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En Barnard me volví a inventar a mí misma y me convertí en el estereotipo de la estudiante a la última moda, puede que como rebeldía contra la imagen desastrada de la época del instituto o puede que como rebeldía contra mi época de leotardos negros de la Music amp; Art. Llevaba tacones de diez centímetros que resonaban en los caminos de ladrillo de Columbia (y donde muchas veces se quedaban sin tapa), faldas rectas y estrechas, conjuntos de cachemir con perlas. Cambiaba de esmalte de uñas diariamente. Nunca salía sin estar perfectamente maquillada (ni sin un par de medias nuevas y un frasco de Chanel N.°5 en el bolso).

¿Se suponía que las chicas de Barnard eran empollonas y se arreglaban poco? Yo les enseñaría. Sería una empollona en secreto que parecía la portada de la revista Seventeen.

Conocí a mi novio el primer mes, planeando deliberadamente perder la virginidad tres meses más tarde, y me libré encantada de ella. Michael y yo «nos fuimos fieles» durante cuatro años. Lo encontré adecuado. La monogamia me mantenía pura para el trabajo, la monogamia con alguien que me pasara a máquina los poemas.

Michael era bajo, tenía unos resplandecientes ojos pardos, pelo castaño muy corto, y un gran talento para las palabras. Toda mi vida me han atraído las mismas cualidades en los hombres: decisión, que me hicieran caso, brillantez verbal y virtuosismo musical. También que les gustaran los libros. Michael recitaba a Shakespeare de memoria, y sabía más de literatura clásica, historia medieval y poesía moderna que ninguno de los chicos que había conocido. Era divertido, era listo, estaba lleno de una energía sin domar. Tenía el toque de poeta que siempre he encontrado irresistible.

«Un gran ingenio está cerca de aliarse con la locura / Y tabiques finos hacen que sus fronteras se establezcan» -escribió Dryden. Es la historia de mi vida, o por lo menos de mi vida amorosa.

¿Cómo podía saber yo que un año después de que nos casáramos Michael estaría hospitalizado en Mount Sinai debido a un episodio esquizofrénico y sedado con millares de miligramos de Torazina?

Ya he contado la historia del ataque de locura de Michael -o una versión novelística de él- en Miedo a volar, de modo que, como la mayoría de los escritores, ya no puedo recordar lo que pasó de verdad. Mis recuerdos se han desvanecido dentro de la narración. Sólo recuerdo fragmentos: su desaparición (estaba remando en el lago de Central Park), su reaparición (trató de saltar conmigo por la ventana para demostrar que podíamos volar), su hospitalización (me llamaba Judas y citaba a Dante en italiano para demostrarlo).

Michael había dejado la facultad de derecho y había estado trabajando con un investigador de mercado loco que estaba haciendo un modelo informático de los hábitos de compra de Norteamérica y vendiendo los resultados a las agencias de publicidad. El jefe de Michael se hizo rico pero Michael se volvió loco. ¿Y quién no se habría vuelto loco si noche tras noche tuviera que mirar cómo esos enormes ordenadores de los años sesenta vomitaban datos sobre Tide, Clorox y Ivory Snow y cómo el consumo de detergentes se relacionaba con el grado de estudios y lo que se veía la tele? Michael se despreciaba por el trabajo que hacía. Pero le atrapó un ansia de lucro que superaba sus sueños más enloquecidos. Una pena, pero se vino abajo antes de que llegara el oro a espuertas.

Me convertí en una visitante diaria del ala de psicóticos del Mount Sinai durante el largo y ardiente verano de 1964, cuando Harlem ardía. La ciudad se balanceaba al borde del apocalipsis y así estábamos nosotros. Aturdido, enrabietado, Michael me reñía y trataba de que le ayudase a escapar. Yo me encontraba dividida entre mi lealtad hacia él y mis deseos de seguir estudiando, escribiendo, viviendo.

Sus padres -su madre era una morena menuda con una separación entre los dientes delanteros, tendencia a llevar sandalias de tacón abiertas sin talón, que fumaba tres paquetes al día, y su padre un hombre alto, calvo, perplejo, pero discutidor- llegaron de California y decidieron inmediatamente que la que había vuelto loco a su hijo era yo. Que todo era culpa mía. A fin de cuentas, yo era su mujer. La madre de Michael, una princesa judía de West Hartford, Connecticut, se había casado por debajo de su categoría (como todas las princesas judías) y terminado como la esposa de un oficial de la Armada en San Francisco. Echó la culpa de todos los fracasos de nuestro matrimonio a la aparente riqueza de mis padres. Los padres de Michael se habían esforzado por añadir un porche a la casa y llevar pizza a la mesa. Mis padres los encontraban decididamente déclassés. Los padres de Michael, a su vez, encontraban a mis padres decididamente esnobs. (Y los cuatro estaban en lo cierto, claro.) Ellos cuatro sólo se pusieron de acuerdo en la necesidad de poner fin a nuestro matrimonio.

Lo consiguieron. Cuando la póliza del seguro de enfermedad de Michal caducó, sus padres y mis padres hicieron un trato: volvería a California. Me consideraban su enfermera. Mi padre y yo fuimos en avión a San Francisco con Michael y con un psiquiatra a cuestas. A Michael lo sedaron a fondo con objeto de que le permitieran subir al avión.

¡Un vuelo tremendo! ¡La ciega guiando al drogado! Más tarde, viviendo en Alemania con Allan, traté de describir aquella época en un poema: los estremecedores detalles de estar enamorada de una persona que de repente abandona las convenciones que constituyen lo que el mundo llama «cordura» quedan evocados en «Vuelo a tu casa». La brillantez de Michael se había pasado de rosca y se convirtió en locura. El mundo por el que andábamos estaba pintado por un surrealista. Creíamos que podíamos hundirnos en los charcos de lluvia y hablar con las manzanas. Al principio, yo más bien me sentía atraída por todo eso que repelida. Resultó que también había más que una pizca de locura dentro de mi.

Vuelo a tu casa
1
«Muerdo una manzana y luego me aburro antes del segundo mordisco», dijiste. También eras Sansón. Yo te había cortado el pelo y encerrado bajo llave. Además tu habitación tenía un micrófono oculto. Un interno anterior dejó su musa con las alas desplegadas en el ventanal. Con el resplandor del último sol del día veíamos sus pechos enormes y bizcos aparecer salpicados de diamantes ante los basureros de Harlem. Te tragabas las pastillas y maldecías a los internos. Me llamabas Judas. Olvidaste que yo era una chica.
2

Tus manos no eran pájaros. Llamarlas

pájaros habría sido demasiado fácil.

Trazaban círculos en torno a tus ideas

y tus ideas eran a veces parábolas.

Aquel domingo de repente despertaste

y te encontraste detrás del espejo,

con las manos agarradas a la mesa del desayuno

a la espera de una señal.

Yo no tenía nada que decirles.

Hablaban con los huevos.

3
Paseamos. El paraguas automático se te abrió quedándote encima de la cabeza como un halo negro. Pensamos en hundirnos en los charcos de lluvia como si fueran desagües. Dijiste que los edificios reflejados llevaban al infierno. Los árboles bailaban para nosotros las personas se hacían a un lado y desaparecían dentro de sus voces. Las ciudades de nuestras gafas nos llevaban dentro. Te mantenías en equilibrio, oyendo caer las monedas, ¡pero la aguja todavía estaba quieta!. Aquello demostraba que eras Dios.