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– Es verdad. Allí vivió Patrick cuando sirvió a su rey Jacobo IV, y lord MacDuff insistió en que nos alojáramos en su residencia, lo que me pareció lo más lógico. Desde nuestro apartamento se veía toda la ciudad, Enrique, un sitio encantador donde las casas están pintadas con los colores del arco iris. Todos los días nos bañábamos al aire libre, en una enorme tina colocada en la terraza que daba a un mar azul profundo. El clima era siempre cálido y soleado ¡y había flores en pleno febrero! -Los recuerdos iluminaron el rostro de Rosamund.

– Te presentaron al duque.

– Por supuesto. Sebastian di San Lorenzo era un viejo amigo de Patrick. Tanto el duque como todos los miembros de la corte son personas muy flexibles e informales. Lo visitamos varias veces y conocimos a un famoso artista veneciano, a una baronesa alemana, a tu propio embajador, lord Howard, y a varias figuras de renombre.

– Lord Howard dice que el artista, un pariente del dux de Venecia, te pintó sin ropas -le recriminó, escandalizado.

– Es que hay dos retratos -explicó Rosamund, advirtiendo que el rey estaba muy bien informado-. En uno de ellos, el que cuelga en las paredes de mi propiedad, aparezco completamente vestida. El maestro me pintó como la heroína defensora de Friarsgate contra el fondo de un rojo atardecer. Es un cuadro muy colorido y para realzar el tema reemplazó mi casa por un fastuoso castillo. Pero también me pintó como la diosa del amor. Allí aparezco vestida con una túnica griega, con un hombro y un brazo desnudos. El artista juró que guardaría para sí ese cuadro y que, por esa razón, había pintado el otro.

– ¡Ese retrato adorna una de las paredes del gran salón del duque de San Lorenzo, señora! Lord Howard dice que tu cuerpo se transparenta a través de esa túnica griega, ¡y que incluso exhibes uno de tus senos! -exclamó, indignadísimo.

– ¡¿Qué?! -La cara de asombro de Rosamund convenció al rey de que el relato era verdadero, al menos para ella. -El duque es un hombre licencioso en lo que concierne a las mujeres y le habría encantado seducirme si yo le hubiese la oportunidad. Y el pintor es igual, Enrique. Los meridionales son muy distintos de nosotros. Tuve que usar todo mi ingenio para evitar un desastre -concluyó y luego agregó-: Mi primo me dijo que lord Howard está de vuelta en Inglaterra. En mi opinión, no es un buen embajador, es demasiado cáustico y grosero. No sabes cómo irritaba al duque.

– Cuando regresaste, al final de la primavera, fuiste a ver a mi hermana, ¿no es cierto? -inquirió, ignorando el comentario acerca de lord Howard. Rosamund no tenía por qué enterarse de que el duque Sebastian lo había echado de San Lorenzo por las mismas cualidades que ella había mencionado. La situación había sido bochornosa, pues el duque le había escrito al rey que no quería más embajadores ingleses en su comarca.

– Sí, le había prometido a Meg que regresaría para conocer al niño -respondió y pensó: "Que siga interrogándome, yo me limitaré a responder estrictamente lo que me pregunte".

– ¿El niño es tan fuerte y saludable como dicen?

– Así es, tiene fuerza en los músculos, en el corazón y en la mente Tu sobrino es un niño hermoso, tal como afirman los escoceses.

– ¿Y después de visitar a mi hermana volviste a tu casa sola?

– Regresé con lord Leslie. Decidimos casarnos, pese a que los dos teníamos que ocuparnos de nuestras respectivas tierras.

– Pero al final el conde se fue de Friarsgate.

– Partió en otoño a Glenkirk para comunicarle sus intenciones a su hijo y heredero, Adam Leslie. Quería la aprobación del joven, pues había enviudado tras su nacimiento.

– Si lord Leslie era un buen amante, cosa que doy por sentada, señora, entonces dudo de que a ese muchacho le agradara la idea de tener que compartir la herencia con el futuro hijo de su padre.

– Patrick quedó estéril a causa de una enfermedad, de modo que ese peligro estaba descartado.

– Debía de ser un amante apasionado, Rosamund, pues no he conocido a ningún hombre capaz de saciar tu deseo.

