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– Si nos sabemos querer uno al otro, será libertad -solía decir Ken-. ¡Qué libertad saber que vuelves a casa por la noche! ¡Qué libertad no tener que precuparse de los fundamentos de nuestra vida! ¡Qué libertad saber que alguien te quiere por lo que eres!

Al principio, yo me oponía a esto, pensando qué propio de hombre es. Para mí, el matrimonio siempre ha significado esclavitud y sumisión, de la que nunca podía esperar escape. Un hombre podía sentirse enraizado en el mismo matrimonio que una mujer experimentaba como trampa.

Pero esta vez juré que sería diferente. Nuestras reglas básicas eran diferentes. Me casé decidida a no ser esa cosa horrible: una esposa. Insistí en la igualdad, sabiendo que en caso contrario la cosa no funcionaría en absoluto.

Sin embargo, ya al comienzo de nuestro matrimonio -y a pesar de todo lo que me había prometido a mí misma-, me encontré desempeñando el papel de esposa: centrada en la renovación del apartamento, haciendo cosas domésticas tontas en lugar de escribir, utilizando el papel de esposa como alternativa a mi trabajo: mi trabajo, que siempre me había producido tantos conflictos y del que parte de mí misma ansiaba escapar. Podía echarle a Ken la culpa de esto, pero no era culpa de Ken. Más bien era el esposatropismo mío. Aunque tenía cuarenta y siete años, estaba en posesión de todo mi poder, mi propia identidad, algo mío quería escapar del combate y reducirme a ser una esposa. Parecía muy cómodo, muy seguro. Estaba muy cansada de luchar. Pasaba los días durmiendo y de compras. No quería continuar la guerra.

Muchas mujeres combativas han relatado este periodo: el deseo de rendirse y ocultarse, el deseo de dejar que guiara el hombre. Hasta que encerrara a ese dragón concreto en su cueva, ¿cómo pretendía hablar por las otras mujeres?

Me he preguntado una y otra vez cómo es posible que la revolución de la mujer haya empezado y se haya detenido tantas veces en la historia, empezando con la brusquedad de un terremoto y muchas veces apagándose con la misma rapidez. Las mujeres derraman mares de tinta, cambian algunas leyes, cambian algunas expectativas, y luego ceden y de nuevo se convierten en sus abuelas. ¿Cuál es la dialéctica que las dirige? ¿Cuál es la culpabilidad que las lleva a sabotear sus propios logros? O a lo mejor no es culpabilidad. Puede que sea, como dice Margaret Mead en Blackberry Winter, que: «El bebé sonríe demasiado». O puede que sea el desgaste emocional por tener que luchar todos los días.

La batalla por los derechos de la mujer todavía no ha sido ganada. Las mujeres no pueden ver lo astutas que son las trampas patriarcales hasta que maduran un poco. Las feministas más jóvenes, como Naomi Wolf, han subestimado lo arraigada que está la fuerza patriarcal y lo muy a menudo que las mujeres le rinden sus propias almas. Ni siquiera consideran todavía el arco completo de la vida de una mujer. Nos rendimos a la condición de esposas porque estamos acostumbradas a tener a alguien a quien echarle la culpa y estamos muy poco acostumbradas a la libertad. Preferimos el autocastigo a imponernos a nuestros miedos. Preferimos nuestra ira a nuestra libertad.

Si las mujeres fueran completamente conscientes de la parte de sí mismas que le entrega el poder a los hombres, el pronóstico de la victoria resultaría cierto. Pero estamos lejos de tener conocimiento de nosotras mismas. Y nos alejamos cada vez más y más cuando nos retiramos del modelo del yo del psicoanálisis. Mientras infravaloremos la importancia de las motivaciones inconscientes, la existencia del propio inconsciente, no podremos desarraigar a la esclava que hay en nosotras. La libertad resulta difícil de querer. La libertad elimina todas las excusas.

Si esto fuera consciente, todo sería fácil, y fácil de cambiar. Pero está profundamente enraizado. Habitualmente no nos damos cuenta de que sobrevaloramos al hombre e infravaloramos a la mujer. Habitualmente no nos damos cuenta de que nos enfrentamos entre nosotras mismas. No nos damos cuenta de que aceptamos interiormente que Papá tiene razón y Mamá está equivocada.

