Mientras caminaba, iba pensando en las consecuencias legales de la muerte de Da Prè. El testamento de su hermana todavía estaba pendiente de fallo, de modo que su súbita desaparición daría a los beneficiarios del codicilo impugnado la oportunidad reclamar cien millones de liras, mucho dinero para una orden religiosa que exigía voto de pobreza.
No vio a nadie hasta llegar a campo San Polo, por donde un guardia de uniforme verde hacía su ronda, con un dócil pastor alemán al lado. Los dos hombres se saludaron con un movimiento de la cabeza al cruzarse. El perro ni siquiera miró a Brunetti, iba tirando suavemente de su amo hacia casa, ansioso por encontrar abrigo. Al acercarse al pasaje por el que se salía del campo, oyó un leve chapoteo. Desde el puente, miró al agua y vio una rata de larga cola alejarse nadando lentamente. Brunetti siseó, pero la rata no le hizo más caso que el perro, y siguió nadando, en busca del cobijo de su nido.
14
A la mañana siguiente, antes de ir a la questura, Brunetti pasó por casa de Da Prè, para hablar con Luigi Venturi, el vecino que había encontrado el cadáver. Con la visita, Brunetti no averiguó más de lo que hubiera descubierto con una llamada telefónica: Da Prè raramente recibía visitas, tenía pocos amigos y Venturi no sabía quiénes eran; y el único familiar vivo del que Da Prè le había hablado era la hija de un primo lejano que residía cerca de Verona. La noche antes, Venturi no había oído ni visto absolutamente nada fuera de lo corriente, hasta que por el techo de la cocina había empezado a filtrarse agua. No; Da Prè nunca había hablado de enemigos que pudieran quererle mal. Venturi miró a Brunetti con extrañeza al oír la pregunta, y el comisario se apresuró a asegurarle que la policía sólo trataba de descartar esta remota posibilidad. No; ni él ni su vecino abrían la puerta sin preguntar quién era. Otras preguntas revelaron que aquella noche el signor Venturi estaba viendo un partido de fútbol por televisión y que no había pensado en Da Prè ni en lo que pudiera ocurrir en su apartamento hasta que, al entrar en la cocina para prepararse una taza de Orzoro antes de acostarse, vio el agua que resbalaba por la pared, y entonces fue cuando subió a ver qué le ocurría a su vecino.
No; no podía decirse que fueran amigos. El signor Venturi era viudo; y Da Prè, soltero. Pero la circunstancia de vivir los dos en el mismo inmueble fue razón suficiente para que cada uno diera al otro un juego de llaves, aunque ninguno de los dos había tenido motivo para utilizarlas, hasta aquella noche. Brunetti no sólo no había averiguado nada más por el signor Venturi sino que se había convencido de que no había nada más que averiguar.
Entre los papeles de Da Prè que Brunetti encontró revueltos en el cajón del mueble de la sala había varias cartas de un abogado con bufete en Dorsoduro, al que el comisario llamó al llegar al despacho. El abogado, por ese medio por el que los venecianos se enteran siempre de todo, ya tenía noticia de la muerte de Da Prè y había tratado de notificársela a la hija del primo. Pero ella se encontraba en Toronto con su marido, que era ginecólogo y asistía a un congreso internacional de su especialidad que aquella semana se celebraba en esta ciudad. El abogado dijo que seguiría tratando de ponerse en contacto con ella, pero no creía que la noticia le hiciera adelantar el regreso a Italia.
El abogado casi no pudo dar a Brunetti información sobre Da Prè. Aunque hacía años que era su procurador y aún estaba tramitando el testamento de su hermana, sus relaciones siempre fueron puramente profesionales. De la vida de Da Prè no sabía prácticamente nada, si bien, al ser preguntado sobre la cuantía de su patrimonio, estimó que, descontando el apartamento, no debía de ser grande: casi todo el dinero había sido invertido en las cajas de rapé, que había dejado al Museo Correr.
Brunetti llamó al despacho de Rizzardi y, casi sin darle tiempo a preguntar, el forense dijo:
– Sí, hay una pequeña señal en el lado izquierdo del mentón, además de la que tiene en la columna vertebral. Las dos pueden ser debidas a la caída. Se partió el cuello al caer de espaldas, como le dije anoche. Murió instantáneamente.
– ¿Pueden haberle golpeado o empujado?
– Es posible, Guido. Pero no conseguirá que diga eso, oficialmente por lo menos.
Brunetti sabía que sería inútil insistir, por lo que dio las gracias al médico y colgó.
Cuando llamó al fotógrafo, éste le pidió que fuera al laboratorio a echar un vistazo. Brunetti, al entrar, vio cuatro grandes ampliaciones, dos en color y dos en blanco y negro, clavadas en el tablero de corcho de la pared del fondo.
Cruzó la sala y se paró delante de las fotos. Las miraba acercando poco a poco la cabeza hasta casi rozarlas con la nariz. En el cuadrante inferior izquierdo de una de las fotos, se apreciaban dos tenues líneas paralelas. Poniendo el dedo sobre ellas, Brunetti se volvió a mirar a Pavese.
– ¿Esto?
– Sí -dijo el fotógrafo, situándose a su lado. Suavemente, apartó el dedo de Brunetti con la goma del extremo del lápiz que tenía en la mano y resiguió las dos líneas.
– ¿Rozaduras? -preguntó Brunetti.
– Podrían serlo. Pero también podrían ser otras muchas cosas.
– ¿Han examinado los zapatos?
– Foscolo se ha encargado de eso. Los tacones están rozados, pero no sólo detrás sino también en otros sitios.
– ¿Se podrá relacionar las marcas de los zapatos con las del suelo? -preguntó Brunetti.
Pavese movió la cabeza negativamente.
– No de forma convincente.
– ¿Pueden haberlo arrastrado al cuarto de baño?
– Sí -dijo Pavese, pero se apresuró a añadir-: Aunque también pueden haber arrastrado otras cosas. Una maleta. Una silla. Un aspirador.
– ¿Usted qué opina, Pavese?
Antes de contestar, Pavese golpeó la foto con el lápiz.
– Lo único que sé es lo que está en la foto, comisario. Dos marcas paralelas en el suelo. Podrían haber sido hechas con cualquier cosa.
Brunetti, al comprender que no iba a sacar nada más del fotógrafo, por lo que le dio las gracias y volvió a su despacho.
Encima de la mesa encontró dos notas de la signorina Elettra. La primera decía que una tal Stefania deseaba que la llamara. La segunda, que la signorina Elettra tenía información acerca del «asunto del cura». Nada más.
Brunetti marcó el número de Stefania y, una vez más, el tono de la respuesta le confirmó que el mercado inmobiliario estaba en crisis.
– Soy Guido. ¿Ya has vendido el apartamento de Canareggio?
La voz de Stefania se hizo más cordial.
– Mañana por la tarde firman los papeles.
– ¿Has puesto algún cirio para que no haya acqua alta?
– Guido, iría a Lourdes de rodillas con tal de impedir que suban las aguas antes de que firmen.
– ¿Tan mal está el negocio?
– Para qué te voy a contar.
– ¿Lo vendes a los alemanes? -preguntó él.
– Ja.
– Sehr gut. ¿Has podido averiguar algo de esos apartamentos?
– Sí, pero nada muy interesante. Los tres están en el mercado desde hace meses, pero el hecho de que el dueño esté en Kenia complica cualquier operación.
– ¿En Kenia? Creí que estaba en Turín. Es la dirección que figura en el testamento.