Al mandarte un mechón de mi pelo
Hay una casa blanca de madera cerca de HampsteadHeath y en su jardín todavía canta el ruiseñor. Aunque haya muerto Keats, el pájaro que canta la muerte regresa con melodías, volando con alas tranquilas.
Un mechón de pelo que el amor de la poeta recibió permanece en la habitación donde primero se cortó; una reliquia, su historia semicreída, sus mechones ya descoloridos y su cinta arrugada.
En suelos brillantes, por cuadrados del sol del verano notó acercarse sus pasos, como si el elfo
– elfo engañoso, la llamó- no hubiera hecho una travesura consigo misma para divertirse.
Le vi agarrar aquel mechón de pelo y, aunque no me lo ofreció, me sentí privilegiada, allí quieta, y consideré su gesto mi herencia.
El poema me dice cómo era yo a los diecisiete años; una chica enamorada de los gestos poéticos que trataba de relacionar su vida con la vida de los poetas románticos ingleses blancos muertos, y que todavía no había empezado a enfrentarse a las cuestiones que plantea Virginia Woolf en Un cuarto propio:
Es inútil recurrir a los grandes escritores hombres en busca de ayuda, por mucho que una pueda recurir a ellos en busca de placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey -quienquiera que sea- todavía no han ayudado nunca a una mujer, aunque ésta pueda haber aprendido unos cuantos trucos de ellos y los haya adaptado para su propio uso. El peso, el andar, el discurrir de la mente del hombre son demasiado desemejantes a los suyos para que ella pueda obtener algo substancial de ellos que le sirva. El mono de imitación está demasiado distante para que se pueda copiar. Puede que lo primero que debería descubrir la mujer, al disponerse a llevar la pluma al papel, sea que no hay una frase corriente lista para que la emplee.
En la universidad, yo no encontré que esto fuera así. Puede que estuviera demasiado retrasada en mi búsqueda de la identidad. Imitaba a Shakespeare, Keats y Byron, escribí una novela corta en el estilo de Fielding (mi preparación para la escritura de Fanny Hackabout-Jones), y sentí un agradecimiento extraordinario por ser educada en un claustro donde, durante cuatro benditos años, me podía dedicar a las exploraciones verbales. El asunto del feminismo no se trataba en los años que van de 1959 a 1963. Virginia Woolf, Emma Goldman, Gertrude Stein, Simone de Beauvoir, Colette, Muriel Rukeyser, Edna St Vincent Millay, Dorothy Parker, HD, Antonia White, Jean Rhys, Doris Lessing, Rebecca West, no se enseñaban en Barnard en mi época; ¿cómo íbamos a poder enterarnos de que había una tradición femenina? ¿Cómo se iba a enterar una de que no había nacido de la espuma de las olas? Virginia Woolf acierta:
En efecto, dado que la libertad y la plenitud de expresión son la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e insuficiencia de herramientas, deben haber influido enormemente sobre la escritura de las mujeres. Y además, un libro no se hace con frases colocadas una al lado de otra, sino con frases construidas, si la imagen sirve, en forma de arcadas y cúpulas. Y esa forma también la deben conseguirlos hombres a partir de sus propias necesidades y para su propio uso. No hay motivo para pensar que la forma épica o la lírica le convienen más a una mujer de lo que le conviene la forma de la frase. Pero todas las formas más antiguas de la literatura estaban endurecidas y rígidas en el momento en que se convirtió en escritora. Sólo la novela era lo bastante joven para ser dúctil en sus manos; otro motivo, quizá, de que escribiera novelas.
La falta de una tradición de mujer (o, de hecho, la ignorancia deliberada de una tradición que, a pesar de todo, existía) no se trataba en Barnard cuando yo estaba tan felizmente inmersa en el aprendizaje de la tradición masculina, sacando sobresalientes y ganando premios de poesía, considerándome afortunada por ser la preferida de los profesores varones. La falta de interés por el feminismo parece inocencia, al volver la vista atrás. Entonces no me sentía estafada. Más bien sentía que allí había todo un mundo de riquezas que saquear, y que yo era una elegida por habérseme dado esa oportunidad. Mi profesor de poesía era joven, guapo, coqueteaba demasiado para permanecer mucho tiempo en aquel mundo de solteronas de Barnard (en especial, después de que se casó con una de sus alumnas), y sin duda era un cerdo sexista. Pero me cambió la vida, encaminándome hacia las palabras para siempre. Coqueteaba locamente conmigo, pero no folló conmigo. Las tiernas fantasías que me provocaba seguramente alimentaron mis versos. (En estos tiempos se habla mucho de suprimir la sexualidad de la academia, pero el fuego del aprendizaje inevitablemente tiene algo de sexual. Esto no significa que se debería utilizar como un elemento de fuerza contra las chicas adolescentes, o que se debería expresar literariamente. Pero la sexualidad debe estar ahí como un fuego mítico, por mucho que no tenga su realización carnal. ¿O es una llama demasiado sutil para que la cuiden los hombres mortales? ¿No podemos contener nuestra sexualidad sino sublimándola en poemas?)
