Si escribía sobre la ternura de dar de mamar a una recién nacida, se me consideraba contrarrevolucionaria, mala hermana, como si el pecho no fuera un símbolo nuestro. Si escribía sobre mujeres que podían ser crueles, se me consideraba traidora, como si no fuera una traición mayor pretender que todas las mujeres eran buenas. No se me permitía jugar en la página. Todo se consideraba desde un punto de vista político y en consecuencia peligroso. Me di cuenta (como han descubierto muchas mujeres que escriben) de que las reglas son mucho más rigurosas cuando proceden de mujeres que de hombres.
Tuve un episodio amargo relacionado con esto en 1979, cuando era una madre reciente que había dejado de amamantar y leí un conjunto de poemas sobre el embarazo y el parto en un festival de poesía de mujeres en San Francisco. Empecé con:
Cuando terminé, me di cuenta de que gran parte del público estaba silbando.
Habiéndome convertido al poder transformador de la maternidad, había llegado a entender que ésta formaba parte del heroísmo femenino: que, una vez convertida en madre, una mujer podía ser más radical en su feminismo. Tenía mayor interés por proteger la tierra de los políticos varones. Tenía mayor interés por la educación y la salud, por el medio ambiente, por todo tipo de política social. Por fin entendía el modo en que nuestra sociedad hace de los hijos y las madres la menos importante de sus prioridades.
Pero las mujeres del festival -muchas de ellas admiradoras de Miedo a volar y de Cómo salvar la propia vida, y de los primeros libros de poemas- parecían sentirse traicionadas por aquel poema y otros más sobre la maternidad. Silbaron y patearon el fragmento de Milagros corrientes, aunque muchas de ellas tenían niños en los brazos.
En aquel momento me sentí cruelmente traicionada. ¿No había querido ser escritora y madre? ¿No había intentado ayudar a otras mujeres que creaban? ¿No trataba de demostrar que las madres también podían ser creadoras apasionadas? La crítica por parte de las mujeres me duele mucho más que la crítica por parte de los hombres. Parecía estar escrita en la piel por mi madre y hermanas, a las que les molestaba mi éxito desde hacía mucho.
Pero mi generación flagelada se había hecho mayor con ideas de una maternidad impuesta. Nos llamaban cosas como prima grávida carroza y peores. Puede que las mujeres del público que me abucheaban consideraran que estaba apoyando a la maternidad impuesta; aunque, claro está, no era así. Era una madre tardía, reticente, una prima grávida carroza, que había comprometido toda su energía y valor para tener una hija. Y me sorprendía que el embarazo me hubiera transformado y que quisiera tanto a la recién nacida. En absoluto me había ablandado aquella transformación materna. Si hizo algo, fue que mi feminismo se volviera más intenso.
Pero no pude verbalizar todo esto aquel día en San Francisco. Ni siquiera yo misma lo entendía.
Esta experiencia, y otras como ella, me enseñaron que a las mujeres les residía crucial el aprender a ser aliadas. Nos educan de modo deliberado para que no sepamos establecer alianzas. Aunque ahora hay todos esos equipos deportivos a disposición de las adolescentes, intrigan unas contra otras como hicieron las de mi generación. Compiten por la ropa, los chicos, el rango social, el dinero, y se llaman cosas unas a otras.
Una vez entré en la habitación de mi hija, y oí sin querer que ella y dos amigas suyas llamaban «calientapollas» a otra chica.
– Nunca llaméis calientapollas a una chica -dije yo-. Es un término sexista.
Molly:
– Pero es que es una calientapollas, mamá.
Mamá:
– Es un modo de rebajar a las mujeres por manifestar su sexualidad.
Molly (a sus amigas):
– Eso es porque mi madre es la escritora de temas sexuales del mundo occidental. Se ha casado muchas veces.
– Cuatro maridos no son tantos, considerando lo vieja que soy -digo yo, citando a Barbara Follett, que también se ha casado cuatro veces.
Las amigas de Molly se ríen disimuladamente. Yo cierro la puerta.
La oposición entre los sexos no significa automáticamente feminismo, y feminismo no significa automáticamente odio a los hombres. Muchas madres y esposas que quisieron comprometerse con las organizaciones feministas en los años setenta informaron del tipo de doloroso rechazo que había experimentado yo. Las ideas feministas nunca fueron más intensas para mi generación de lo que lo eran entonces. Pero una miopía crónica hizo que a muchas organizaciones feministas les resultara difícil golpear el hierro mientras estaba al rojo. Si una llevaba un «estilo de vida burgués», la trataban como a una paria. Una tenía la sensación de que, como no llevara la ropa propia del lesbianismo radical, la evitaban. Entonces había un estilo dominante que una debía seguir: mono y botas de trabajo, nada de maquillaje. Era importante que pareciera que acababas de salir de una comuna. La pintura de labios y ojos no sólo era contrarrevolucionaria, la mencionaban en las críticas de los libros. No había nadie más sexista que esas feministas.