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Yo llevaba puestos unos hotpants de encaje púrpura y una blusa a juego con bolsillos estratégicamente colocados encima de los pezones. Unas gafas púrpura de abuela y zapatos púrpura. Esperaba parecer inadecuadamente adecuada, como era de rigueur en 1971.

Los poetas y los editores se apiñaban, tomando ensaladas de fruta y soltándose ingeniosidades unos a otros.

Me senté en una caja de naranjas leyendo un poema sobre una cebolla:

Estoy pensando de nuevo en la cebolla, con sus dos bocas en O, como los agujeros muy abiertos de nadie. Al pelar la piel de fuera, de un castaño rosáceo, se revela una esfera verdosa, calva como un planeta muerto, lisa como el cristal, y un olor casi animal. Considero su habilidad para arrancar las lágrimas, su capacidad para examinarse a sí misma, para abrirse, capa a capa, en busca de su corazón que sólo es otra región de su piel, aunque más profunda y verde. Recuerdo a Peer Gynt. Considero su a veces doble corazón…

Los ruidos de la fiesta apagaban mis palabras. Karen Mender, la joven y guapa asistente que había organizado la fiesta, asombrosamente había conseguido que viniera un equipo de las noticias de la noche. (Un día tranquilo en Vietnam, supongo.)

Me grabaron en vídeo sentada en la caja de naranjas, soltando versos inaudibles sobre las cebollas. Se centraron en mis muslos. También en mis sandalias de tacón tan alto.

– Esto sólo podría pasar en Nueva York -dijo el locutor-, la presentación de un libro en un mercado de frutas y verduras.

– ¿Qué piensa usted de la poesía? -le preguntó un periodista al carnicero.

Este mordió un enorme puro y dijo:

– Sinceramente, prefiero la carne.

– ¿Y eso por qué? -preguntó el periodista, pinchándole.

– La fruta está bien, pero no puede con un buen filete.

La carne siempre tiene la última palabra.

Las noticias de la noche dieron la fiesta dos veces, sin mencionar el título del libro, el nombre del editor o el de la autora.

En cualquier caso, los poemas salieron al mundo, volviendo con buenas noticias. Empecé a recibir cartas, invitaciones, críticas, polaroids de hombres desnudos, cestas de fruta, de cebollas, de berenjenas. Me propusieron lecturas de poemas, me ofrecieron premios de poesía. Revistas de poca circulación que anteriormente me habían despreciado, ahora me invitaban a publicar. Me pidieron que enseñara poesía en mi santuario, el «Y» de la calle 92.

Mis alumnos y yo nos reuníamos en torno a la mesa del comedor del apartamento del West Side que compartía con Allan Jong. Se iniciaban poemas, se reescribían poemas, florecían aventuras amorosas, morían matrimonios. Mis alumnos me enseñaron cosas de la poesía y la vida.

Reuní mis nuevos poemas en un volumen titulado Medias vidas.

– ¿Dónde está la novela? -preguntaba Aaron.

– En marcha -juraba yo. Pero seguía dándole vueltas a El hombre que mataba poetas y sabía que no le podía enseñar eso. (Finalmente me hizo un gran favor al rechazarla, animándome a escribir una novela con la voz que había encontrado en los poemas.)

En julio de 1971, Allan y yo asistimos al Congreso Psicoanalítico de Viena, el primero que se celebraba en Viena desde que Freud había huido de los nazis en 1939. Asistiría Anna Freud, y lo mismo harían Bruno Bettelheim, Erik Erikson y Alexander Mitscherlich.

Apareció un guapo loquero inglés con collares y ropa hindú. Me enamoré de él.

Se iba a convertir en la musa de mi primera novela.

Miedo a la fama

Viena suponía un baño en el pasado nazi. E ir a Europa, para mi familia, siempre ha sido una excusa para sumirse en su origen primigenio. Todos han sido grandes viajeros y grandes descontentos. Europa era un lugar para rebuscar en la memoria, para revivir dramas, ideales, historias, sexo. Mi abuelo había soñado con el París del cambio de siglo durante toda su vida en Nueva York; mi madre había soñado con la Exposición Universal de París de 1931, con sus maquetas de Angkor Wat, y los chicos tan guapos que la perseguían vestida con sus medias de seda y su sombrero de forma acampanada. Ella y mi tía no olvidaban nunca el tremen (después llamado el Liberté, la primera bañera en la que yo también crucé el Atlántico), donde chicos nazis muy repeinados que olían a colonia de violeta las perseguían por las salas art déco, sin saber que eran judías. (Mi madre siempre ha tenido muchos admiradores.) Del Bremen al Liberté, seguimos sus pasos marinos.

