Desde la hermosa ciudad amurallada, nos dirigimos al norte por una vieja carretera y nos pusimos a contar aldeas y viñedos, bodegas de vino y granjas.
Doblamos a la derecha por una carretera que bajaba haciendo curvas junto a un río seco (un insignificante afluente del Arno o el Po, que se llamaba Serchio), e iniciamos la subida por una carretera de barro llena de rodadas, y pronto nos metimos en una zanja. La furgoneta Opel se detuvo, arrancó de nuevo, se paró definitivamente con un ruido seco. Las tres nos apeamos, la sacamos de la zanja y nos volvimos a poner en marcha, sólo para meternos en la siguiente zanja, y en la siguiente.
Un bombero tremendamente gordo, que todavía llevaba sus botas de goma y el casco, salió corriendo de un porche y se puso a gritar con su acento toscano puro:
– Questa macchina non va su quella strada.
Detrás de él, apareció la señora Bombero con la bambina, que soltaba aullidos porque la habían despertado.
Coronamos la cuesta, nos atascamos otra vez, nos apeamos del vehículo y nos fijamos en un precipicio que se abría entre los olivos, debajo de nosotros.
Quedé aterrada. Bajé marcha atrás la cuesta, choqué con una piedra. Luego me volví a meter en la ya muy conocida zanja.
El bombero, su mujer y la niña se reían.
Pero Molly insistía.
– Voy a subir la cuesta para ver lo que hay, mamá -dijo, apeándose del vehículo. Vi sus anchos hombros y su melena pelirroja desaparecer al doblar la curva de la pedregosa carretera. Desde que tuvo dos centímetros más que yo, era difícil darle órdenes.
– ¡Molly! -grité.
– ¡Tranquila, mamá! -me respondió ella, gritando, como una heroína picaresca.
Poco después bajaba la cuesta en un Land-Rover conducido por un robusto caballero, el dueño de la casa. Molly sonreía. El hombre parecía perplejo.
– Qué raro -dijo-. Nadie tiene problemas con esta cuesta. Vamos, suban.
– En la agencia donde me alquilaron la casa no dijeron que necesitábamos un jeep -dije yo, sombríamente. Ya tenía ideas de llenar documentos de protesta, pero ¿quién se atreve a presentar una demanda en Italia? Te llevaría el resto de la vida. Salté dentro del Land-Rover y subimos la cuesta llena de baches y zanjas hasta el castillo del inglés de la cima.
Era una resplandeciente granja toscana con una vista celestial, all italiana. La contemplé admirada. Entonces nuestro casero bajó a rescatar a Margaret y nuestro equipaje.
– Bienvenidas -dijo la señora de la casa, cuando Molly y yo subimos con dificultad los tres tramos de escalones de pizarra hacia la casa.
Su marido pronto volvió con nuestra furgoneta alquilada, con Margaret dentro.
– Hasta con este coche, resulta fácil -dice.
– Antes no se quejó nunca nadie de la carretera -dice la mujer, con aspecto de doña Atareada con un traje de baño elástico con un dibujo de rosas. Tenía papada y una tripa tremenda que ninguna de las que más defienden la menopausia aprobaría, y mucho menos Lotte Berk y sus anórexicas a la última del East Side. Pero se sentía cómoda consigo misma.
Me dirijo a la casa para tomar posesión de lo que había alquilado con mi pasta.
– No entre -dice la señora-. En mi cocina no entre hasta que la muchacha haya pasado la fregona.
Su marido me detuvo con un vaso de vino blanco y agua con gas, y nos sentamos y mantuvimos una agradable conversación sobre que la agencia inmobiliaria nos había estafado a las dos partes, cobrándome a mí de más (seis meses por adelantado) y no pagándoles más a ellos, pero esperaban que de todos modos nos gustara la casa.
– Muy hermosa -dije yo, y era verdad.
El señor y la señora no podrían haber sido más amables mientras nos pasamos dos horas sentados al sol, con Margaret hablando de la Reina, la Reina Madre, Lady Di, presumiendo de que era miembro de las Hijas de Escocia, describiendo con detalle la casa de una de sus tías que vivía en la región de los brezos y los tojos de las Highlands, y hablando de que su tío escocés había muerto, y de cuándo lo enterraron y dónde y de lo que tomaron después con el te.
La conversación llena muchos vacíos de la vida.
Finalmente, brindamos por el sol de Toscana, y animadas por sus uvas, estuvimos listas para examinar la casa.
– La construimos sobre una en ruinas -dijo el marido.
