño ya mismo. Philippa regresó corriendo a su dormitorio y comenzó a hurgar en el pequeño baúl.
– ¡Las joyas, mamá! ¡No tengo joyas! ¿Cómo voy a presentarme ante sus majestades sin una mísera alhaja?
– No te faltan alhajas, mi ángel. Cuando naciste, la madre del rey te envió un broche de esmeraldas y perlas. Lo traje conmigo. Y también la sarta de perlas que prometí regalarte el día que conocieras al rey Enrique y a la reina Catalina.
– ¡Oh, gracias, mamá!
La niña se bañó, se lavó la cabeza y se la secó al aire libre, cepillando la rojiza cabellera junto a la ventana abierta del dormitorio de su madre. Rosamund utilizó la misma agua y, mientras se bañaba, su primo entró en la antecámara para hablar con ella.
– Philippa necesitará adornos.
– Tiene el broche de la Venerable Margarita y le regalé una sarta de perlas. Pero no le vendrían mal algunos anillos. ¿No tendrías algo adecuado para ella, Tom?
Lord Cambridge asintió.
– Se los daré antes de partir. ¿Qué vestirán? Quiero que mis ropas hagan juego con las de ustedes, querida prima. Es una ocasión de lo más importante y debemos lucir impecables.
– Philippa llevará el vestido de seda lavanda y yo el de brocado violeta. ¿Todavía tienes la chaqueta corta color borgoña con la espalda plisada? Te quedaba de maravillas.
– Veo que has aprendido mis lecciones en lo tocante al buen gusto, prima. Es una sugerencia perfecta. Le diré a mi criado que la tenga lista de inmediato.
Tom le arrojó un beso con la punta de los dedos y la dejó terminar sus abluciones. Rosamund se secó sin la asistencia de Lucy, que estaba ocupada con Philippa. Luego se ajustó la ropa interior, pero necesitó de la ayuda de la doncella para colocarse el vestido, una hermosa creación de brocado de seda violeta bordado en plata, con un volado de terciopelo color lila que asomaba por debajo de la falda. El escote, bajo y cuadrado, también estaba bordado en hilos de plata. Las amplias mangas remataban en puños de terciopelo violeta que dejaban ver unos falsos de hilo plisado. La toca de seda francesa violeta ribeteada en perlas, con un velo de seda lila, le permitía mostrar su hermoso cabello. Los zapatos de punta cuadrada estaban forrados en seda púrpura.
Philippa se presentó con el vestido lavanda, que terminaba en un volado de satén. Las mangas, largas y ajustadas, tenían pequeños puños bordados con perlitas. Llevaba en la cintura un cordón dorado con una larga borla y los zapatos armonizaban con el vestido. El cabello suelto no tenía otro adorno que un lazo color lavanda.
Rosamund puso una sarta de perlas alrededor del cuello de su hija y prendió el broche de perlas y esmeraldas en el medio del corpiño.
– Estás muy elegante, mi niña.
Luego, buscó el alhajero, sacó la cadena con el crucifijo de oro y perlas, una segunda sarta de perlas, varios anillos y se los colocó. Ambas estaban listas y se sentían satisfechas de su apariencia.
– Lucy, ponte una toca limpia. Vendrás con nosotros a la corte.-La doncella se quedó boquiabierta.
– Entonces, debo cambiarme el vestido. ¿Tengo tiempo, milady? Rosamund asintió y Lucy salió corriendo.
– Conviene que una dama siempre esté acompañada por su doncella -le explicó a Philippa-. Estos días no he llevado a Lucy a la corte para que te cuidara. Hoy, sin embargo, vendrá con nosotros.
Lucy volvió con un vestido que Rosamund no tardó en reconocer pues se lo había regalado a Annie varios años atrás. De seda azul oscuro tenía un corpiño ajustado y una sola falda. Un volado de hilo plisado rodeaba el escote cuadrado y a la moda. También llevaba un delantal ribeteado en encaje y una cofia haciendo juego. Su apariencia era la de una doncella de la más rancia aristocracia.
– Annie me lo regaló, milady, por si llegaba a necesitarlo. Una nunca sabe.
