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Y así comenzó la cosa. Se fue destilando en la laguna durante un año entero, se consumó una noche de luna llena un año después, siguió intermitentemente durante años y terminó para siempre cuando huí de Venecia dominada por el pánico, sin ni siquiera haberle visto.

El viento soplaba con fuerza desde el canal. Ventanas, macetas y pianos resonaban tocando melodías interrumpidas, y una nube de polvo soplaba por encima de todo. Me miré en el espejo. Estaba blanca como un espectro.

– Mujer a la que llamo madre, si en efecto es ése tu nombre -dijo mi hija que ahora tenía quince años-, tenemos que irnos de aquí. Va a pasar algo terrible.

Al cabo de una hora, habíamos hecho las maletas y habíamos alquilado una góndola taxi para que nos llevase a donde se alquilaban coches.

Mientras íbamos en coche hacia terra firma, nos alcanzó una terrible tormenta, que hizo balancearse a nuestra furgoneta y oscureció sus ventanillas.

Habíamos escapado con el tiempo justo. Los espectros se arremolinaban y gritaban por encima de la laguna. Las damas del jardín del cementerio exclamaban:

– Non scappi! («¡No huyas!»)

Pero yo pisaba el pedal a fondo y tenía Milán en el punto de mira. De vuelta a la vida, a la prisa y fealdad del tráfico, a lo mundano de los negocios, a teléfonos que no ponen en contacto con los muertos.

También se marchó Browning, y también Byron y los Shelley. George Sand dejó Venecia en cuanto tuvo terminado el libro. Sólo Aschenbach se quedó. Y Pound. Y Stravinski. Están enterrados allí.

Una vez lejos, las damas del oscuro jardín no me podían atrapar.

– Mamá -dijo Molly-, nunca me había alegrado de marcharme. Adoraba Venecia cuando era pequeña. ¿Qué pasó?

– Entonces eras demasiado joven para Venecia -dije yo, conduciendo enloquecida.

– No lo entiendo.

– Todavía no estamos preparadas para Venecia -dije.

Pero con el ojo de la mente vi las aguas cerrándose sobre la ciudad, los mosaicos dorados flotando y deshaciéndose, los santos bizantinos haciéndose pedazos.

Esta condenada Atlántida un día se hundiría bajo las cálidas aguas y nadie haría nada por impedirlo. Los arqueólogos del 5040 harían excavaciones, maravillándose de la obra de arte de la muerte.

Pensé en el día en que enterramos a nuestra amiga, la artista Vesty Entwhistle, en el verde jardín del camposanto de San Michele, la isla cementerio, y en cómo echamos teselas doradas en la tierra de encima de ella porque había utilizado unos cuadrados dorados parecidos en sus mosaicos. Otra vida para alimentar a los abundantes espectros. La Serenissima triunfa siempre que en ella se entierra a alguien.

Doce años después, los enterradores desentierran los huesos de los que no son lo suficientemente famosos para atraer a nuevos turistas. Arrojan esos huesos sin valor en un osario común, en una isla osario de la que sólo me han hablado al oído. Pues durante los primeros doce años uno saborea la inmortalidad. Y luego, si ya no eres famoso, afuera contigo: calavera, pelvis, vértebras, tibias, todo. ¿Qué inmortalidad es de hecho mucho más larga que eso? La inmortalidad, después de todo, es el recuerdo de una en las mentes de los que te quieren.

Ya no quiero morir en Venecia. Y por lo tanto, claro, no puedo vivir allí.

Imagino que ya soy demasiado mayor para arriesgarme a ser veneciana.

La vida picaresca

Para cualquier escritora, la más inefable de todas las verdades sobre sí misma es la historia interior, la historia que escribe sin saber por qué, la historia automática, instintiva, con la que el inconsciente la alimenta intravenosamente. Mi historia es picaresca.

Averigüé esto después de haber escrito seis novelas, todas ellas novelas de un camino u otro (el camino a Viena y vuelta, a California y vuelta, al Londres del siglo XVIII y vuelta, al divorcio y vuelta, etcétera). En cada una de ellas, una atribulada heroína que sonríe triunfa sobre la adversidad después de encontrar muchos problemas y enredos, hijoputas y malos chicos, en el camino de la vida.

Nacida en una familia ruso-judía melancólica, hiperintelectual, fóbica, paranoica, yo necesitaba un relato semejante. Y un final semejante. Y lo mismo mis lectores.

En la edad madura, me aferraba a la memoria porque necesitaba entenderme a mí misma antes de que fuera demasiado tarde. ¿Y qué mejor modo de entenderse a una misma que contemplar los mitos con los que has vivido?

