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Cynthia Ozick y Grace Paley se cuentan entre las pocas escritoras judías que se han permitido hacer patente tanto su feminismo como su condición de judías y no han sido lapidadas por ello. Pero su intenso feminismo por lo general se ignora como uno de los frutos de su talento.

Queda mucho por hacer. Debemos confesar nuestro doble desprecio hacia nosotras mismas en primer término y luego hacia lo que escribimos. Debemos dejar de llevar faldas escocesas y abrigos de Chesterfield. Debemos dejar atrás nuestro esnobismo de clase inmigrante y dejar de pretender que podemos pasar por Jane Austen. Debemos reclamar a Emma Goldman y a Muriel Rukeyser, y la fuerza que representan sus voces.

Hemos llegado a absorber no sólo la misoginia de nuestra cultura, sino también el antisemitismo. En ocasiones hemos llegado a igualar la condición de judías con la vulgaridad y lo chillón, y así la hemos tratado de disimular. Dejamos que nuestra condición de judías la expresen nuestras estrellas de la comedia musical y nuestras actrices cómicas. A lo mejor la mujer judía aterra porque representa fuerza, sexualidad, una voz potente. De hecho, nunca hemos necesitado más su coraje. No estoy diciendo que debamos balcanizar el feminismo en norteamericanas judías, norteamericanas africanas, norteamericanas asiáticas, norteamericanas nativas, etcétera. Las verdad es que la universalidad de nuestra experiencia es mucho más importante que lo específico de nuestras diferencias. Sólo estoy señalando lo extraño que es el que hayamos suprimido nuestros orígenes étnicos mientras celebramos los de otros grupos. Si creemos de verdad que el autoconocimiento lleva a la libertad, deberíamos permitirnos una exploración semejante de lo étnico.

Después de los cincuenta años, empiezo a poner en cuestión mi relación ambivalente con mi identidad de judía y mi tendencia a una asimilación irreflexiva de la que he escrito antes. Me parece asombroso que a una mujer nacida en pleno Holocausto no le hayan inculcado un sentido más fuerte del judaismo. Y también empiezo a lamentar no haber educado a Molly de modo más judío, y no haber tenido más hijos judíos que reemplazaran a los que desaparecieron entre los seis millones. Últimamente he empezado a anhelar la solidaridad con otras feministas judías, el unirme a ellas en la búsqueda de unos rituales judíos no sexistas; el celebrar mi condición de judía sin vergüenza, sin un antisemitismo internalizado, y el abrazar mi condición de judía como una parte de mi búsqueda de la verdad por medio de lo que escribo. Eso me lo han inspirado las escritoras norteamericanas de origen africano o asiático, o las nativas que ya han superado la falsa postura de que es posible la asimilación. Como judía secular, tendré que inventar una herencia y al tiempo volverla a descubrir. Estoy deseándolo por primera vez. Tengo el corazón abierto.

Bastante mujer: Entrevista con mi madre

Lo primero que recuerdo de mi llegada a Norteamérica fue a mi padre reuniéndose conmigo en el muelle. «¡Ése no es mi padre!», solté. No había visto a mi padre desde que se había ido a Nueva York cuando yo tenía dos años, y debo de haber pensado que se parecería a mi tío Boris, al que yo adoraba.

Vivíamos en Bristolcon mi tía Sarah, hermana de mi madre, y nuestras dos primas, Minnie y Lennie. De vez en cuando mi madre y mi tía tenían unas riñas tremendas y nos mudábamos a una pensión, aunque cada vez menos desde que mi madre se puso tuberculosa y adelgazó hasta volverse esquelética.

Vinimos a Norteamérica en un barco rebosante de soldados que volvían a casa después de la Gran Guerra. Aunque delgada y trabajada por el tiempo, mi madre siempre fue una mujer guapa en la que se fijaban los hombres, que la admiraban. Ella no reparaba en que se fijaban en ella.

Durante la travesía a Norteamérica, yo estaba jugando detrás de las lanchas salvavidas (donde no había barandilla) y casi me caigo al mar. Un soldado me vio y me salvó. Nos convertimos en la comidilla de la travesía. ¡Yo era la niña a la que habían salvado!

El primer sitio donde vivimos fue en el East Bronx. Ibamos vestidas como encantadoras niñas inglesas con el pelo a lo garçon y sabíamos hacer reverencias y decir «Por favor, Miss esto y lo otro» o «Gracias, Miss esto y lo otro». Comparadas con los niños del Bronx, éramos miembros de la casa real. También las profesoras, que eran unas antiguas irlandesas inseguras, pensaban que éramos maravillosas. En el colegio nos ponían como ejemplo de cómo se había que comportar y vestir. Las niñas nos esperaban al salir del colegio y nos pegaban. Pronto nos hicimos norteamericanas. Después de eso, nada de volver a ser unas inglesitas. Llevábamos medias de lana y algo que se llamaba «peinados redondos», igual que las violentas niñas del Bronx.

