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El viaje psicoanalítico por lo menos me había hecho desear ser libre.

«La única auténtica alegría de la tierra es huir de la prisión del propio y falso yo…» -de nuevo Merton. Describía la búsqueda de la vida contemplativa. Pero la escritura también requiere la vida contemplativa.

Al psicoanálisis se le tacha hoy de elitista, sexista e indulgente. Yo no estoy de acuerdo. ¿Cómo puedes quererte a ti misma en cuanto mujer si te estás enfrentando a una pared con navajas? ¿Y cómo puedes querer a tu hermana si crees que esas navajas están hechas de acero en lugar de con tu propio miedo? En cuanto mujeres, necesitamos conocernos a nosotras mismas más que nunca. Necesitamos las verdades del inconsciente más de lo que las necesitaron nuestras madres y abuelas. El cinismo y la desesperación nos seducen. Tenemos miedo a aceptar el amor. Preferimos «el corrupto lujo de sabernos perdidos» (como lo llama Thomas Merton).

El psicoanálisis puede resquebrajar la desesperación. Puede ser tanto una oración como una meditación. Pero requiere un intenso deseo de cambio.

Cuando me fui de Alemania, ya escribía con facilidad. Todavía me autoflagelaba, pero no hasta el punto de paralizarme. Todavía estaba atrapada en mi desesperación, pero por lo menos sabía que mi desesperación era una lucha por cambiar.

Volví a Estados Unidos con mis manuscritos. Y volví delgada de verdad. Este no había sido el objetivo del psicoanálisis, pero de pronto tenía menos cosas que ocultar.

A los veintisiete años había decidido ser escritora. Pensaba que era vieja comparada con Neruda, que publicó a los diecinueve años; vieja comparada con Edna St Vincent Millay, que escribió Kenascence también a los diecinueve; vieja comparada con Margaret Mead, que ya era mundialmente famosa a los veintisiete. Conque me concedí hasta los treinta años para lograrlo, creyendo que una vez que el libro de poemas se publicara, por una vez, sería feliz. La esperanza era el combustible de mi reactor.

¿Cómo podía saber yo que un escritor que publica raramente es la criatura viva más feliz? «Uñas que crecen hacia dentro», nos llamó Henry Miller. Estamos sentados y empollamos como una gallina durante años, sacándonos poco a poco pelusillas del ombligo, sólo para experimentar el anticlímax, la publicación, que muchas veces confirma nuestros peores miedos, llevando a la letra impresa cosas que sólo nuestros más acérrimos enemigos dirían de nosotros.

Para una mujer, la profesión es doblemente precaria. Antes o después, las mujeres escritoras se encuentran con el problema de que una mujer que esgrime la pluma siempre es alguien marginal.

Las mujeres que escriben se espera que sean las guías a través de los pantanos del amor heterosexual. Se nos permite ser novelistas pop (mimadas por los del dinero que dirigen las empresas), pero despreciadas por la muchedumbre de críticos literarios como husmeadoras de basureros. Se nos permite escribir fábulas carnales que puedan usar como calmantes las otras mujeres, bromuro que las tranquilice con su terrible papel. Cuando no hacemos eso, sino que encima nos dedicamos a la sátira o a la creación de mundos imaginarios perversos, nos echan la culpa, no por nuestros libros sino por nuestra imperfecta condición de mujeres, dado que la condición de mujer, por definición, es un defecto.

¿Y por qué? Pues porque no es la condición masculina.

Pero ¿qué habría sido de mi vida si yo hubiera nacido hombre? Mi marido trata de convencerme de que, dada mi familia, me habrían obligado a dedicarme al negocio de tchotchke y nunca me habría hecho escritora.

– Conseguiste escapar por haber nacido mujer -dice-. Si hubieras sido hijo, habrías pasado la vida vendiendo regalos.

Puede que tenga razón, pero yo veo otra imagen. Me veo con el título que se confiere automáticamente al creador varón: a un hombre que escribe no se le considera automáticamente un usurpador.

Un escritor varón sin duda tiene que encontrar su voz, pero ¿también tiene que convencer primero al mundo de que tiene derecho a encontrar su voz? Una mujer que escriba no sólo tiene que inventar la rueda, además debe plantar al árbol y talarlo, serrarlo en redondo y aprender a hacer que ruede. Luego debe abrirse un camino propio (imponiéndose a los chillidos de los que aconsejan sin que nadie lo pida).

Incluso hoy, cuando por cada tres libros de hombres se hace la crítica a uno de una mujer, se considera inadecuado mencionar los porcentajes. No es caballeroso recordar algo así, pero sin nuestra obstinada falta de caballerosidad seguiríamos siendo una por cada doce.