Y, en efecto, todavía se podía ver la crisálida de donde había surgido la mariposa. El refugio de un pastor se había convertido en el bastión de lo británico, completo con antena parabólica, MTV, CNN, estantes con vídeos y mapas de carreteras, pero pocos libros, a no ser de cocina y de reparaciones domésticas (y el estante habitual de best sellen olvidados, dejados por anteriores inquilinos). Había libros de gente famosa que lo cuenta todo, libros escritos por generales y directores generales de sanidad, novelas de estrellas de cine en decadencia, de antiguos ministros y de evangelistas televisivos (algunos todavía en activo). Pero la casa seguía más o menos igual que cuando John Mortimer la alquiló un año para escribir un libro sobre la Toscana.
– Te dije que deberías haber estudiado Alquileres durante las vacaciones de verano -soltó mi marido por teléfono desde Nueva York.
– ¿Quién es capaz de leer en Nueva York? -contraataqué yo-. Para eso hay que venir a la Toscana.
A su debido tiempo nos admitieron en el mirador más alto, con sus asombrosas vistas de todos los alrededores de la casa. Cipreses bajaban por la ladera, oscuros y como lanzas ante los frondosos castaños y los plateados olivos. Fucsias y glicinas crecían por todas partes. Las golondrinas volaban de copa en copa ante una gran extensión de un puro cielo azul. ¿Quién no se habría trasladado allí desde Londres? Era el sueño de Italia de un poeta inglés.
Las camas tenían colchones apelmazados y las almohadas estaban aparentemente hechas del mármol de Carrara local. Había cuatro dormitorios dobles, no siete como nos habían prometido, y el término «doble» era una exageración. En la casa podían dormir quince personas sólo si eran unas personas muy arriesgadas y si algunas de ellas dormían en la terraza, en la pérgola o en la piscina.
No importaba. Nos íbamos a quedar. Las amigas de Molly estaban en camino. Yo ya había pagado el total, y la pareja de ingleses necesitaba pasar el invierno con mis soldi.
– ¿No te encanta esta casa, mamá? -dice Molly, a quien de verdad le encantaba-. Es acogedora y no da miedo -dice. Recordaba el sitio que llamábamos Palazzo Erica, en Venecia, aquel piano nobile casi en ruinas, con su túnel secreto al palazzo de Piero.
El Palazzo Erica tenía una cosa fundamental que lo hacía recomendable, la cercanía del de Piero, y el diminuto estudio de la rosaleda rodeada por una cerca donde podíamos encontrarnos mientras la familia estaba oculta en el piso de arriba. Con una adolescente a remolque, nunca me volvería a arriesgar. De pronto mi adolescente me había convertido en una matrona, y no sabía si me gustaba o me molestaba. Los niños no quieren algo, lo quieren todo: el corazón, el alma, los genitales, la MTV, la CNN. (Y encima, por lo general se lo queremos dar.)
– Leí un artículo en una revista, mamá, que dice que siempre hay que hacer cambios en la disposición de los muebles de una casa alquilada. Para darle tu propia personalidad, ya sabes.
Molly se pone a quitar tapetes de debajo de cada planta, cada arreglo de flores secas, guardando todos los tapetes en los cajones del aparador.
Luego dispone unas manzanas en un estante como había visto en una revista de decoración. Después empuja la enorme y espantosa mesa del comedor hacia la pared para que me sirva de mesa de trabajo.
– Puedes escribir aquí, mamá, ¡lo sé! -dice, de pronto convertida en aliada mía, no mi saboteadora. Ella tiene asuntos de los que ocuparse: una villa llena de chicos ingleses y sudafricanos en Vorno, amigas que vienen, su padrastro que le prometió enseñarle a conducir en Italia. («Si una puede conducir en Italia, puede conducir en cualquier parte», dice orgullosamente a una amiga suya por teléfono.) Quiere que su madre escriba ya y deje de meterse en sus cosas. Se ha hecho una especialista en utilizar mis fechas topes de entrega como un modo de librarse de mí, y sin embargo contar conmigo cuando me necesita. La hija de una escritora está llena de infinitos recursos, sin duda es la mejor creación de la escritora.
Ahora Molly es la heroína picaresca, y yo soy Sancho Panza.
Está arreglando la casa para sus amigas, probándose trajes de baño para ponerse en la piscina con los chicos, pensando en el chico que conoció el año pasado en Lucca. ¿Tendrá una vida que no se centre en las relaciones? Lo dudo. Se siente alegre o triste dependiendo de las relaciones apasionadas, tiene fantasías con respecto a los chicos, quiere una casa acogedora a la que llevar a sus enamorados.
Pero recorre la carretera como cualquier heroína picaresca y puede encontrar sin vacilar aeropuertos y autostrade. Recorre los supermercados italianos en menos de una hora. Va con frecuencia a la otra villa, donde están los chicos.