Llegué, vi, fui conquistada. Mis tretas para convertir a un esclavo en amo no me fallaron. El corazón y el cono latían exigiendo: tómame, tómame, tómame o moriré.
Mi marido y yo quedábamos despiertos toda la noche analizando la atracción. Con eso tratábamos de reprimirla, pero sólo la hacía más intensa. Dado que todo libro es un pelarse la piel, ahora yo estaba en carne viva. Quería que me saliera una piel nueva que tapara la sangre.
Una relación amorosa hace eso: que crezca una protección, aunque sólo sea para cicatrizar. El amor ni siquiera tiene que participar, El hombre sólo me parecía guapo a mí. Pero me provocaba, y la provocación parece amor.
Después de quince días de esto, nos marchamos juntos en su MG, sin destino. Un descaro, un regicidio. Allan era el rey y yo era la asesina. Quería matar al rey del interior de mi cabeza. No me bastaba con el ajedrez. El hombre tenía que ser de carne y hueso. Y tenía que hablar, tenía que despertar al diablo osado de mi pecho.
Él dijo:
– No quieres, no puedes.
Yo dije:
– ¡Puedo! ¡Quiero!
¡Qué modo tan estúpido de iniciar un viaje! Nos dirigimos a los Alpes y zigzagueamos por los pasos alpinos. Salzburgo, St Gilgen, Berchtesgaden, el nido de Hitler. Nos deteníamos en pensiones modestas. Estábamos destinados a no gustarnos el uno al otro tanto como el primer día que nos vimos.
Nos dominaba el pánico. Para aplacarlo, le conté la historia de mi vida. «Adrián Goodlove» me empujaba a ello, estimulando mi candor. Para cuando llegamos a París, yo ya había oído mi propia historia, aunque había sido como las de Scherezade, para mantenerlo interesado. Claro, la adorné y la exageré e inventé parientes de más. Eso es lo que hacen los que cuentan relatos.
Me abandonó en París sin coche. Iba a reunirse con su novia e hijos. Monté en cólera. Le mordí los labios. Le mordí el cuello. El se rió y me pidió un libro de poemas firmado. Después de un descenso en la Orilla Izquierda del Hades á la Miller, Orwell, Hemingway y otros ídolos caídos, reclamé mi alma, y reclamé a mi marido poco después.
El psiquiatra hippy y yo nos volvimos a ver en Londres, en Hampstead Heath. Nos sentamos en el jardín de Keats y esperamos a que cantara el ruiseñor. Adrián, mi musa, me dio un impulso para empezar el libro.
– Escribe sobre esto -dijo-. No te lamentes.
– ¿Y después qué? -pregunté yo.
– Escribirás otro libro y otro -dijo él.
– ¿Eso es todo?
– Es todo lo que hay. Uno termina y luego empieza otra vez.
– ¿Y si no tiene éxito?
– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? Tú eres la que escribe no el crítico de tu libro.
– ¿Y si no puedo?
– Puedes. Sé que te puedes imponer a tus miedos. Eso es lo que es un escritor, uno que se impone al miedo.
Conque volví a casa y empecé. Cada vez que vacilaba, ponía una grabación de su voz. Hecha en la Autobahn, cerca de Munich, sonaba a camiones que pasaban zumbando y a cláxones que atronaban. Pero, por debajo del ruido del tráfico, oía su voz que me excitaba.
Todavía la puedo oír. Me encaminó. Escribí la narración como un vagabundo que huye. Mi actuación como Scherezade era el marco. Día y noche escribía con el corazón latiéndome con fuerza. Era medio confesión, medio desafío. Escribí aquello porque creí que no podría. Me empujaba la fuerza del miedo.
Empecé el libro en septiembre y tenía un borrador -salvo el final- en junio. El final me costó mucho más dolor que todos los demás libros míos juntos. Sabía que, hiciera lo que hiciera al final mi heroína, sería algo equivocado según las convicciones políticas de alguien. De modo que la dejé en la bañera, renaciendo.
El renacer es la cuestión principal. El divorcio, el matrimonio, la muerte, pueden llevarte allí o no. Las novelas de hoy normalmente favorecen el divorcio. Durante el último siglo favorecieron el matrimonio. Ningún final interesa tanto como el renacer de la heroína. Dado que habían muerto tantas heroínas, quería que la mía renaciera.
Cuando tuve cuatrocientas página» o así, corrí al despacho de mi editor y las dejé encima de la mesa. A lo mejor él había llegado a pensar que no existía ninguna novela. Salí rápidamente y me dirigí a Cape Cod, donde se reunían los psiquiatras.
Cuando Aaron me llamó para decirme lo mucho que le había gustado el libro, yo quedé traspuesta y casi tenía miedo de escuchar. Recuerdo vagamente que dijo:
– Lo tiene todo: feminismo, sexo, sátira, ambivalencia; cuenta la historia desde un punto de vista único.
