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Nunca habría conocido a tu padre a no ser por un amigo de Papá que se llamaba Rebas y que era un ruso blanco. Era uno de aquellos artistas de carteles de cine especializado en cabezas, y él y su amigo, un tal Mr. Hittleman que tocaba el violín, compraron un centro de vacaciones en Catskilly lo llamaron Utopía. Yo estaba allí como una especie de señorita de compañía de los niños. Tenía diecisiete años. Pero Mr. Rebas -por algún motivo- insistió en dormir en mi habitación. Dijo que era para protegerme. Nunca me puso la mano encima. Creo que era gay y yo era su modo de disimularlo. En cualquier caso, cuando tu padre llegó con su orquesta, debía de parecer como si yo me estuviera acostando con el dueño de la casa. Y llevaba unos vestidos maravillosos, una capa de terciopelo negro que me había hecho yo, y unos sombreros fabulosos. Y me deslizaba por los campos como una aparición de El sueño de una noche de verano. Conque tu padre decidió que fuera suya. Era muy guapo. Y muy agresivo.

Tenía los ojos azules y el pelo castaño. Era el tumler, el director de la sala, el líder de la banda, el principal autor de los sketches; lo hacía todo él. Yo pensaba que resultaba sorprendente de verdad que los sketches fueran tan malos y los chistes tan desvergonzados. El nivel de humor era abismal. Los viernes por la noche, bromeaban sobre que llegaba el tren de los tiesos: los maridos cachondos que venían de la ciudad.

Pero mi querida hermana no había nada que viera y me perteneciese a mí que no quisiera. En cuanto vino de la ciudad, se puso a coquetear con Seymour. Si no hubiese coqueteado con él, yo nunca habría estado segura de que era el adecuado. Si Kitty lo quería, entonces yo me quedaría con él. ¡Así eran nuestras relaciones de hermanas! Yo no tenía ningún interés en casarme. Era un espíritu libre, una artista. Se suponía que las mujeres debían ser libres. Mi ídolo era Edna St Vincent Millay. Y hasta mi madre, que había tenido un matrimonio tan espantoso, estaba muy orgullosa de una amiga suya que era dentista. Creía mucho en lo que tú llamarías el Movimiento de liberación de la mujer. No era de esas mujeres que salían y se manifestaban a su favor, pero creía en él. Cuando yo tenía problemas con tu padre, antes de que nacieras, decía: «Déjale si quieres. Yo te ayudaré todo lo que pueda.» Quería que yo tuviera una vida mejor que la suya. No quería verme atrapada en un matrimonio desgraciado.

Una vez en un viaje a Japon con Papá, tuve un sueño sobre mi madre que nunca olvidaré, he cortaban las piernas y sangraba, estaba atada a una columna, o en la parte de arriba de la torre de una iglesia, y recuerdo que yo me arrastraba alrededor y lloraba al verla, pero ella no dejaba de decir: «Todo está bien, cariño, esto no es tan malo.» Eso resume nuestra relación.

Mi padre no fue un padre cariñoso cuando Kitty y yo éramos pequeñas, pero cuando nació tu hermana Nana, descubrió la paternidad cuando ésta ya estaba pasada de moda. Nunca se llevó bien con mi madre, por lo que insistía en que viviéramos todos juntos, atándonos a aquel gran apartamento y haciendo a la bebé el centro de todo. Yo era la criada, tu padre era el mayordomo, mamá era la cocinera. Papá era el rey y tu hermana la princesa. Total, que el abuelo al que quisiste tanto fue un invento reciente. Para mí en absoluto fue un padre. Tú tienes unos recuerdos maravillosos de él, y para mí no era más que un espantoso tirano. ¡Prácticamente monopolizaba el mercado del chovinismo machista. Trataba a Mamá como si fuera idiota, la rebajaba constantemente. Tuve que volverme muy guerrera para poder crecer con un padre así. Luego, con sus nietas, ¡se volvió un santo! ¡Primero echó a perder mi vida, luego secuestró a mis hijas!

Cuando naciste tú, durante la guerra, casi te mueres. Fuiste la única recién nacida que sobrevivió. Siempre consideré que te quería más porque tuve que luchar tanto para mantenerte con vida.

Es un hermoso día cálido de mediados de septiembre, como un año después de haber entrevistado a mi padre. Estamos en mi casa de Connecticut. Mi madre ha estado hablando delante de un magnetófono animada por mí. Involuntariamente había contado un secreto sobre su enemistad con Kitty.