Ella se ruborizó antes de proseguir la historia.

– Acordamos reunimos en Edimburgo en la primavera. Apenas llegué, me enteré de que había sufrido un ataque cerebral. Lo cuidé hasta que estuvo en condiciones de viajar, pero una parte de su memoria se borró por completo. Había olvidado los dos últimos años de su vida. No me reconocía y, en esa situación, lo más lógico era cancelar la boda. -Las lágrimas brillaron en sus ojos. -De todas maneras, su hijo me mantiene informada sobre su estado de salud.

– ¿Sigues en contacto con mi hermana?

– Me mandó un mensaje anunciando la contienda. No debiste impulsar al rey Jacobo a la guerra.

– ¿Yo? -gritó Enrique Tudor, horrorizado ante la acusación.

– Jacobo Estuardo era un buen rey y un buen marido para tu hermana, que lo amaba profundamente. Lo obligaste porque estabas celoso de él, Enrique.

– ¿Acaso quieres visitar la Torre? -preguntó el soberano con frialdad.

– Te digo las cosas que nadie se atreve a decir, pero debes escucharlas. Jacobo marchó hacia Inglaterra con el propósito de alejarte de Francia, y tú, en cambio, lo enviaste a Surrey para forzarlo a combatir. Y por un accidente del destino, venciste a los escoceses.

– ¿Qué accidente? -Era la primera vez que oía algo así. Lo único que había escuchado eran gritos y clamores de victoria.

– La falange de los escoceses se desbandó en una colina barrosa y resbaladiza.

– Era la voluntad de Dios que triunfáramos sobre los escoceses -dijo el monarca santiguándose-. ¡Dios está de mi lado, Rosamund! Y siempre lo estará.

– Si lo dice Su Majestad -replicó inclinando la cabeza.

– ¿Ahora qué haré contigo, señora?

– Vine a la corte por dos motivos, Enrique. Porque me convocaron y porque quería presentar a mi heredera ante Sus Majestades. Ahora solo resta volver a casa.

– No, no todavía. No estoy tan seguro de que no hayas cometido una traición.

– ¡Por Dios, te he dicho toda la verdad, y lo sabes! ¿Cuándo te he engañado, Enrique? Es cierto, engañé a tu esposa, y lo hice con el solo fin de protegerla, pero a ti nunca te mentí.

– Creo que deberías acompañarnos a Windsor -dijo el rey con una sonrisa.

– ¡No! -Rosamund estaba enfurecida.

– Tenemos que concluir ciertos asuntos pendientes entre nosotros, señora.

– ¡No hay nada entre nosotros! -gritó con el rostro enrojecido.

Extendiendo los brazos, el rey la atrajo hacia sí y la sentó sobre sus rodillas. Acarició el rostro con su enorme mano y le estampó un beso apasionado, que no fue correspondido.

Rosamund saltó y escapó de las garras del rey.

– ¿Estás loco? Acabo de convencer a la reina de que no fui tu amante sino la de Charles Brandon y no se te ocurre mejor idea que tratar de seducirme. Después de lo que pasó con lady Fitz-Walter y lady Hastings, debemos considerarnos muy afortunados de que no descubrieran nuestro breve amorío. Si Inés de Salinas no nos hubiera visto despedirnos esa noche, yo no habría necesitado urdir toda esa sarta de mentiras Lo hice para proteger a la reina, que es mi amiga. ¡No me hagas esto, Enrique! ¡No lo permitiré!

– ¡Soy tu rey y debes obedecerme, señora! -rugió el soberano.

– Y yo soy la súbdita más leal de Su Majestad -dijo haciendo una reverencia-, pero no volveré a ser tu amante. Enciérrame en el calabozo, si quieres, pero no perderé lo que me queda de virtud y dignidad. ¿Cómo te atreves siquiera a pedírmelo, Enrique, cuando hice lo imposible por salvar tu reputación ante Catalina?

Vio la mirada ladina de Enrique y se dio cuenta de que iba a culparla a ella de su reacción apasionada y alegar que él no había hecho nada de malo.

– Señora… -comenzó a decir el rey, pero Rosamund lo detuvo para facilitarle las cosas.