Выбрать главу

He oído a mucha gente decir que todavía está enamorada de sus antiguos amantes en una sinapsis u otra. Eso mismo es cierto para mí. La memoria nubla el amor, como siempre pasa, pero debajo de la niebla del olvido, permanece el amor. Yo todavía los quiero a todos: Ton, Will, Michael, Allan. Incluso los quiero más que cuando estábamos juntos, porque ahora tengo más empatía. Es probable que ellos no deseen que les quiera, pero mi cariño en cualquier caso está ahí. No me puedo desprender de él. Vuelve en mis sueños.

Creí que iba a patinar sobre el divorcio como sobre hielo duro y liso. Nada más lejos de ello: fue como hundirme. Hundirme en aguas negras, en tinta, pero sin ser capaz de escribir con ella (no tenía pluma ni papel), sin ser capaz de leer, sin ser capaz de respirar, sin ser capaz de ponerme en pie en el sucio fondo. Algunos incidentes apuntan por entre la negrura, trayendo otra vez la tristeza de todo aquello.

Una mañana despierto en la cama de agua de Connecticut con Will. Suena el timbre. Se trata de un empleado del juzgado propio de Dickens, con la cara roja y un mechón de pelo rubio, que trae una citación.

Yo titubeo, envolviendo mi desnudez en una toalla húmeda.

– Perdone -dice él, con la gélida educación de la policía secreta de la Zembla de Nabokov.

– ¿Es usted, mistress Yong?

– Así es.

– Esto es para usted.

Y me entrega un sobre grueso, luego se da rápidamente la vuelta y se aleja.

Desgarro el sobre en la puerta, estremeciéndome. Nunca me habían entregado una citación judicial. Nunca había visto algo así. Parece decir que si me alejo de Fairfield County, seré perseguida «con todo el peso de la ley» y perderé la custodia de Molly («el resultado de esa unión») a menos que siga «domiciliada» en una de las cuatro ciudades siguientes: Westport, Weston, Fairfield o Redding.

Una demanda muy confusa, posiblemente inconstitucional e imposible de ganar, pero una espada en el corazón. Después de todo, ya me había considerado desde siempre una «mala madre» porque debía trabajar para mantenerla. En cierto modo ya había aceptado la falta de una pensión por la niña, las crueldades aisladas (como que descolgara el teléfono para que yo no pudiera saber de mi hija de dos años), pero esto era el sabotaje definitivo: me quitarían a mi hija por culpa de mis libros rebeldes. Esta traición me hizo mucho daño. (En aquel tiempo no tenía modo de saber que las demandas por la custodia de los hijos se han convertido en el castigo cruel y habitual de las de mi generación que se atreven a afrontar la maternidad y una carrera al mismo tiempo.)

Dos años y varios cientos de dólares después, Jon y yo estamos sentados en el despacho de los asistentes sociales del sótano del juzgado de Stamford. Los asistentes sociales, uno hombre, el otro mujer, nos preguntan en la jerga de los asistentes sociales:

– ¿Cuáles son los puntos en que están en desacuerdo?

Mi abogada había conseguido que Molly se quedara fuera del caso, me había proporcionado certificados psicológicos que atestiguaban su salud mental, y había sobreseído el proceso por la custodia y emprendido un proceso de «mediación», una terapia que a nadie conviene de verdad excepto al juez. En la «mediación», la persona sana se rinde y la que está loca tiene que Tomar la decisión, habitualmente a gritos.

Habíamos pasado dos horas en el sótano del juzgado, que estaba lleno de padres negros del gueto, mujeres latinas maltratadas y otros tan pobres que ni siquiera se podían pagar el divorcio.

Al pedírsenos que delimitáramos nuestro problema, encontramos que ni siquiera lo podíamos formular. Finalmente, Jon suelta:

– Mi ex mujer quiere que nuestra hija vaya al colegio Ethical Culture…, y yo creo que debería ir a Dalton.

– Bueno…, estaría mejor en el Ethical porque es… -digo yo, vacilando.

Los asistentes sociales nos miran como si los dos nos hubiéramos tirado un pedo.

– Seguramente podremos resolverlo -dice la mujer, con voz de risa.

Y se establece un «compromiso». Yo mandaría a Molly a Dalton (el antiguo colegio de Jon) y él retiraría la demanda. Comparo la inquietud de Molly por la demanda con el mandarla a un colegio que me parecía equivocado, y me decido por el menor de los dos males. Jon se encoge de hombros y retira la demanda. Está harto de todo. Y lo mismo yo.