Era una tradición familiar: Europa para nosotras era sexo: el lugar donde desaparecía la culpabilidad, las chicas bailaban el cancán y los chicos te besaban bajo los puentes del Sena, o el Támesis o el Arno, sin ninguna consecuencia. Europa era aventuras de una noche con hombres que hablaban escasamente tu idioma y en consecuencia no lo podían contar. Europa era poesía y bacanales y vino y queso y el país de las Doce Princesas. Allí no contaba nada. Después de todo, nos habíamos ido a tiempo. El Holocausto no se nos llevó por delante. Pero jugábamos con el peligro al borde de la llama, dedicándonos al sexo, una invitación al incendio. El hecho de haber escapado por poco al mayor pogromo de la historia hacía a Europa más sexy para los judíos norteamericanos nacidos después de la II Guerra Mundial. Dios sólo hizo dos fuerzas -amor y muerte-, y cuanto más cerca estuvieran el calor era mayor.

Preguntada:

– ¿No quieres ir a Europa, abuela? -la abuela, de ciento un años, de mi actual marido contestó (como ha hecho durante años):

– Ya he estado.

Pero mi familia nunca le volvió la espalda a su antiguo país. El verano en que yo tenía trece años fui a Europa en el Liberté con mis padres, cargando con un estuche de maquillaje con quince barras de labios y veinte colores distintos de esmalte de uñas, por el Grosvenor House, el George V, y el hotel Trianon de Versalles. Coqueteé con todos aquellos ascensoristas en sus cajas doradas. Bailé con pretendientes, y los llamé «pretendientes». El verano de mis diecinueve años me mandaron a la Torre de Bellosguardo, en Florencia, a estudiar italiano, y el verano en que tenía veintitrés años volví a hacer lo mismo sin la excusa de los cursos de verano.

Me enamoré de Italia como si el país fuera un hombre, un hombre con muchos campanili. A partir de entonces, Italia fue el país de mi amor. Todavía lo es, aunque las botellas de plástico y los condones se depositen en sus soleadas orillas y VIP ahora signifique visite in prigione.

Willkommen in Wien, decía el rótulo. Aquello no era Italia, pero estaba cerca. Justo al otro lado de los Alpes estaba El País del Folleteo, una bota bailando enfebrecidamente que le daba una patada a Sicilia hacia el mar azul celeste. Y Viena era encantadora, aunque estuviera abarrotada de nazis y de psicoanalistas, aunque yo estuviera con mi marido.

Pronto tomé conciencia de ello. Sólo tuve que echarle los ojos encima y al momento quedé enamorada de un protagonista de lo más inadecuado, un psiquiatra hippy laingiano con unos intensos ojos verdes (uno de ellos estrábico), abundante pelo rubio y gran cantidad de feromonas. Yo sólo quería un ligue para aliviar el aburrimiento de mi matrimonio, pero le había echado el guante a un amante-demonio al que no había nada que le gustase más que liar la vida de los demás y tener líos con las mujeres de los otros psicoanalistas.

Su nombre auténtico era tan absurdo que no podría usarlo en un libro. Yo le llamaba «Goodlove», esperando evocar el Mr. Lovelace de Clarissa. Aparte de eso, lo tenía más o menos colgado de mí. Sentir un deseo inmediato lleva al cuelgue. Perder el control empuja al amante a jugar a los dardos con el objeto del caos emocional. Los dardos, las flechas, acompañan al amor. Incluso Cupido las usa.

En todos los actos públicos -cenas en el Danubio, banquetes en la Rathaus, conferencias de luminarias psicoanalíticas por medio de auriculares- coqueteábamos. Todo el mundo lo notaba. Pretendíamos eso. Nos daba la excitación necesaria. No queríamos follar tanto el uno con el otro como fastidiarles a los demás, en especial a mi marido y mi psicoanalista. Pero mi psicoanalista no miraba. Sólo lo hacía mi marido.

Tras unos escarceos preliminares en el hotel vienés donde residían todos los ingleses, comprendí que era de poco fiar en la cama. De todos modos estaba loca por él.

Su conversación me atraía. Él quería nada más y nada menos que llevarme al fondo de mí misma. Y yo estaba tentada. Era el tentador que había andado buscando.

Mi primer libro de poemas había salido aquella primavera y yo estaba buscando una recompensa. Publicar un libro siempre me ha hecho desear el caos. Un libro ordena y pone fin a una parte de la vida. Esa fase ha terminado, está a punto de comenzar otra. Buscaba una balsa que me ayudara a cruzar el Rubicón. La balsa siempre ha sido un hombre.