Pero el terror al embarazo raramente me dejaba descansar. Todos lo meses era el pozo y el péndulo. Anotaba mis períodos en una agenda y enloquecía si se retrasaba un día. Control, control, control. Era el único modo de que una mujer fuera responsable.
Allan y yo nunca habíamos hablado de los niños antes de casarnos. Y después de casarnos nunca hablamos de nada. Pero en cuanto llegamos a Alemania, empecé a creer que él era una criatura del espacio exterior. Yo nunca conseguía abrir brechas en la pared que nos separaba, de modo que nunca podía imaginar el tener un hijo con él. No conseguía concebirlo, de modo que no conseguía concebir: una cosa que algunas mujeres sólo pueden hacer con ciertos hombres y no con otros. No creo que ni siquiera lo intentásemos hasta el final, cuando me di cuenta de que me iba a marchar y, en un ataque de culpabilidad, quise enredarme en una trampa. Por entonces yo ya estaba al otro lado de la puerta.
Pero Jon siempre pareció carne de mi carne. Estábamos destinados a tener a Molly. La vi cernerse sobre la niebla de Los Angeles la noche que nos conocimos en casa de sus padres y hablamos la noche entera en Mulholland Drive.
– Decídete, mamá -decía ella-. ¡Allá voy!
– Espera un poco… seas quien seas -dijimos nosotros.
Tres años después, la recibimos encantados.
¿Cómo se las arregló alguien con tanto miedo a perder el control a quedar embarazada?
Cuando nos trasladamos a Connecticut, compramos una casa con cinco dormitorios y nos instalamos con nuestro ficus de Nueva York y con nuestro perro bichon frisé, adquirido en Lexington Avenue, cerca de Bloomingdales, antes de convertirnos en unos conversos del cuidado a los animales. O antes de que me convirtiera yo.
Me convertí en una enamorada de los animales por osmosis (o lavado de cerebro) debido a nuestra amistad con June Havoc. Sí, todavía está viva, la querida Baby June, hermana de Gypsy Rose Lee, la de la perfecta nariz noruega (modificada en Hollywood en los años cuarenta), que vivía en la perfecta casa de Connecticut de Miss Havisham, con un auténtico zoológico de perros tuertos, cojos y lisiados, gatos con tres patas, asnos artríticos, cerdos con diabetes y cisnes con las alas rotas.
Les llama «los niños», y debido a ellos llama a su casa el Hogar de los Actores Viejos, y los cuida con tal devoción que de hecho pueden ponerse sobre las patas traseras y empezar a recitar Hamlet en cualquier momento. June, a la que habíamos conocido en uno de aquellos cruceros «gratuitos» (que resulta que no son tan gratuitos, pues los aficionados te persiguen por cubierta con manuscritos de los sobrinos, y ancianos que están traduciendo a Omar Kayam al urdu o rehaciendo los libros de Oz en estrofas interminables, y en consecuencia necesitan «un buen agente en Nueva York», te acosan en la discoteca a las tres de la madrugada para hablar del «ambiente editorial de Nueva York»).
June estaba a bordo, junto con otros invitados nuevos o famosos ligeramente pasados de moda.
Jon y yo le confiamos que habíamos estado buscando casa por todos los Estados Unidos aquel año del bicentenario -desde el lago Tahoe a Wyoming, Santa Fe, Islamorada, Key West, las Berkshires-, y estábamos tan hartos que nos encontrábamos a punto de volver a California, esta vez a Big Sur, o Napa, o incluso a Berkeley.
¡A June se le iluminaron los ojos!
– Venid a Weston -dijo-. Os encontraré casa.
Y lo hizo. Y nos ayudó a poblarla. Debido a June, yo siempre estaba yendo a los albergues de animales cercanos cuando nos llegaba el aviso de que se acercaba el Día de la Eutanasia. June y yo íbamos a la televisión local (cuando había programas) para anunciar a los adorables animales condenados, y cuando no había programas en televisión, habitualmente nos llevábamos nosotras a los animales abandonados.
En una de esas excursiones, Jon y yo nos enamoramos de Buffy; o más bien, Buffy se enamoró de Jon. La gran perra sin raza, que se parecía un poco a Sandy, el perro de Annie la Huerfanita, le seguía por todas partes en aquel Auschwitz canino y, cuando se negó a llevársela, se puso a aullar como un coyote a la luna llena.
– Querido -dijo June-, te prometo que nunca lo lamentarás. Si te hartas de ella, me la llevaré al Hogar de Actores Viejos, lo prometo.
Total, que nos llevamos a Buffy a casa.
La perra incluso parecía un perro de Auschwitz: piel y huesos cubiertos por un sarnoso pelo rojo, grandes ojos pardos que parecían tener toda la miseria humana desde el comienzo de los tiempos reflejada en sus profundidades caninas, una tendencia a derribar los cubos de basura y comer su contenido, y eso por no mencionar las lombrices de una largura increíble que vivían en sus intestinos y la resultante diarrea incontrolable.