Siempre me identifiqué con los héroes masculinos de los libros de mi infancia lectora, por lo que finalmente traté de escribir novelas picarescas para mujeres. Al principio lo hice inconscientemente (Miedo a volar, Cómo salvar la propia vida). Después lo hice deliberadamente, burlándome de la propia forma de la picaresca en Fanny, la auténtica historia de las aventuras de Fanny Hackabout-Jones. La pregunta de Virginia Woolf: «¿Qué pasaría si Shakespeare tuviera una hermana?», me llevó a preguntarme: ¿Y si Tom Jones hubiera sido mujer?, y aplicarlo a mi amor por el siglo XVIII, a mi investigación del destino de una mujer del siglo XVIII.

Por entonces ya sabía que estaba adaptando conscientemente una forma heroica masculina a la vida nada heroica de una mujer. En eso residía lo divertido.

A las mujeres se les permiten pocas historias heroicas. Los arquetipos de diosa lunar o de loba sólo se han revivido recientemente. Bajo el patriarcado, las historias de mujeres han terminado inevitablemente en matrimonio o muerte. Todas las demás alternativas se consideraban inadecuadas.

Como escritora novata en Heidelberg, me abrumaban estas limitaciones y decidí escribir mi primera novela desde un punto de vista masculino. Fui tan lejos en ello como me pudo llevar mi imitación de las palabras de Nabokov.

No muy lejos, la verdad. Pues como yo no podía saber lo que sentía físicamente un hombre, me interrumpí, dejando el libro sin terminar.

Hoy a lo mejor podría escribir desde el punto de vista de un hombre. He vivido con suficientes hombres como para saber lo que sienten igual que si yo lo sintiera desde dentro. Pero ahora también sé lo mucho que necesitan las mujeres que se cuenten sus propias historias.

Todo escritor, dijo alguien, es hombre o mujer. Pero para un hombre existe un molde que romper o que seguir; para una mujer hay un vacío que hace señas. Los escritores normalmente construyen sobre los cimientos de otro. Pienso en Biblos, en Split, en Estambul. Los restos de una civilización se convierten en la arquitectura de otra. Las mujeres que escriben siempre han echado mucho en falta esos ricos restos creativos. Condenadas a empezar siempre desde el principio, hemos iniciado los registros de nuestra civilización a trompicones. A nuestras matriarcas las han hecho invisibles, a nuestros mitos los han dejado de lado. Parece como sí siempre estuviéramos oyendo a los escritores varones famosos diciéndonos lo que no somos.

En estos últimos años hemos inventado algunas formas nuevas y desenterrado algunas viejas tradiciones. Pero nuestro permiso para ser creadoras es tan desacostumbrado que tendemos a no ser generosas entre nosotras. Preferimos denunciarnos entre nosotras que denunciar a los gurús que se nos imponen como rivales.

Como feministas, le pedimos a la literatura que haga más de lo que la literatura puede hacer: la revolución, enterrar a los muertos, erigir estatuas a nuestras heroínas favoritas. Ése no parece el medio más adecuado para estimular una literatura que sea reflejo de la vida. La vida es un lío mayor que la política, y menos predecible. La vida es simplemente lo que pasó cerca y a alguien. Al pedirle a la vida que sea tan decididamente política, frustramos nuestra necesidad de soñar, de jugar, de inventar.

En nombre del feminismo, algunas de nosotras hemos prohibido que las mujeres sean creadoras traviesas. Nuestras pioneras -Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Jane Austen, Emily Dickinson, las Brontc, George Sand, Colette, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Doris Lessing- se horrorizarían al vernos suprimir el juego y la libertad de nuestro arte. El juego es la fuente última de la libertad. Si nos convertimos en artistas políticas, deberíamos haber nacido en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, o la Unión Soviética de Stalin. Feministas por encima de todo, debemos luchar por la libertad de expresión, porque en caso contrario seríamos condenadas al silencio, con la «decencia» como excusa.

Pero yo no sabía casi nada de todo esto cuando en 1971 se publicó Frutas y verduras. Apareció la misma primavera que la edición norteamericana de La mujer eunuco, de Germaine Greer. Con el nuevo estallido del feminismo en el aire, fue cálidamente recibido. Para un libro de poemas, no hay más.

Mi editor organizó una fiesta en un agradable puesto de frutas y verduras, un local que se llamaba Winter's Market, en la Tercera Avenida. Las grandes cajas de fruta llegaban a la acera. Las naranjas y limones brillaban al sol.