Los estudiantes alemanes de los años sesenta protestaban contra sus padres nazis; los estudiantes norteamericanos protestaban contra sus padres de la II Guerra Mundial. (¿Quién creyó de verdad que Vietnam era lo mismo que el País del sol naciente?) Se imponía una guerra de generaciones. Importaba poco si tus padres habían sido nazis o no, bastaba con que fueran padres. Y había que aplastar a los padres.
Llamábamos Amerika a nuestro país. ¿Cuál era nuestro país? ¿Woodstock? ¿Haight-Ashbury? ¿La beatlemanía? ¿El ecologista The Whole Earth Catalog? ¿El bosque de Arden, con abalorios del amor? La marihuana era nuestra arma, lo mismo que el pelo largo, lo mismo que el sexo. ¿Que nuestros padres se habían instalado y tenido hijos después de su guerra? Muy bien, pues entonces nosotros nunca nos instalaríamos. Tendríamos sexo, sexo, sexo, ¡y nos negábamos a hacernos mayores! Seguíamos a nuestros líderes; o al menos, a los cantantes solistas que nos gustaban: Allyou needis love, love, love…
En 1969-70 volví a la Universidad de Columbia, esta vez a la School of Arts, para estudiar poesía. También volví a dar clases en el City College, como modesta auxiliar, luego como modesta ayudante, sans seguro de enfermedad, sans seguridad en el trabajo, sans nada. Llegué a querer a mis alumnos. Me vi impulsada a tumbarme con ellos en las calles del West Side para protestar por la matanza de Kent State. Mirando al cielo, nos extendimos sobre el alquitrán de Amsterdam Avenue cerca de la funeraria de Riverside.
Los cadáveres muriéndose porque los enterrasen, y nosotros impidiendo el paso de los coches fúnebres. Nunca olvidaré a los policías dando vueltas a nuestro alrededor y los semáforos poniéndose en verde, luego en rojo, luego en verde, luego en rojo, mientras nosotros seguíamos con aquel silencioso velatorio en el exterior de la funeraria. Hasta la muerte se detenía por nosotros.
Acababa de encontrarme con el mundo feliz de «Matriculación abierta» del City College. Estudiantes brillantes a quien nadie se había molestado nunca en enseñar a leer y escribir, estudiantes no tan brillantes que en definitiva demostraron que nunca aprenderían; nos los mandaron para que los educáramos. Las enseñanzas ocasionales de la universidad enfurecieron a los profesores de plantilla, lo que era raro, porque ellos no tenían que impartirlas. Nos tenían a nosotros para eso.
Unas veces la cosa era divertida, otras veces era imposible. Los mejores ratos los pasaba siempre con mis alumnas mayores: las amas de casa y las oficinistas que venían a los cursos nocturnos. Entendían que Otelo matara a Desdémona en un arrebato de celos, o que lady Macbeth incitara a Macbeth a que se manchara las manos de sangre. Por entonces ya habían visto a muchos Otelo y lady Macbeth. Podían relacionar fácilmente a Shakespeare con la vida en el gueto. Aquellas estudiantes eran supervivientes. Las había atrapado el estudio.
– Miss Mann -decían-, ¿en todas las obras literarias hay tanto sexo?
Los estudiantes burgueses de los cursos diurnos del Bronx ni siquiera se molestaban en preguntar.
En la School of Arts de la Universidad de Colum-bia me sentí inmediatamente atraída por mis dos profesores de poesía: Stanley Kunitz (otro abuelo de la literatura) y Mark Strand (un guapo, mal chico, el único poeta de Norteamérica que se parecía a Clint Eastwood). En clase solía fijarme en Mark -su perfil perfectamente cincelado, sus ojos fríos y cínicos-, y empezaba poemas para él que siempre resultaba que no eran sobre él.
«El hombre debajo de la cama» (descrito en esta estrofa) se convirtió en el coco universal, el vampiro, el merodeador que todas las chicas oyen respirar debajo de su cama, a la espera de que las engatuse, esperan. Mark era ese hombre de la fantasía. También era Gulliver recorriendo Liliput, alejado de todos nosotros, los liliputienses. Le lanzábamos cuerdas frenéticamente a sus enormes piernas.