Otro profesor al que yo adoraba era Jim Clifford, el johnsoniano, compilador de la documentación de Boswell, que tenía el don -raro en la academia- de enseñar literatura como si fuera parte de la vida. Un tipo del Medio Oeste, alto, que empezó de cantante de ópera, tenía un instinto feminista que nos incitaba a leer a Fanny Burney, Mary Astell y Lady Mary Wortley Montagu, y a pensar en lo dura que era la situación de las mujeres en el siglo XVIII: su falta de independencia financiera, el que no votaran, el que no hubiera control de natalidad. Era creencia suya que no se podía entender a las personas, ni cómo pensaban, a menos que se entendieran las instalaciones de fontanería que tenían (o la falta de ellas) y los medicamentos que usaban. Seguramente esto sea cierto para las mujeres por encima de todo. ¿Cómo podemos apreciar su arte si no entendemos qué ropa interior llevaban -ballenas de los corsés, miriñaques-, sus métodos de control de la natalidad o su ausencia, cómo se protegían durante la menstruación, cómo se lavaban y cómo eran sus retretes? La mujer extraordinaria depende de la mujer corriente, escribió Virginia Woolf. Al insistir en lo físico de la vida en Londres durante el siglo XVIII, Jim Clifford nos hacía pensar en la situación de la mujer en aquella época. Fue una gran suerte.
Inspirada por las enseñanzas de Jim Clifford, escribí una epopeya burlesca al estilo de Alexander Pope y luego una novela breve al estilo de Henry Fielding. Aprendí más sobre el siglo XVIII habitando sus retóricos pareados y sus frases latinizantes de lo que nunca aprendí de los libros sobre libros sobre libros que más tarde me exigieron que leyera en los cursos de doctorado. Pues el tono de cada época persiste en sus cadencias verbales. Al habitar su estilo, se habita la época, casi como si una se estuviera probando las enaguas y miriñaques del siglo XVIII.
Maristella de Panizza Lorch -una italiana menuda, madre de tres hijos, que tuvo a la última chica, Donatella (ahora periodista del New York Times), mientras yo era alumna suya de italiano- fue la tercera de este trío de profesores de Barnard, y sin duda la más importante. Helenista y latinista y especialista en literatura italiana del Renacimiento, Maristella se convertiría en modelo mío de toda la vida, y amiga. Me cambió la vida sólo con ser ella misma: erudita apasionada que simultáneamente era una madre apasionada.
En aquellos tiempos la mayoría de las mujeres que eran profesoras en Barnard seguían otra tradición de la excelencia femenina. No estaban casadas (en cualquier caso, a nuestros ojos) y tenían voces graves y el pelo muy corto. Claro que había sexualidad en sus vidas, pero sus alumnas eran las últimas en saberlo. Llevaban ropa hombruna -como Miss Birch o Miss Wathen- o bien togas griegas y sandalias bajas de piel. Me parecían tan lejanas como la luna.
Pero Maristella era alguien en quien yo me podría convertir. Recitando a Dante y atendiendo a Donatella, su misma existencia en Barnard suponía aires de libertad.
Volviendo la vista atrás, parece patético que yo estuviera tan agradecida por tener una profesora como Maristella. ¡Debería haber habido docenas! Pero lo cierto es que las eruditas que fueran además madres eran muy pocas. Me gusta mucho saber que mi hija irá a la universidad en una época en que hay muchas. Tantas que casi es irrelevante.
La adolescencia es una época turbulenta. Súbitamente vulnerables, súbitamente sexuales, volvemos la vista al mundo para que nos diga qué demonios hacer con nuestros cuerpos y mentes, y el mundo parece decir: tienes que elegirlo tú.
La pasión actual por la corrección política no ha hecho que sea mejor. Lejos de contar con más opciones, las mujeres todavía reciben dictados de ortodoxia. Determinadas mujeres escritoras son kosher -Gertrude Stein, Virginia Woolf, Adrienne Rich, Toni Morrison- y otras no lo son. Como si se tratara de arreglar siglos de desatención, algunas escritoras de color y escritoras lesbianas están siendo alabadas tanto si son buenas como si no. Esto difícilmente crea diversidad y orgullo en la herencia femenina. A largo plazo, nadie se sentirá inspirado si se celebra a una mala escritora debido a su orientación sexual y al color de su piel. Pero en la universidad ya no se aplica lo de buena y mala. «Grande» es una palabra prohibida. Al discutir obras literarias sólo son aceptables los relativismos sociales y políticos. Nuestro equivocado populismo norteamericano por fin ha tenido la temeridad de socavar la «gran literatura» afirmando que el propio término es un concepto intolerante. Espero que eso cambie. El feminismo no puede ser una excusa para la ignorancia. La limpieza étnica del curriculum para librarse de los «varones blancos muertos» es un movimiento puramente dispersador que no ha lugar en la lucha contra el sexismo y el racismo. El objetivo válido de crear un curriculum más variado fracasará si se termina privando a las mujeres, a las personas de color y a los pobres, de los goces de lo que se solía llamar «una educación clásica». Sí, en Barnard estábamos «oprimidas», pero por lo menos nos enseñaron la tradición de modo que la pudiéramos parodiar. Y participar de ella. Eso tiene que ser mejor que abandonarla por completo.