Cada uno de los libros que he escrito ha sido escrito sobre el cadáver ensangrentado de mi abuela. Cada uno de los libros ha sido escrito con culpabilidad, gracias al empuje del dolor. Cada uno de los libros ha sido un recién nacido que no tuve que cuidar, diez mil comidas que no tuve que preparar, diez mil camas que no tuve que hacer. Quisiera, por encima de todo, ser completa, no estar dividida (esto, de hecho, es de lo que trata toda mi obra), pero en cierto modo sigo dividida. Lo mismo que una persona que una vez cometió un delito horrible que quedó sin castigo, siempre espero que caiga el hacha. En esto, sospecho, no soy diferente a las demás mujeres.

Mi abuela murió en 1969. Diez años después escribí este poema, intentando expresar parte de los sentimientos que su ejemplo me provocó:

Bastante mujer
Porque las horas de mi abuela fueron tartas de manzanas en el horno, y motas de polvo acumulándose, y sábanas poniéndose amarillas y costuras y dobladillos descosiéndose inevitablemente, yo casi nunca me ocupé de una casa, aunque la verdad es que me gustan las casas y quisiera tener que hacerle la limpieza a una.
Porque los minutos de mi madre fueron chupados con el zumbido de la aspiradora, porque bailaba el vals con la lavadora y se arrancaba el pelo esperando a que la repararan, yo mando la ropa a la lavandería y vivo en una casa con polvo, aunque la verdad es que me gustan las casas limpias tanto como a cualquiera.
Soy bastante mujer para que me encante amasar el pan tanto como el tacto de las teclas de la máquina de escribir en contacto con mis dedos, elásticos, resistentes. Y el olor de la ropa recién lavada y el de la sopa que hierve me resultan casi tan queridos como el olor a papel y tinta.
Me gustaria que no hubiera elección; me gustaría poder ser dos mujeres. Me gustaría que los días fueran más largos. Pero son cortos. Conque escribo mientras se apila el polvo.
Estoy sentada a mi máquina de escribir recordando a mi abuela y a todas mis madres, y los minutos que perdieron queriendo a las casas más que a sí mismas; y el hombre al que quiero limpia la cocina gruñendo, sólo un poco, porque sabe que después de todos estos siglos es más fácil para él que para mí.

Ahora, décadas después, estos sentimientos son incluso más intensos.

¿Dónde deja esto a la mujer que crea? En un dilema, como de costumbre. Mi abuela está sentada en mi hombro y trato de silenciarla. Me recuerda mis deberes: la entrevista en el colegio, la compra, la creación de un nido, el cuidado de la esfera privada. Pero yo necesito trabajar y decirle que no a mi hija. Mi marido también tiene que cocinar y ganarse la vida. También tiene que hacer la limpieza. ¿Hay una libertad andrógina más allá de hombre y mujer? Tanto unos como las otras la necesitan.

Un recuerdo de la niñez se abre paso entre las sinapsis. Estoy tumbada en la cama enorme entre mis padres. Puede que tenga cuatro o cinco años. He despertado de una pesadilla, y mi padre me ha llevado a su cama y colocado entre él mismo y mi madre.

Una bendición. Un anticipo del cielo. Un recuerdo del océano amniótico: el calor del cuerpo de mi madre por un lado y el de mi padre por el otro. (Los freudianos dirían que soy feliz por separarlos, y puede que tengan razón, pero dejemos a un lado esa cuestión, de momento.) Basta decir que estoy contenta por encontrarme en la caverna primordial, bañada por los rayos del paraíso.

Atrás, atrás en el tiempo. Estoy tumbada boca arriba y el techo parece un calidoscopio de guisantes y zanahorias en cuadraditos -comida del jardín de infancia-, reconfortante y cálido. Se mezcla el aliento de mis padres y el mío. Feromonas familiares de las que nacemos. Por el momento, no hay otro mundo que éste, nada de hermanas, ni profesores, ni coches, ni calles. El Edén está aquí entre mis padres dormidos y no hay destierro a la vista. Me esfuerzo por seguir despierta saboreando el momento au paradiso que asoma por el purgatorio de todos los días, el inferno del colegio y las hermanas, las guerras competitivas en el cuarto de los juegos, y la crueldad de los demás niños.