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Y entonces el sexo desaparece. En Norteamérica nos divorciamos y nos volvemos a casar. En Europa seguimos casados y tenemos «aventuras». En ninguna parte nos enfrentamos al problema.

El matrimonio sólo puede ser libre y sexual cuando no es en cautividad. El matrimonio sólo puede ser sexual cuando la fantasía incluye el no estar casado. Ser libre en el matrimonio puede que sea el desafío más duro. No poseemos las fantasías del otro. Toda nuestra intimidad -sexual y de otro tipo- depende de que sepamos eso.

No somos monógamas de modo natural. Tanto si elegimos activar nuestra falta de monogamia como si no, reside en nosotras y la erradicamos por nuestra cuenta. Una mujer liberada es la que conoce su propia mente y no la oculta. Sus fantasías le pertenecen a ella. Puede compartirlas si lo elige.

Sé que el sexo en el matrimonio viene y va. A veces ponemos en juego nuestras fantasías y a veces no. A veces obramos con petulancia infantil, distanciadas de la persona de la que más dependemos, y nos dormimos y soñamos con otra. Esto es humano. Somos niños con un gran cerebro que tiene demasiada materia gris para ser consistente. Seríamos más felices si nuestros lóbulos frontales estuvieran menos ocupados, pero también seríamos menos humanos. Los humanos somos monos y ángeles al mismo tiempo. Por eso es tan compleja nuestra sexualidad. Soñamos cosas que están más allá de nuestro alcance. Tenemos sueños inquietantes.

Ayer por la noche vi una película basada en la novela de un amigo. En ella, un hombre echa por la borda toda su vida por unos pocos minutos de pasión con una chica extrañamente hermosa y extrañamente triste que necesita perturbar la vida de los demás, empujándoles hacia la tragedia.

El público se reía disimuladamente ante las obsesivas escenas sexuales. Había una incomodidad palpable en el aire. No querían saber que las fantasías pueden invadir nuestras vidas y empujarlas hacia las tinieblas. No querían creer en la fuerza destructiva, obsesiva, del sexo.

Y sin embargo todos vivimos haciendo equilibrios por encima del caos. Tratamos de mantener ordenadas nuestras vidas pero el caos nos llama a través del sexo, a través de la enfermedad, a través de la muerte. El sida y el cáncer están al acecho por debajo de nuestros placeres. La calavera atisba por debajo de la piel.

A los diecinueve años fui a Italia por primera vez y me alojé en una villa florentina que daba al Arno desde la colina de Bellosguardo.

Allí, adonde había ido a estudiar italiano, estudié a los italianos, aprendiendo lo que aprenden tantas chicas norteamericanas: que el sexo era mejor en un idioma extranjero porque se podía dejar la culpabilidad en casa.

En el bastante descuidado jardín de la villa, entre los setos de boj y mirando la parpadeante ciudad, yo y mis compañeras de clase aprendimos la vieja danza de acercamiento y alejamiento de la pasión.

Bajo el recitativo de los grillos, a la luz azul de la luna, sentí, por primera vez, el dulce peligro del sexo.

Escribí un poema ese verano más intenso que cualquiera de los poemas que haya escrito después. Incluso hoy, no sé cómo sabía lo que sabía.

«¿Cuándo censuró el verano las cosas corales?» -preguntaba el poema. Y repondía a esa pregunta-: «Sé que la sangre es brutal, aunque cante.»

¿Dónde entra la política en todo esto?

Algunas mujeres que conozco han renunciado a los hombres porque no pueden soportar el dolor.

¿Qué dolor?

El dolor de ver a los hombres de cincuenta años con hijastras de veintiocho años, el dolor de esperar llamadas telefónicas que nunca llegan, el dolor de necesitar demasiado, de querer demasiado, el dolor de estar enfermas por necesitar demasiado, y por eso deciden, de una vez por todas, dejar de desear a los hombres.

Una se puede preparar para esto. Una puede ser como el hombre que entrena a su caballo para que necesite menos comida cada vez, y que se asombra cuando al fin el caballo muere. Se puede vivir sin abrazos, sin folleteo. Se puede sellar la piel, los ojos, la boca.

Pero antes o después el amor vendrá a reclamarte. Y estarás seca como una frágil flor y una ráfaga de viento te arrebatará el pálido color.

Yo prefiero estar abierta al amor, aunque el amor signifique desorden, posibilidad de dolor. ¿Cuántas veces he ordenado las cortinas y los estantes de libros? ¿Cuántas veces he ordenado mi vida?

Odio el caos, pero también sé que me mantiene joven. La anarquía es la fuente sagrada de la vida, y el sexo incuba la anarquía. Los paganos entendían esto mejor que nosotros. Creaban espacios para la anarquía en sus ordenadas vidas. Todo lo que nos queda de eso es el carnaval.

