Pasó a las revistas, y enseguida vio, con la consiguiente decepción, que todos los artículos habían sido sistemáticamente recortados. Con las revistas en la mano, atravesó la sala principal hasta el escritorio de la bibliotecaria. Dos lectores canosos dormitaban en el linde de los círculos de luz que irradiaban las lámparas de sobremesa.
– En estas revistas faltan hojas -dijo poniéndolas encima de la mesa.
– ¿Otra vez los antiabortistas? -preguntó ella con evidente disgusto pero sin sorpresa.
– No; el Opus Dei.
– Mucho peor -dijo la mujer con resignación atrayendo las revistas hacia sí. Todas se abrían por el sitio en que faltaban las hojas. Ella movió la cabeza tristemente ante aquellas mutilaciones implacables.
– No sé si habrá dinero para reponerlas todas -dijo apartando las revistas a un lado suavemente, como deseosa de evitarles más daño.
– ¿Esto ocurre con frecuencia?
– Sólo desde hace unos años -dijo ella-. Debe de ser la última forma de protesta. Destruyen todos los artículos que contengan información que les desagrada. Creo que hace años hicieron una película sobre esto, gente que quemaba libros.
– Nosotros, por lo menos, no llegamos a tanto -dijo Brunetti, tratando de infundirle, con una sonrisa, este consuelo mínimo.
– Todavía no -dijo ella, volviéndose hacia uno de los lectores que se había acercado a su escritorio.
Fuera, en la Piazza, Brunetti se paró a mirar el bacino de San Marcos, luego se volvió y se quedó contemplando las ridículas cúpulas de la basílica. Había leído que en California hay un lugar al que las golondrinas regresan todos los años en la misma fecha. ¿El día de san José? Aquí venía a ocurrir lo mismo: la segunda semana de marzo, reaparecían los turistas, guiados por una brújula interior que los traía precisamente a estas orillas. Cada año venían en mayor número y cada año la ciudad se hacía más hospitalaria para ellos, en detrimento de sus habitantes. Las fruterías cerraban, las zapaterías cesaban en el negocio y eran sustituidas por tiendas que vendían máscaras, encaje hecho a máquina y góndolas de plástico.
Brunetti reconoció uno de sus accesos de mal humor, exacerbado éste por su tropezón con el Opus Dei, y como sabía que, para disiparlo, nada mejor que caminar, enfiló la Riva degli Schiavoni, con el agua a su derecha y los hoteles a su izquierda. Cuando llegó al primer puente, caminando a buen paso al sol de la media tarde, ya se sentía mejor. Y entonces, al ver las gaviotas aletear vigorosamente a ras de agua, sintió el corazón muy ligero, como si también él fuera a levantar el vuelo hacia San Giorgio, tras un vaporetto.
Un indicador de dirección del Ospedale San Giovanni e Paolo lo decidió y, a los veinte minutos, estaba allí. La enfermera encargada de la planta a la que había sido trasladada Maria Testa le dijo que no se había producido ningún cambio en su estado, y que se encontraba en una habitación particular, la número 317, al fondo del pasillo, a la derecha.
Junto a la puerta de la habitación 317, Brunetti encontró una silla y, en el asiento, el último número de Topolino, abierto. Sin pararse a pensarlo ni a llamar, Brunetti abrió la puerta y entró. Una vez dentro, instintivamente se situó al lado de la puerta que aún estaba cerrándose, mientras sus ojos registraban la habitación.
En la cama, cubierta por la manta, había una figura de la que partían tubos que iban a recipientes de plástico, unos colgados de soportes altos y otros puestos en el suelo. El grueso vendaje del hombro seguía en su sitio, lo mismo que el de la cabeza. Pero la persona que Brunetti vio al acercarse a la cama parecía diferente: la nariz, afilada como el pico de un ave, los ojos hundidos y un cuerpo que casi no abultaba, de lo mucho que había adelgazado en sólo unos días.
Brunetti, lo mismo que la última vez, miraba fijamente aquella cara por si algo podía revelarle. La mujer respiraba lentamente, con unos intervalos tan largos que a cada exhalación Brunetti temía que fuera la última.