– De modo que todos le debemos mucho -digo-. Sin ella, no estaríamos aquí.

– Eso parece -dice mi madre, sin querer decir eso.

Hay otra antigua disputa entre nosotras: a ella le duele mi idealización de mi abuelo, considerando que en cierto modo yo recibí las mejores cosas de él y ella nunca resolvió sus problemas con él. Quiere que piense de él lo que ella piensa.

– Pero para mí fue diferente -protesto-. ¿No puedo tener mi propio punto de vista sobre él?

Al parecer, no. Incluso a los cincuenta años, entrevistando a mi madre, esperando que sea objetiva para una autobiografía, le cabrea que tenga mi propio punto de vista. Su punto de vista es el único correcto.

– ¿Por qué te quedaste con ellos si te molestaba tanto? -pregunto.

– Era lo que menos costaba -dice mi madre-. Al final nos marchamos. Y nunca les dejamos que vinieran a vivir con nosotros.

Hay el olor de la sangre antigua en esta enemistad y noto que nunca llegaré al fondo de ella. Mis abuelos están muertos, pero la enemistad sigue viva. Ha minado toda nuestra energía durante años y continúa recordándose en los nombres que usamos entre nosotros. Yo también llamo a mis abuelos «Mamá» y «Papá»; y a mis padres, «Eda» y «Seymour». En la edad adulta he intentado llamar a mis padres «Madre» y «Padre», pero parece una especie de excrecencia; en cierto modo, contra natura. Mis abuelos todavía controlan el gallinero, y eso que han muerto hace mucho.

Mi padre se puso nervioso cuando mi madre y yo nos sentamos juntas delante del magnetófono. Se ha sentido excluido. Ahora pasea, con una tarjeta en la mano en la que ha escrito una frase algo larga. Nos la lee en voz alta a mi madre y a mí, como si fuera un poema:

He llegado a ser quien soy, viejo, abandonado, irreal para mí mismo, una víctima del azar absolutamente incomprensible de la vida, y del atroz paso del tiempo. ¿Por qué soy yo, y no soy otro? Joven, en absoluto viejo o nonato… Más que el resultado del azar coincidente, hecho carne, y depositado en un mundo duro para que florezca, macho y cerca de la muerte.

– ¿Sabéis de quién es esto? -pregunta.

Y antes de que ninguna de las dos pueda contestar, añade:

– De Gore Vidal. Un gran escritor. De su libro 1876.

– También él lo ha pasado mal con los críticos -digo, esperando reconfortar a mi padre.

– Que les den por el culo -dice mi padre, valientemente-. Tú te impusiste una vez; volverás a hacerlo.

– Casi moriste -dice mi madre- al nacer -luego hace una pausa y añade gravemente-: Pero yo no dejé morir a ninguna de mis hijas.

Ha sido un día extraordinariamente agradable. Mi madre ha pintado en la terraza, ha pintado una acuarela con un cubo rebosante de tulipanes. Ken ha preparado el almuerzo para todos y nos hemos sentido cómodos unos en compañía de los otros de un modo que habría sido imposible antes de haberme casado con él. Con todo, continúan las diferencias. La verdad es que no puedo imaginar las limitaciones de la vida de mi madre o de mi abuela, ni puedo responder a la desconcertante pregunta de por qué yo he sido mucho más libre que mi madre y mi abuela. Sé que hay algo en los esfuerzos de las hijas frente a las limitaciones maternas que nos empuja a encontrar lo que somos. Veo a mi propia hija echándome abajo, desconstruyéndome. Tiene que hacerlo para librarse de mí. Se burla de mis distracciones, mi tendencia a la preocupación, mis fechas límite perennes. Hace burla de mis matrimonios, mis amigos, mi innoble reputación de escritora de pornografía. Tiene que hacer estas cosas para imponer su identidad frente a la mía. Es el modo en que se hace mayor. Yo soy el suelo del que crece. Tiene que derribarme para construir el edificio de sí misma. Para ella, yo soy un solar.

¿Es libertad el amor, o es una esclavitud?

Era el asunto del que nos ocupábamos Ken y yo siempre que discutíamos si nos íbamos a casar. Y es el asunto principal, ¿no? «Amor contra Libertad» -escribí en alguna de las notas de estas memorias-: «¿cómo suprimir el contra?»