¿Y qué pasó?
Tu madre aborrecía el mundo del espectáculo. El horario, la inseguridad. Había sido la mejor artista de la escuela de Bellas Artes, pero no obtuvo el Prix de Roma porque nunca se lo daban a las chicas. Además, había una intensa competencia con tu abuelo. Y aborrecía el sindicato de músicos, que entonces se dedicaba a estafar y exigía comisiones. Encima, cuando nació tu hermana Nana fuimos a vivir con Papá y Mamá para que nos ayudaran con tu hermana.
Pero ¿no echaste de menos el mundo del espectáculo?
La hubiera echado más de menos a ella. Estábamos enamorados de verdad. No podría haber hecho nada de esto sin ella. Y tu madre había tenido una vida dura. No conoció a su padre hasta los ocho años, ya sabes, porque él dejó a su familia en Inglaterra cuando ella tenía dos años y su hermana Kitty algo menos de tres. Huía para que no le alistaran en el ejército inglés. Los judíos siempre huían del alistamiento. ¿Por qué morir por un zar antisemita?
¿Estuviste enamorado antes?
Bueno, hubo una chica en el instituto, pero nada serio. Tenía diecinueve años cuando conocí a tu madre. El matrimonio era serio, un compromiso. Uno nunca se divorciaba. No creímos que fuéramos a tener tsuris. Los tuvimos. Pero el divorcio estaba descartado.
¿ Qué pensaban tus padres de ella? Mamá fue a Utopía para ver cómo era. «Ten cuidado…, esa chica te está utilizando», dijo. [Se ríe.]
¿Y qué pensaban los padres de ella de ti? Pensaban que no era bastante para ella, pero seguían dejándonos solos en el apartamento.
¿No te molestó dejar el mundo del espectáculo precisamente cuando estabas a punto de conseguir situarte?
Compuse algunas canciones que se editaron, pero sabía que no era Cole Porter ni Lorenz Hart. Ni Irving Berlin. Ni Gershwin. Ésos eran mis dioses. Fíjate, habría vendido el alma por componer «Mountain Greenery» o «Isn't it Romantic?», pero todo lo que salía era «La cajita de música».
¿Cómo te tranquilizabas para ir a las pruebas, o para ser vendedor?
Siempre ocultaba el miedo cuando trataba de vender algo. Imaginaba que sentiría miedo, pero sabía que nunca me dominaría. Todo el mundo siente miedo. En Jubilee, las estrellas más importantes daban tragos a botellas de petaca de plata antes de que se alzase el telón. Eran unos cagados. El miedo era algo previsible. Uno nunca esperaba no sentir miedo. Pero de todos modos seguía. Cuando dejé el mundo del espectáculo y me hice viajante, no imaginaba que me iría bien. Y cuando empecé con este negocio y proyecté cómo ganar dinero, no esperaba conseguirlo.
Entonces ¿de qué estás más orgulloso en la vida? Te proporcioné lo que mis padres nunca me pudieron proporcionar: estudios.
Pero ¿de qué estás más orgulloso de ti mismo?
De eso. Uno no puede imponerse a unas hijas enérgicas que tienen sus propias opiniones y no puede decirles con quién se tienen que casar, pero sí puede conseguir que estudien. Por lo menos eso. Si quisieras ir a la facultad de Medicina ahora, todavía te mandaría.
Gracias, papá. Pero recuerdo un feto de cerdo de Barnard. Yo era una auténtica amenaza con el bisturí, y el formaldehído casi me deja fuera de combate.
A lo mejor ahora piensas cosas distintas.
Todavía te gustaría que fuera médico, ¿verdad?
Verás, eres una escritora estupenda, pero necesitas un relaciones públicas. Todo depende del relaciones públicas. Fíjate en Madonna. No tiene talento, pero tiene un relaciones públicas increíble. ¿Por qué no llamas a ese tal della Femina? Te aconsejaría.
Es un publicitario, papá, no un relaciones públicas. Es un viejo amigo mío, pero lo suyo no son las relaciones públicas.
Las relaciones públicas hoy son cosa de todo el mundo. Y tienes que contar con alguien que se ocupe de ti. ¿Qué pasa con los derechos cinematográficos? ¿Por qué no hicieron nunca aquella película? Los libros están bien, pero ¿quién lee hoy día? Uno necesita algo más que libros para triunfar.
No creo me guste demasiado el mundo del espectáculo. Cada vez que alguien quiere hacer una película o una obra de teatro con una obra mía, pierdo años de mi vida y me enredo en líos legales. No consigo establecer comunicación con los de Hollywood. No hablan mi idioma. O a lo mejor la que no habla el suyo soy yo. Nunca entienden por qué me aferró a los pequeños detalles de mis libros -les gustan el argumento y los personajes-, y yo no entiendo cómo ganan tanto dinero hablando por teléfono. No casamos unos con otros.