Mamá echaba de menos su jardín de Bristol, de modo que Papá nos llevó a una zona de las afueras casi deshabitada, Edgemere, en Long Island: un centro de veraneo que entonces había perdido el favor de la gente. El mar era gris y frío. Allí yo tenía una amiga cuyo padre era músico del teatro Capitol y recuerdo que yo pensaba que las dos éramos hijas de artistas que no nos querían. En aquella época, Papá tenía un estudio en la esquina de la calle 14 con Union Square y venía raramente a casa. Cuando venía, él y mamá tenían unas peleas espantosas. Se gritaban en ruso y Kitty y yo nos escondíamos debajo de la mesa de la cocina. Recuerdo que una vez Papá rompió la puerta de cristal con las manos y se dirigió hacia el mar. Volvió a casa con los pantalones empapados y la mano sangrándole todavía. Mamá sollozaba en la mesa de la cocina.

Más tarde, recuerdo que a ella le hicieron un aborto en aquella mesa de la cocina, algo secreto y horrible, y también que susurró en ruso. La llevaron rápidamente al hospital después de eso, destrozada y sangrando mucho. Kitty y yo nos dábamos cuenta de que había pasado algo terrible pero no estábamos seguras de qué. Sólo lo comprendimos después. Papá no quería más hijos y eso era todo. El era quien tomaba todas las decisiones. Mamá no es que fuera sencillamente desgraciada, se encontraba fatal. Nunca se le ocurrió que se podía marchar.

Pero todos los veranos, mientras vivieron mis abuelos, íbamos a Inglaterra. ¡Era la gran escapada! Papá ganaba el dinero suficiente para mandarnos. Estábamos en casa de mis abuelos, que todavía tenían una tienda de comestibles en el East End de Londres. Mi abuela tenía unos ojos azules brillantes, y mi abuelo llevaba perilla y montaba a caballo. Nunca hablaba con las niñas, pues no se merecían la molestia. Pero mi abuela nos adoraba. Mi abuelo en Rusia había sido guardabosques, un tratante de madera que compraba árboles sin cortar, aunque a los judíos, por supuesto, no se les permitía tener tierras. Montaba a caballo muy bien, y cuando su único hijo, Jacob, hizo una fortuna-primero como peletero, luego como marchante ambulante de cuadros-, él y mi abuela se retiraron a la casa de campo de]acob, en Surrey, que tenía graneros con el techo de paja, pista para los caballos y todo. Por supuesto, mi tío Jacob se deshizo de su mujer judía y se casó con una shiksa. Caballos y shiksas; pruebas del éxito de los jóvenes de origen judío. Llevó a mis abuelos a su casa de campo y les liberó de la tienda de comestibles. En su vejez mi abuelo estudió para ser rabino. Todavía no les hablaba a las chicas.

Mi padre debe de haber ganado una pequeña fortuna durante los años veinte, primero pintando cuadros sin firmar para aquellos agentes de lo que él llamaba «pintores falsos», luego pintando las cabezas de los carteles de las estrellas de cine de la Metro Goldwyn Mayer. Por entones las pintaban por partes. Unos se especializaban en las cabezas, otros en los cuerpos. El pintaba cabezas.

Los «pintores falsos» eran tipos que se instalaban como artistas en ciudades de vacaciones como Palm Beach.

Tenían un gran estudio, llevaban boina, un blusón, y hablaban con las damas de la sociedad. Pasaban por artistas, manteniendo el lienzo cuidadosamente oculto de la vista. Entonces Papá llegaba furtivamente de noche y pintaba el retrato a partir de una fotografía. Hizo centenares de retratos de ésos. Una vez me dijo que había perdido más de 100.000 dólares en el Crash de 1929 -así que entonces debía de ser el equivalente a un millonario-, y todo ganado con la pintura. Tuvo que volver a rehacer su fortuna desde cero a partir del Crash. Durante la Depresión, trabajó para la MGM.

Yo podría haber ido a la universidad que hubiera querido, pero como Kitty dejó el colegio y fue a la National Academy of Design, y como siempre venía a casa con historias de lo estupenda que era, de cuántos chicos guapos había, de lo mucho que se divertía, decidí que yo también quería dejar el colegio. Papá me lo permitió. Sólo sentía desprecio por los estudios oficiales. En la National Academy of Design, los profesores siempre se burlaban de los chicos: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky. Ganará el Prix de Rome», que era la beca mejor. Pero nunca se la concedían a las chicas y yo lo sabía. De hecho, cuando gané dos medallas de bronce, estaba furiosa porque sabía que sólo eran unas condecoraciones, no un premio que proporcionase dinero de verdad. Y eso sólo porque yo era una chica. ¿Por qué decían: «Será mejor que te andes con ojo con esa chica, Mirsky», si no era para atormentarme?