Un año después, estoy a punto de publicar Molly's Book of Divorce, un libro infantil ilustrado sobre una niña que va y viene entre la casa de su padre y de su madre. El libro es irónico, pero también es un regalo del día de San Valentín para los niños y los padres que han pasado por un divorcio. Lo escribí como una historia para contar a la hora de irse a dormir y ayudar a que Molly soportara una vida en la que siempre dejaba calcetines, ropa interior y ositos de peluche en la otra casa. También lo escribí para mí misma. Termina con una fiesta en la que los padres divorciados y sus nuevas parejas se besan y arreglan las cosas. Un deseo no realizado. El libro está en imprenta, cuando de repente la carta de un abogado lo detiene todo.

El abogado de Jon amenaza con que, a menos que se cambie el nombre de la niña, utilizará todos los medios a su alcance para conseguir la prohibición del libro.

El padre de Alicia en el País de las Maravillas nunca hizo algo así, ni lo hizo el padre de Christopher Robin (claro que el autor era él), pero es inútil acudir a los tribunales para demostrar que los libros de niños se titulan tradicionalmente con el nombre de un niño real. Al editor ya le dominaba el pánico. Fui convocada a su oficina y me mandó plegarme a la exigencia.

Para evitar la demanda, cambio el nombre de la niña por el de Megan y la imprenta vuelve a ponerse en marcha. Me cobran las páginas inutilizadas. Tienen lugar reuniones interminables con los abogados para tranquilizar al editor, pero en cierto modo se han perdido las ganas. La prensa sensacionalista se ha enterado de la historia y monta el lío habitual a cuenta de ella. Todas las reseñas del libro hablan de «el escándalo» y no del libro. ¿Qué escándalo?

No hubo demanda, sólo la carta de un abogado, palabras duras y reuniones interminables. Pero el libro queda afectado. El editor pierde interés por el libro. Y los padres que pudieran haberlo encontrado adecuado para sus hijos, nunca lo encuentran en las librerías. Pero, como con respecto a un niño con un defecto, me negué a darme por vencida. Decidida a presentar el libro de otra forma, dispuse sus elementos para un programa de televisión: Loretta Swit como la madre, Keri Houlihan como la niña. Alan Katz hizo el programa piloto. El programa era tremendo. Pero nunca llegó a rodarse la serie.

– El divorcio es deprimente -dicen los ejecutivos de la cadena.

– Loretta es demasiado vieja -dicen los ejecutivos de la cadena (los cuales, seis meses antes, insistieron en que interpretara el papel). Lo cierto es que hacía una interpretación maravillosa, apoderándose valientemente de algunos de mis manierismos, como hacen las buenas actrices. Con su única combinación de entereza y dulzura, podría haber servido de inspiración a las madres que cuidan solas a sus hijos. Pero la serie la rodaron mujeres y la montaron hombres, como de costumbre. Entre el «Loretta es demasiado vieja» y «el divorcio es deprimente», la serie nació muerta. Cuando la emitieron como un episodio aislado, recibió mejores críticas que la mayoría de mis libros. Luego se perdió en el limbo de los vídeos.

La mitad de las familias norteamericanas están divorciadas en 1986, pero no en las comedias de situación de la televisión. «Divorcio» todavía es una palabra fea en las cadenas de televisión. Unos años después, todos se precipitan a hacer ese tipo de programas.

– Debes de haber sido profética -me dicen ahora los ejecutivos de las televisiones-. Ibas con años de adelanto sobre tu época.

Megan no está a la venta. Los psicólogos infantiles lo descubren y compran en las librerías de segunda mano como ayuda para aconsejar a los niños en pleno divorcio.

Les mando los ejemplares que me quedan. Pero por lo general el libro no se encuentra: otra víctima del divorcio.

Después de ese sabotaje, perdí un poco los nervios y demandé a Jon por acoso, acusándole de no permitirme ganarme la vida y de interrumpir mi trabajo. El acoso es bastante real, pero la ley no está hecha para eso, ni para reparar un corazón destrozado. Esta absurda demanda nueva dura y cuesta mucho, interrumpiendo todavía más mi trabajo.

Finalmente, decido que no puedo seguir tan enrabietada con el padre de Molly para seguir con la demanda. Todavía siento ternura por él. Sueño con que algún día seamos amigos. Y quiero continuar con mi vida.

Jon y yo nos hemos molestado uno al otro, nos hemos hecho daño, hecho daño a nuestra hija. Ahora Molly está empezando primero en Dalton. Es hora de aprender a ser padres, si no ya amigos. Estoy instalada, al menos los días de entre semana, en un hermoso apartamento que da al East River, en Manhattan. Hemos puesto cierta distancia entre nosotros y nuestro dolor. La herida ha empezado a cicatrizar. Constantemente se reabre debido a la hija que compartimos. Pero, poco a poco, estamos aprendiendo a compartirla. Los fines de semana Jon y yo nos vemos en Connecticut, Mantengo la casa de Connecticut para que Molly esté cerca de su padre. Además la casa es mi refugio para escribir.