Mi generación creció con un mito impuesto: el mito de al final vivieron felices; lo que siempre implica a un hombre: un príncipe que viene algún día. Si nosotras escribimos de este mito o de su opuesto -no hay príncipe, y aunque lo haya, nunca llega, y aunque llegue, nunca lo encuentras-, todavía seguimos considerando nuestras vidas en términos de este mito. Pro-príncipe o anti-príncipe, los términos del debate estaban definidos, y no por nosotras. Tratábamos de escribir sobre otros mitos -un día mi princesa vendrá o yo soy mi propia princesa-, pero todos se derivaban del mismo. El armazón del argumento era el mismo. Estábamos reaccionando, no creando. No habíamos expandido los términos en los que considerábamos nuestras vidas.

¿Hay sólo un relato? ¿El príncipe viene o no viene? ¿La princesa reemplaza al príncipe? ¿La soledad reemplaza a los dos?

¿No podemos encontrar un relato que no tenga nada que ver con eso, un relato en el que ni la relación ni la renuncia a la relación sea lo único que importa?

Aparentemente no. Nuestros escritores y filósofos desbrozan ese terreno y surgen con nuevas versiones, no con mitos nuevos.

Ni siquiera las que hacen hipótesis sobre las mujeres mayores añaden nuevas sugerencias a este viejo tema. Gail Sheehy dijo: «una todavía puede atraer a los hombres después de la menopausia». Germaine Greer dijo: «En cualquier caso, ¿a quién le apetece?». Pero la relación seguía siendo el asunto. Hasta Gloria Steinem admitió que no podía vivir sólo para el Movimiento. Y Betty Friedan dijo que aunque la vejez era estupenda, ella no renunciaba a bailar. A las mujeres que han renunciado a los hombres, en cualquier caso, siempre les han gustado más las mujeres, o encontraban más cariño en ellas, sin darse cuenta de que, después de los cincuenta años, hay más cariño en todas partes; y hasta las relaciones con los hombres, si puedes encontrar una, son mejores.

Puede que, al dejar que mi inconsciente me dictara un modelo picaresco, yo estuviera buscando una vida de mujer tan heroica y esplendorosa como la vida de un héroe a la antigua usanza (ni siquiera los hombres llevan ese tipo de vida hoy), pero mis heroínas también se atascaban en las relaciones. Isadora se entera de la vida después de que la abandone un hijoputa sin corazón; Fanny se entera del heroísmo al rescatar a su hija; y Leila deja de beber al hacer que deje de beber su novio imposible.

¿Dónde está la mujer que empieza desde el principio por ella misma, que no se limita a reaccionar, que vive su vida en razón de un ideal al margen de la relación? ¿Podemos llegar a imaginar a una mujer así? Y si la imagináramos, ¿se identificarían las lectoras con ella?

El verano pasado me encontré reviviendo mi vida picaresca, pero esta vez con una diferencia.

Mi hija y yo habíamos alquilado, sin haberla visto, una casa en una colina con olivos y cipreses, en la Toscana, cerca de Lucca. Iríamos a fines de julio, después de quince días en que di clases en Salzburgo y varios días en Venecia, Milán y Portofino. Dos de las amigas de Molly se nos unirían, luego Margaret, entonces mi mejor amiga. Mi marido llegaría más tarde, y finalmente otros amigos.

Habíamos alquilado la casa cerca de Lucca, no Venecia (donde yo había pasado varios años), porque nuestros amigos Ken y Barbara Follett habían alquilado una allí el año anterior y nos habían invitado a pasar un tiempo en su gran villa. Nunca se movían en agosto sin sus hijos, ahijados, sobrinos, cuñadas y cuñados, e hijos de amigos. También les acompañaban personas como Neil y Glenys Kinnock, dispuestos a tomar pasta y vino, y a montar polémicas,

Adorábamos la suavidad del paisaje campestre y el hecho de que el lugar todavía no era un museo en ruinas como Venecia. También nos gustaba el hecho de que Molly, mi hija única, estaba con una multitud de chicos y chicas. Queríamos a Ken y Barbara, que no sólo son listos y con talento, sino extremadamente amables y leales.

Con calor, y por una carretera polvorienta, en una furgoneta Opel alquilada a la que le fallaba el cambio y tenía unos frenos así así, Molly y yo habíamos hecho el camino hacia Lucca. Habíamos pasado un par de días con los Follett en su alquilado esplendor de un pueblo cercano. Habíamos recogido a Margaret y todo su equipaje en el aeropuerto de Pisa, y ahora nos dirigíamos a nuestra granja toscana con expectativas mayores que las expectativas de matrimonio de Miss Havisham. (Hoy seguramente se llamaría Ms. Havisham y estaría en un programa de desintoxicación en doce etapas para curarse de la codependencia.)