Absurdo, tienes un relaciones públicas equivocado.
De modo que hicimos el mismo viaje que hacemos siempre: de él hacia mí. Dado que soy la parte suya que se supone que debe ir a conquistar el mundo del espectáculo, es crítico conmigo, como sería crítico consigo mismo o con la cruz de sus sueños y por eso me empuja y me pincha, sin pensar que yo considero que es una crítica. Una vez, cuando uno de mis libros parecía no ir como él esperaba, le grité por teléfono:
– ¡Tienes que quererme tanto si aparezco en la lista de libros más vendidos como si no!
Creo que el mensaje funcionó. Hasta entonces, mi padre nunca había entendido que cuando trataba de empujarme, yo me sentía criticada. Pero los padres no lo pueden evitar. Ven con claridad lo que pueden ser sus hijos, y por eso insisten. Probablemente yo haga lo mismo con mí hija: empujarla, pincharla, parecer que estoy descontenta con ella, cuando lo cierto es que ella es todo lo que yo quise ser y es más lanzada en lo que yo soy tímida, llena de mis sueños y ambiciones, pero con su propia personalidad. En resumen, es mi flecha lanzada a la eternidad; pero ella no lo puede ver de ese modo.
Papá, todas las veces que te pregunto por cosas tuyas, terminas hablando de mí.
¿De verdad? Bueno, siempre creí que harías lo que no hice yo, y en cierto modo lo has hecho; todo excepto lo del relaciones públicas.
¿Cómo le puedo explicar que las vicisitudes de mi carrera no se pueden evitar con un simple relaciones públicas? He transgredido reglas que le resultan invisibles porque es hombre: escribir abiertamente sobre el sexo, apropiarme de aventuras picarescas masculinas, burlarme de los santones de nuestra sociedad. He vivido como elegí: me casé, me divorcié, me volví a casar, me divorcié, me volví a casar y me divorcié otra vez; y algo todavía peor: ¡me atreví a escribir sobre mis ex maridos! Es el más nefando de mis pecados; no haber hecho esas cosas, sino haberlas confesado en un libro. Por eso consideran que me he pasado de la raya. ¡Ningún relaciones públicas podría arreglarlo! No es ni más ni menos que el destino de las mujeres rebeldes. Antes nos lapidaban en la plaza del mercado. En cierto sentido, todavía lo hacen.
¡Y todavía me mandaría a la facultad de Medicina! ¿Debo considerarlo un insulto o un cumplido? ¿Y debería aceptárselo? Podría encantarme ser médico durante la segunda mitad de mi vida. Escribir no es un modo fácil de ganarse la vida,
Y ya es tarde, casi las tres y media, y tenemos que despedirnos. Mi padre paga la cuenta y volvemos andando a la sala de exposiciones. Me subo a un taxi y me dirijo a la parte alta de la ciudad, con mis papeles llenos de notas indescifrables y un magnetófono que, me doy cuenta, no ha grabado ni palabra.
Muy bien. Reconstruiré la conversación como, por otro lado, siempre hago; escribiré literatura. En cualquier caso, todo es inventado. Especialmente las partes que suenan a auténticas.
Al pensar en este diálogo, temo que pueda haber hecho que mi padre suene demasiado a La loca historia de la galaxia, de Mel Brooks. Pero emerge otra cosa, algo que parece que se me había escapado cuando era más joven. Mis padres, los dos, renunciaron a sus ambiciones artísticas -él a la música, ella a la pintura- para crear una familia y un negocio juntos. Y el negocio agotó el talento de los dos: el sentido para el diseño, el dibujo, el modelado de ella; y el instinto para adivinar las nuevas tendencias y las cualidades de vendedor de él. Las muñecas se convirtieron en su producto compartido, lo mismo que sus hijas. Fue una operación de madre y padre. Al final de todo todavía se tienen el uno al otro; y nueve nietos y mucho dinero. Para niños que se iniciaron a la vida durante la Gran Depresión, con padres que hablaban yídish y ruso, eso fue casi un milagro. Más que eso, era su ideal del matrimonio: una camaradería, un compromiso y, claro, una empresa comunista: a cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Al final ninguno de ellos se consideró estafado. (Lo del medio es otra historia.) Cada uno adquirió valor a partir del éxito del otro. No hay muchos de mi generación que tengan matrimonios así. Yo nunca creí que lo tendría. Y conseguirlo fue la batalla más dura de toda mi vida. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Antes tengo que hablar de mi madre.