Miró la habitación y no vio flores, ni libros, ni vestigio de compañía humana. A Brunetti le chocó esto, y le pareció muy triste: una mujer tan joven, con toda una vida ante sí, atada a una cama de hospital, sin poder hacer más que respirar y sin que, al parecer, hubiera en el mundo alguien a quien importara que esta vida se truncara.
En la silla del pasillo estaba ahora Alvise, absorto de nuevo en la lectura, de la que no se molestó en levantar la mirada cuando salió Brunetti.
– Alvise.
El agente alzó la cara abstraído y, al reconocer al comisario, se puso en pie de un salto y saludó, sin soltar la revista de historietas.
– ¿Sí, señor?
– ¿Dónde estaba?
– He bajado a tomar un café porque se me cerraban los ojos, comisario. No quería dormir, no fuera a entrar alguien en la habitación.
– ¿Y no se le ha ocurrido, Alvise, que podía entrar alguien mientras usted no estaba?
Si Alvise hubiera sido el intrépido Cortés, mudo, en lo alto de un pico de Darien, no hubiera sido mayor su estupor.
– Pero antes hubieran tenido que saber que yo no estaba.
Brunetti no dijo nada a esto.
– ¿No le parece, comisario?
– ¿Quién le ha asignado este servicio, Alvise?
– En la oficina hay una lista, comisario, nos turnamos.
– ¿A qué hora lo relevan?
Alvise dejó caer la revista a la silla y miró el reloj.
– A las seis, comisario.
– ¿Quién lo sustituye?
– No lo sé, comisario. Yo sólo miro mis servicios.
– No quiero que se mueva de aquí hasta que lo releven.
– Sí, señor, quiero decir, no, señor.
– Alvise -dijo Brunetti acercando su cara a la del agente hasta oler el café y la grappa en el aliento de éste-, si vuelvo y lo encuentro sentado o leyendo o en algún sitio que no sea delante de esta puerta, será expulsado del cuerpo tan pronto que no tendrá tiempo ni de explicárselo a su enlace sindical. -Alvise fue a protestar, pero Brunetti lo cortó-: Una palabra, Alvise, una sola palabra y está acabado. -Brunetti dio media vuelta y se alejó sin ver el saludo del agente ni oírle susurrar, aterrado:
– Sí, señor.
Brunetti esperó hasta después de la cena para decir a Paola que en su investigación había surgido el Opus Dei. No lo demoró porque dudara de su discreción sino porque temía la inevitable pirotecnia de su reacción al oír este nombre. Ésta se produjo mucho después de la cena, cuando Raffi se había ido a su cuarto a terminar sus deberes de Griego y Chiara al suyo a leer, pero no por aplazada perdió ni un ápice de su fuerza explosiva.
– ¿El Opus Dei? ¿El Opus Dei? -La salva inicial cruzó la sala, desde donde ella estaba cosiendo un botón a una camisa de su marido, e impactó en Brunetti, retrepado en el sofá con los pies en la mesita de centro-. ¿El Opus Dei? -gritó otra vez, por si alguno de los chicos aún no lo había oído-. ¿El Opus Dei está metido en esas residencias? No es de extrañar que los viejos se mueran; probablemente, los matan para dedicar su dinero a convertir a salvajes paganos a la Santa Madre Iglesia. -Décadas de convivencia habían acostumbrado a Brunetti al radicalismo de la mayoría de las ideas de su mujer y también le habían enseñado que, en el tema de la Iglesia, se inflamaba de inmediato y pocas veces era lúcida. Pero nunca se equivocaba.
– No sé si está metido, Paola. Lo único que sé es lo que ha dicho el hermano de Miotti, de que se dice que el capellán es socio.
– ¿Y no te parece suficiente?
– ¿Suficiente para qué?
– Para arrestarlo.
– ¿Arrestarlo por qué, Paola? ¿Por discrepar de ti en materia de religión?
– No quieras dártelas de listo conmigo, Guido -amenazó ella, apuntándole con la aguja de coser, para demostrarle que hablaba completamente en serio.