Aborrezco cómo se entiende el sexo en Norteamérica. Una década hacemos como si folláramos con todos, la década siguiente hacemos como que somos célibes. Nunca equilibramos el sexo y el celibato. Nunca aceptamos juntas la búsqueda de Pan y la búsqueda de la soledad, los dos polos de la vida de una mujer. Nunca aceptamos que la vida es una mezcla de dulzuras y amarguras.

Las feministas pueden ser las peores puritanas de todas. Dado que la masculinidad es una fuerza para el desorden, librémonos de la masculinidad para siempre, dirían algunas, Sólo los hombres impotentes pasan el examen. Sólo se considera puros a los hombres gay. Las mujeres de hoy se encuentran en una tautología. Los malos chicos nos atraen, pero los malos chicos son políticamente incorrectos. ¿Significa eso que ser atraída es políticamente incorrecto? Para algunas, desde luego.

También yo he huido del sexo a veces en mi vida. También yo puedo ser puritana. Pero sé que es importante luchar contra el propio puritanismo. Sé que la boca de Baco está llena de una intoxicación púrpura. Su boca puede que también esté llena de dientes puntiagudos, pero allí vive la belleza. La belleza siempre mantiene intimidad con el peligro. La belleza siempre mantiene intimidad con la muerte.

Seducir a la musa

¿Cuándo descubrí por primera vez que sexo y creatividad estaban aliados? Fue en 1969 y yo tenía veintisiete años. Había pasado por tres años y medio de psicoanálisis en Alemania, un psicoanálisis centrado en lo que bloqueaba mi escritura y mi matrimonio. Si no me hizo completamente libre, por lo menos me hizo probar el sabor de la libertad.

1969 fue el año en que se descubrió el sexo. (Philip Larkin dice que fue en 1963.) Fue el año del viaje a la Luna, de los astronautas varones pisando una luna femenina y plantando sus botas para dar lo que se llamó «un paso pequeño para un hombre, un salto de gigante para la humanidad».

En la condición femenina no se pensó mucho durante todo ese alboroto fálico, ese empujón fálico. En nosotras, nacidas de una costilla rebelde, no se pensaba mucho, pero los tiempos estaban cambiando. Con los Beatles cautivando por la radio, con los astronautas conquistando el espacio, con los manifestantes de los Derechos Civiles dándole por el culo a la vieja Confederación, con opositores a la guerra de Vietnam en los campus universitarios, no pasaría mucho antes de que el feminismo irguiera su cabeza de medusa.

Después de una estancia en mi propio Tercer Reich, estaba preparada para la protesta. El 26 de agosto de 1970 participé con mis hermanas en una manifestación en Central Park que celebraba los derechos de la mujer y criticaba los errores de la mujer. La esperanza se imponía. Esperábamos nada menos que cambiar el mundo, y al instante.

Para cuando mi primer libro de poemas, Frutas y verduras, salió en 1971, la segunda ola del feminismo estaba rompiendo contra nuestras orillas. La mujeres volvían a ser actualidad, y el sexo volvía a ser actualidad. Pero no durante mucho tiempo.

Yo había vuelto de la gris y lluviosa Alemania a un mundo brillante que casi no reconocía. En las calles de Nueva York: peinados afros, pantalones de campana, chaquetas Nehru, camisetas desteñidas, zapatos de plataforma, joyas Zuni, el olor a marihuana, cintas en el pelo para sujetar cerebros que estallaban… El mundo se había vuelto loco mientras yo estaba en Heidelberg aprendiendo a escribir. Quería enloquecer con él.

La extravagancia en el vestir era algo que conocía por la ropa que le gustaba a mi madre, una ropa que podía convertirse en un disfraz para quienes posaban para sus retratos. Y la insensatez era algo incipiente en mi época del Music amp; Arts. Entonces me vestía de beatnik, pero luego había tomado la decisión de vestirme como una universitaria formal en la facultad. Como mis padres habían sido unos bohemios en los años treinta, mi primera rebelión consistió en ser una estrecha. Me había convertido en una «buena esposa» (que le preparaba arroz hervido a su marido chino-norteamericano). Había reprimido mi rebeldía. [Ahora lo que más quería de todo era ser mala!

Había habido anticipos de mi locura fin de sixties en Heidelberg. Fumé hachís en las fiestas de los estudiantes y me habría gustado no estar casada. Vi a los estudiantes tirar adoquines, imitando a los parisinos, mientras entonaban Ho Ho Ho Chi Min, Ho Ho Ho ChiMin (con acento alemán), al manifestarse por la Hauptstrasse. Pero no era mi cultura, y según los parámetros de Nueva York, Heidelberg era tan provinciana como un pueblo del Medio Oeste.