Después de que le mordiera la mano cuando le examinaba los dientes, el primer veterinario al que fuimos dijo:
– Nunca será un buen animal de compañía. Deberían librarse de ella.
Esto nos hizo más decididos. Llevamos a Buffy de regreso a casa, le eliminamos las lombrices y la fumigamos, le dimos un baño antipulgas, le lavamos el pelo con champú a la camomila, y empezamos a darle de comer filetes, cápsulas de vitamina E, arroz y zanahorias. Todavía nos gruñía, se escondía en los rincones de la casa, y trataba de rebuscar en el cubo de basura del camino de entrada. Pero poco a poco se tranquilizó.
En un par de meses parecía la Sandy de Annie -después de que a ésta la adoptara Daddy Warbucks y tuviera un espectáculo de éxito duradero en Broadway-, un chucho rojo y grande con patas largas y un mechón de pelo rojizo en su encantadora cabeza alargada. Le cambiamos el nombre por el de Virginia Woolf (para que hiciera juego con Poochkin, alias Aleksandr Pushkin, el bichon), pero seguimos utilizando el nombre que le habían puesto en la perrera. Buffy, Buffoon, Scruffoon, Ms Woolf eran sus apodos. Se convirtió en una perra modelo después de que la adiestrara muy bien una persona más resuelta que yo, consiguiendo que se pusiera sobre las patas de atrás, ladrara a los desconocidos y nunca «cometiera errores» dentro (lo que era más de lo que podíamos decir de Poochkin, que señalaba su territorio fuera o dentro y se masturbaba contra los cojines del sofá hasta que los dejaba tiesos).
Al principio no se llevaban bien, pero ahora cada uno imitaba las posturas del otro o se sentaban como sujeta-libros a los dos lados de la puerta. A Buffy le gustaba más Jon, y a Poochkin yo. Cada uno de nosotros tenía un acompañante canino en el estudio. Pero Buffy era una perra de alma profunda. La habían abandonado, a fin de cuentas, y la salvamos nosotros de la muerte. Tanto los perros como las personas son más amables después de tocar fondo.
Si me las puedo arreglar con esta perra -pensaba yo- no hay nada que no pueda hacer. Incluso tener un niño, aunque sea escritora.
Pero dudaba, temiendo aún el eterno Waterloo de las mujeres. En el verano en que yo tenía treinta y cinco años, me entretenía con los gatos abandonados de los aparcamientos de los supermercados, lloraba al ver a perros muertos por coches, escribía poemas sobre la inteligencia e intuición de los perros.
Mirando un día a Buffoon, pensé que un recién nacido nunca tendría mayores problemas. Y había que verla ahora: el perfecto animal de compañía. Lo que yo no sabía era que la analogía entre perros y niños sólo dura un año o así. Después los niños son unas criaturitas tercas que se empeñan en hacer su santa voluntad, hasta más o menos la edad de doce años, cuando se convierten en dybuks o íncubos, dependiendo de la persuasión religiosa de uno.
Pero de hecho W Buffoon, Scruffoon, Spitoom, la muy distinguida Ms Woolf, quien me decidió a tener un niño. Era otro tipo de rendición. Una vez que un perro te entra en el corazón, no es difícil abrírselo a un niño.
Poochkin había sido mi acompañante en los paseos, mi musa, mi protección en las calles de Nueva York, mi hijo, mi amante. Pero Poochkin fue desde el principio un cachorro de hichon sano, perfecto. Se suponía que a Buffy había que quererla por todos los problemas que había tenido. Supongo que yo sabía que los problemas eran parte de la maternidad, y que si una es capaz de querer demasiado a un perro, puede hacer lo mismo con un bebé o un hombre. (Esto podría ser un libro de mucho éxito: Mujeres que cuidan a perros y los quieren demasiado)
¡Unbebé! ¡Unbebé! Nos pusimos a pensar en nombres. Plantamos un huerto y compramos un todoterreno (que no es el coche ideal para el embarazo pero, a pesar de todo, es familiar).
Molly fue tan hija de Buffy como mía. La devoción de Buffy y de Jon estaban establecidas. La mía oscilaba. Sabía que se admite que las mujeres son capaces de hacer la partenogénesis y no volver la vista atrás. Pero yo necesitaba la seguridad de un hombre y un perro. ¿Podría adiestrar a Buffy para que fuera como Nana en Peter Pan? Eso era fundamental. Mentalmente yo viajaba por Wiltshire, Londres, Costa de Marfil, el Caribe; corporalmente, me estaba preparando para tener un bebé.
Siempre he tenido ganas de escribir un libro que recogiera la quintaesencia de la rareza de la vida de un escritor: vivir una vida extravagante e imaginaria en el propio estudio, en los cuadernos de notas, en los montones de libros, mientras se desarrolla alrededor otra vida cotidiana. El modo en que se enlazan esas líneas entre sí son parte del relato. ¿Cómo se puede escribir esto una mañana…