Un día de 1966 un amigo de mi hermana me mandó desde Nueva York un libro de poemas que se titulaba Ariel. La autora, una mujer que se llamaba Sylvia Plath, ya había muerto, pero los poemas seguían tremendamente vivos. ¡Y qué poemas tan asombrosos eran! Se atrevían a reclamar la vida cotidiana de una mujer como argumento. Se atrevían a abrirse a una rabia que había estado prohibida a mi generación de mujeres. Se atrevían a escribir sobre los sonidos de la cocina, el mal olor de los excrementos de un bebé, la excitación de darse un corte en el pulgar, el sagrado cordero en su jugo de los domingos.
La creadora de estos poemas tan tremendos había muerto cuando yo estudiaba el penúltimo curso en Barnard. El invierno de su muerte, había aparecido una página con poemas suyos en el New Yorker. Yo los leí pero no estaba preparada para apreciarlos. Todavía imitaba a Keats, Pope y Fielding, todavía imitaba a los poetas varones de mi educación de Barnard y Columbia, así que no me di cuenta de lo mucho que necesitaba aquellos poemas.
Cuando el poeta está preparado, aparece la musa.
En Alemania, yo estaba preparada. Los poemas de Plath me desgarraron. Goteaba sangre en sus páginas.
De repente me di cuenta de que podía abandonar mis neutros poemas sobre las fuentes italianas y las tumbas de los poetas ingleses y escribir sobre la vida que se me llevaba los días -la vida de una «esposa al cargo», como señalaba el ejército)-, la vida del mercado, la (cocina, la cama de matrimonio. Podía escribir poemas sobre manzanas y cebollas, poemas en los que los objetos cotidianos de mi vida se convirtieran en puertas hacia mi vida interior de mujer.
Sylvia Plath me llevó a Anne Sexton. To Bedland and Part Way Back se había publicado en 1960, All My Pretty Ones en 1962, y Live or Die precisamente en 1966. Poemas como «Menstruación a los cuarenta años» y «De su clase» de pronto conferían validez a mi lucha por encontrar a la bruja de mi interior, la cantante que sangraba, la cronista de la «roja enfermedad» del amor.
¿Qué originó la agitación que de pronto permitió que se oyera a poetas como Sexton o Plath? ¿Fue el movimiento de los Derechos Civiles, que marcó nuestros años de universidad y nos enseñó lo injusta que era nuestra sociedad? ¿Fue el asesinato de Kennedy, que nos marcó cuando teníamos veintipocos años y nos enseñó a no creer nunca en lo que leíamos en los periódicos? ¿Fue la Guerra de Vietnam, que nos marcó cuando teníamos veinticinco años y nos enseñó a no creer nunca a nuestros líderes? La autoridad era masculina y era profundamente falible.
Betty Friedan publicó La mística de la feminidad el año de mi licenciatura en Barnard. Oí a mi hermana mayor discutir de él con mi madre. Mi hermana estaba excitada; mi madre menos, pues había visto el movimiento feminista de su juventud erradicado como si nunca hubiera existido. Aunque yo todavía estaba atascada en el siglo XVIII pretendiendo que Alexander Pope era una mujer poeta, el feminismo volvía a estar en el aire e inevitablemente lo respiré. Era algo que daba permiso para escribir a partir de la conciencia de una mujer.
Toda mi formación en Columbia había sido una renuncia a semejantes inquietudes y quizá por eso encontré la Universidad de Columbia cada vez más intolerable. Quería escribir mis propios libros, no los libros sobre libros sobre libros sobre libros que estudiaba en mi doctorado. De modo que me casé con Allan como si lo hiciera con un pasaje a Europa y para huir de mis profesores sexistas de Columbia y del Manhattan de mis padres. Necesitaba estar lejos, lo sabía, para intentar escribir la verdad.
La poesía es la vida íntima de una cultura, su sistema nervioso, su modo más profundo de imaginar el mundo. Una cultura que ignora a sus poetas asfixia su sistema nervioso y se vuelve mortalmente enferma. Era lo que entonces pasaba en Norteamérica. (Se podría argumentar que ahora la situación es peor.) Todos aquellos poetas varones tan pulcros del New Yorker de los años sesenta que escribían poemas sobre sus perros y sus amantes estaban ignorando casi todo lo que estaba pasando en el mundo. La realidad aullaba fuera. Alien Ginsberg, Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti estaban indudablemente más cerca de lo que estaba pasando en los años sesenta. Pero en ninguna parte se veía un claro en el bosque para las mujeres poetas, no hasta que llegaron Plath y Sexton, atrayendo nuestra fascinación macabra debido a sus llamativas muertes. Seguíamos sus pasos (con zapatos de tenis, como dijo Dorothy Parker de su propio seguimiento de Edna St Vin-cent Millay en los años veinte). Teníamos que hacernos sitio de algún modo. Y nos lo hicimos.
Mis poemas precedieron a mis narraciones y me mostraron el camino hacia mi propio corazón. Mi narrativa todavía seguía los pasos elitistas y masculinos de Vladimir Nabokov, que era mi novelista favorito cuando estaba en la universidad y luego cuando seguí los cursos de posgrado. Como homenaje a él, intenté escribir una novela (abortada) que se titulaba con toda intención El hombre que asesinaba poetas. Pretendía ser un loco nabokoviano que decide matar a su doble igualmente loco. El libro estaba destinado a no funcionar. Luché con él durante años, sólo para abandonarlo cuando surgió Miedo a volar. Nada de hombres ni de locos, estaba totalmente bloqueada. Inconscientemente admitía que sólo un hombre podía narrar una novela. Pero mi primer marido era el loco, no yo. Entretanto, en los poemas la voz de una mujer empezaba a afirmarse. Describía el mundo como una boca voraz, devoradora. Ser una mujer lista estaba lleno de frustraciones. Ser una mujer que tenía demasiadas feromonas estaba lleno de absurdos.
Vivir en el corazón de Alemania y volverme consciente de mi condición de judía también fue un elemento crítico de este proceso. Me pasaba los días explorando los restos medio borrados del Tercer Reich, examinando detenidamente los descoloridos libros desnaziticados de la biblioteca y hasta encontrando un anfiteatro nazi abandonado en el bosque. Me imaginaba el espectro de una niña judía asesinada el día de su nacimiento. Anne Frank me dominaba. Me daba cuenta de que sólo un ardid de la vida era lo que me había permitido vivir.
Los poemas de Plath y mi propio Holocausto mental se unían para crear mi nuevo sentido de la identidad como judía y como mujer. Mi primer manuscrito de poemas, Junto a la Selva Negra, estaba lleno de imágenes de Heidelberg después del Tercer Reich, el «mundo sin judíos y sin hombres» que era el resultado de los desastres paralelos del Holocausto y la guerra.
Una mujer poeta es un judío acosado, eternamente marginado. Primero se le pide que disimule su sexo, se cambie de nombre, se una a la poesía oficial de la supremacía del hombre. Las personas que padecen discriminación se ponen nombres nuevos, se destiñen la piel, se arreglan la nariz, niegan lo que son con objeto de sobrevivir. Eso era, me di cuenta, lo que yo había hecho en la universidad y en los cursos de posgrado. De repente comprendí que no podía seguir así. Lo que demostró que era el comienzo de mi aprendizaje de la escritura.