¿Era mi libro aquello? Luego me dediqué durante seis meses al proceso de encontrar un final.
Lo que más recuerdo es que les quise quitar el libro a los de la imprenta. Tenía terrores y sudaba mucho por la noche anticipando mi condenación. Sabía que este libro era una proclama de emancipación. Pero no sabía si yo sabría cómo ser libre.
¡La de noches que pasé despierta con ganas de romper el contrato, guardar el libro con llave en un cajón, quemarlo en la playa! El desafío que representaba me hizo perseverar. Ya no sabía a quién desafiaba. ¿A mí misma? ¿A mi marido? ¿A mi familia? ¿A la tradición que condena a las mujeres engreídas a muerte? Sin embargo no sabía todo lo que estaba haciendo.
El bloqueo para escribir volvió. Había escrito el libro a toda velocidad para burlarlo, pero las últimas cincuenta páginas me llevaron tanto como escribir las cuatrocientas anteriores. Los planteamientos erróneos son ilustrativos. En uno, Isadora escribe largas cartas a Herzog, a Freud, a Colette, a Simone de Beauvoir, a Doris Lessing, a Emily Dickinson. En otro, muere en un aborto chapucero. En otro, huye de Bennett y va a Walden a vivir sola en los bosques. En otro, ella promete esclavitud eterna, y él la vuelve a aceptar.
Ninguno de ellos servía. El final de un libro es un amuleto mágico tanto para su autor como para su lector. Sabemos que los libros hacen que pasen cosas, de modo que nos debemos contener, deseando que no pasen. Volví a lo que sabía que debía hacer: construir un final que fuera consistente con el personaje. Isadora había emprendido su camino. Pero todavía no había llegado. No podía humillarse, pero tampoco podía huir lejos. Podía cambiar mentalmente, pero no la mesa en la que escribía. Todavía no. No estaba completamente dispuesta. Tenía otro paso de montaña que cruzar.
Cuando el libro empezó a circular con las cubiertas verde pálido que contenían las galeradas, se produjo un murmullo. Yo no lo entendía. Era entusiasmo y condena. Robaban las galeradas y pasaban de mano en mano, Desaparecieron.
Mi pánico se intensificó cuando apuntaba el éxito. Yo sabía que quería el éxito, pero ¿lo quería así? La desnudez del libro me aterraba. Había escrito en mi piel y me presentaba ante el mundo como una mujer tatuada desnuda.
El primer verano en el Cape, había soñado con el libro no escrito; el segundo verano en el Cape, ya estaba en galeradas. Agonicé ante el final, al corregir las pruebas (incluso leía los diálogos en una cinta magnetofónica para oír cómo sonaban). Había dovened delante del manuscrito con un frasco de líquido para correcciones en la mano hasta que me coloqué debido a los vapores.
El día de la publicación apuntaba en noviembre de 1973 como si fuera el día en que montan la guillotina en la plaza de la ciudad. Si hubiera podido meter la cabeza en ella y terminar con tantas miserias, lo habría hecho.
Tener el cuerpo en carne viva acompaña a la habilidad para observar y describir sentimientos. Esto no se hace por una alegre inconsciencia. Los escritores dudan, tienen impulsos ciegos, se flagelan a sí mismos. El suplicio sólo se interrumpe durante breves momentos.
Conque el libro salió al mundo, andando por sí solo, con su propio destino a cuestas. Su destino no era predecible. No lo es el destino de ningún niño, y el padre se queda allí, mordiéndose las uñas y rezando.
Dos años después me encontré famosa, con un libro de bolsillo en lo más alto de las listas de los más vendidos durante la mayor parte del año. Pero mi fama no era la que una doctoranda en literatura habría deseado. Programas de debate y artículos de primera página, fotografías en el césped de las dunas de la parte de afuera de mi cabaña alquilada en Malibú, tratos con la industria del cine muy amargos, Hollywood y el mundo de la droga. Pero también peticiones de mi ropa interior (sin lavar, a ser posible), mensajes en botellas de Crusoes en una isla desierta que querían que los rescatara. Las plegarias atendidas siempre son más duras que las no atendidas. Choqué contra mi propia compulsión hacia la autodestrucción. Había conseguido lo que quería; ahora no podía esperar para quitármelo de encima.
Cuando el alumno está preparado, aparece el profesor. Julia Phillips fue mi profesora de autodestrucción. Estaba muy por delante de mí en esa especialidad. Cuando la conocí -un manojo de nervios de cuarenta y cinco kilos con un pelo que soltaba chispas como los petardos-, me enamoré. Su energía era de maníaca; hablaba sin parar; tenía un niño, un Oscar, un marido obediente. Controlaba el mundo desde el hotel Sherry-Netherland. En 1974 eso no era habitual entre las mujeres.