Las tres mujeres descendieron la escalera y se encaminaron al vestíbulo, donde Tom las esperaba con impaciencia. Luego de darles el visto bueno, dijo:
– Prima, irás con Philippa y Lucy en mi embarcación, pues es más grande y estarán más cómodas. Yo las seguiré en la tuya. ¡Vamos! Llegaremos tarde si no nos apuramos.
Philippa sintió que el estómago se le revolvía, tanta era su excitación cuando se instalaron en la barcaza y comenzaron el viaje río abajo, hacia el palacio de Westminster. Le había encantado contemplar las embarcaciones navegando en el Támesis desde los jardines de Tom, pero deslizarse en una de ellas le resultaba fascinante. Ni ella ni Lucy sabían dónde poner los ojos, entusiasmadas por todas las cosas nuevas que veían.
Rosamund les indicó algunas vistas interesantes, pero esa mañana la marea estaba alta y llegaron rápidamente a Westminster. Un criado las ayudó a subir al muelle de piedra. Lord Cambridge arribó detrás de ellas.
– Philippa, aquí está lo prometido -dijo abriendo la mano y mostrando varios anillos-. Hay uno de perlas, uno de esmeralda, uno de ágata verde y uno de amatista. Póntelos, preciosa. Las damas elegantes de la corte usan muchos anillos.
Con una sonrisa del más puro deleite, Philippa se los colocó y levantó las manos para admirarlos.
– Gracias, tío Tom -dijo y le dio un sonoro beso en la mejilla- ¿Crees que debería usar dos en cada mano?
– No, tres en la mano derecha y en la izquierda solamente la amatista, para que se luzca. El de perlas debes ponerlo entre las dos piedras verdes -le aconsejó.
Entraron en el palacio y se dirigieron al gran salón donde la corte ya estaría reunida para presenciar el desayuno del rey y la reina después de la primera misa matinal. A medida que avanzaban no faltaron los saludos, las reverencias y las inclinaciones de cabeza por parte de muchos cortesanos. La dama de Friarsgate había recuperado la amistad de la reina y la niña que la acompañaba era su heredera. Los padres con hijos varones no dejaban de apreciar a Philippa. La niña tenía una buena contextura física, sus ojos eran vivaces y, según se rumoreaba, no solo heredaría a su madre sino también a su tío, lord Cambridge. Los Bolton no eran una familia particularmente aristocrática, pero pertenecían a la alta burguesía rural, eran muy ricos y gozaban de los favores de Catalina de Aragón.
– ¿Por qué todos me miran, mamá?
– Primero, porque eres mi heredera, y segundo, porque ya tienes edad suficiente para casarte.
– Sé que me desposaré algún día, mamá. Pero me gustaría que mi esposo y yo nos amáramos como lo hicieron ustedes. Me refiero a mi padre. Lo que sentiste por el conde de Glenkirk fue una dádiva del cielo y no creo que yo experimente algo parecido, pero recuerdo cómo te quería y respetaba papá.
– Sí -recordó. Owein Meredith había sido un buen hombre y la había amado tanto como se lo permitía su naturaleza. -No serás la mujer de cualquiera, Philippa. Quien te despose deberá amarte, respetarte y cuidar de ti, y me ocuparé de que así sea. Tú y tus hermanas tendrán maridos excelentes, lo prometo.
Los cortesanos se arremolinaban a la espera de Sus Majestades. Rosamund y sus acompañantes se abrieron paso entre la multitud hasta llegar al refectorio, donde se detuvieron para aguardar la entrada del rey y la reina. Sonaron las trompetas. La gente se apartó, dejando un espacio por donde avanzaban Enrique Tudor y Catalina de Aragón, seguidos por su comitiva, sonriendo y saludando con la cabeza a quienes se encontraban allí.
La reina se detuvo al ver a Rosamund y a su hija.
– ¿Esta es Philippa, verdad? Bienvenida a nuestra corte, mi pequeña -dijo con una sonrisa.
Philippa hizo una profunda reverencia y respondió, casi sin aliento
– Gracias, Su Alteza.
– Enrique, aquí está la dama de Friarsgate y ha venido a presentarnos a su hija.
El rey besó la mano de Rosamund y la saludó:
– Estamos felices de verla nuevamente, señora.