Mark daba clase de un modo gélido, casi desdeñoso, como si casi no mereciera la pena molestarse por los estudiantes. Pero hizo que nos interesáramos por Pablo Neruda y Rafael Alberti, y me libró de la rima compulsiva, animándome a que intentara escribir poemas en prosa, y a centrarme en mis imágenes. También me excitaba, lo que me enseñó más sobre poesía que cualquier otra cosa. Iba a casa y escribía poemas al hombre imposible, el hombre de mis sueños: Adonis, padre, abuelo, con Clint Eastwood y el exhibicionista del metro metidos dentro. Lo que tememos también lo deseamos, y lo que deseamos lo tememos. Había una amenaza masculina en esos primeros poemas, pero también el anhelo de un amante desconocido. Allan y yo follábamos, pero hacía mucho que habíamos dejado de ser amantes, si un amante es alguien a quien se desea. Yo escribía poemas y tenía unos deseos locos. Estos poemas del deseo se publicaron en Frutas y verduras y Medias vidas.
Cuanto más deseo sentía, más escribía. El deseo es una emoción esencial para el poeta.
¿Es el deseo espiritual o sexual? ¿Quién dice que no son la misma cosa? Rumi y Kabir y la mayoría de los poetas persas los ven como aspectos de lo mismo; pero entonces, claro, los persas inventaban el amor. Eloísa y Abelardo descubrieron lo cerca que estaban, para tener que lamentarlo infinitamente. Sólo el puritanismo protestante ha construido una pared entre el deseo físico y el deseo de Dios.
En las clases de Mark, deseaba a Dios en un hombre, y en las clases de Stanley a un hombre en Dios. Sentía menos miedo hacia Stanley que hacia Mark. Stanley era próximo, Mark era distante. A los veintisiete años, encontraba la lejanía más sexy. Incluso mi marido de entonces era gélido y distante. Yo no podía imaginar a un amante que no fuera como mi marido, algo que ocurre con más frecuencia de lo que nos molestamos en admitir.
Ese primer año, una vez vuelta de Alemania, no faltaba ni una semana al «Y» de la calle 92. El sabor poético de la sesión semanal atraía toda mi atención. También asistía a festivales de poesía, cafés de poetas y bares de poetas.
Estaba enamorada de la poesía, pensaba que podía vivir del aire. Al estar enamorada de la poesía, creía que podía vivir con Allan.
Cuando Yehuda Amichai, el poeta israelí, vino a Nueva York, leímos poemas juntos en Dr Generosity's, pasamos el sombrero, reunimos 121 dólares, la mayor parte en calderilla. Nos lo dividimos, de acuerdo ambos en que era el dinero mejor ganado por ninguno de los dos. Y todavía lo es.
Dr Generosity's era una cervecería oscura, llena de serrín y cáscaras de cacahuete. Asistían poetas, gente que quería escribir poesía, y tipos tristes. También locos. Las lecturas de poesía siempre estaban bien provistas de locos. Uno de ellos amenazó con pegarme un tiro antes de una de mis lecturas en Filadelfia. Me había escrito una carta de amor que yo no contesté. Le hervía la sangre y prometió vengarse. No puede haber sido una atracción fataclass="underline" todavía sigo aquí.
La verdad: en Norteamérica nadie se molesta en matar poetas. Basta con enterrarlos en las universidades. Muertos en vida.
Fue una época de festivales de mujeres poetas. Carolyn Kizer y yo nos pusimos en route hacia uno. íbamos sentadas justo detrás del conductor. Carolyn inició un monólogo maravilloso sobre la vida como poeta. Yo estaba orgullosa de ser su confidente.
– Y entonces despertó, ¡con Norman Mailer sentado encima de su cara! -dijo al final del largo relato.
El autobús casi se sale de la carretera.
Conocí al fogoso y siniestro Ted Hughes después de su lectura en el «Y» de la calle 92. En mi ejemplar de Cuervo escribió: «A una hermosa sorpresa, Erica Poética». Luego llenó la mitad de la página del título con una serpiente fálica enroscada a un nuevo poema sobre Cuervo.
«Un hombre no se expresa en las inscripciones de las lápidas» -dijo el Dr. Johnson. Pero los poetas muchas veces quedan al descubierto en las dedicatorias de sus libros.
Fui a cenar con Ted (y los que estaban con él) y pasamos toda la noche intercambiando miradas. Por entonces, Ted Hughes tenía reputación en los círculos feministas de ser un castigador, o de hecho el diablo encarnado. Eso sólo le hacía más excitante. Me humedecí toda, imaginando al guapo y corpulento autor de Cuervo en la cama. Luego huí en un taxi; luchaba contra mis fantasías. Sylvia Plath y Assia Gutmann aparecían ante mis ojos como espectros de Shakespeare, advirtiéndome. Yo sabía que quería escribir y vivir, no escribir y morir.