– ¿Arrestado? -barbotó Benevento-. ¿Por qué?
Brunetti dejó la pregunta sin contestar.
– Tiene dos días para prepararse.
– ¿Y si me niego a ir? -preguntó Benevento en el tono que suele utilizarse en posiciones de gran fuerza moral. Como Brunetti no respondiera, repitió la pregunta-: ¿Y si me niego a ir?
– En tal caso, los padres de las tres niñas recibirán cartas anónimas diciendo dónde está usted y lo que ha hecho.
El estupor de Benevento fue evidente y, enseguida, el miedo, tan inmediato y potente que no pudo reprimir la pregunta:
– ¿Qué harán?
– Si tiene suerte, llamarán a la policía.
– ¿Qué quiere decir, si tengo suerte?
– Ni más ni menos que lo dicho. Si tiene suerte. -Brunetti dejó que se hiciera entre ellos un largo silencio y luego dijo-: Serafina Reato se ahorcó hace un año. Llevaba un año buscando quien la creyera y no lo encontró. Dijo que lo hacía porque nadie la creía. Ahora la creen.
Benevento abrió mucho los ojos un momento y sus labios se contrajeron en un círculo prieto. El sobre y la carta cayeron al suelo, pero él no se dio cuenta.
– ¿Quién es usted? -preguntó.
– Tiene dos días -fue la respuesta de Brunetti. Pasando por encima de los papeles que habían quedado olvidados en el suelo, fue hacia la puerta. Le dolían las manos de tanto apretar los puños. No se dignó mirar a Benevento antes de salir. Tampoco dio portazo.
Brunetti se alejó de la rectoría y torció por una calle estrecha, la primera que llegaba hasta el Gran Canal. Cuando el agua le impidió seguir avanzando, se detuvo y contempló los edificios del otro lado. Un poco a la derecha estaba el palazzo en el que Lord Byron se había alojado una temporada y, a su lado, aquel en el que había vivido la primera novia de Brunetti. Pasaban embarcaciones, llevándose consigo la luz de la tarde y sus pensamientos.
No tenía sensación de triunfo por esta pobre victoria. Si algo sentía era una profunda tristeza por aquel hombre y su vida sórdida y desgraciada. Este cura estaba neutralizado, por lo menos, mientras el poder y la influencia del conde Orazio pudieran retenerlo en la isla. Brunetti pensó en la advertencia que le había hecho el otro clérigo, y en el poder y la influencia que había detrás de ella.
De pronto, con un chapoteo que salpicó los zapatos de Brunetti, una pareja de gaviotas cabecinegras se posaron delante de él, disputándose un trozo de pan. Pugnaban, pico con pico, tirando del pan, graznando y chillando, hasta que una engulló el pan y, a partir de aquel momento, las dos callaron y se calmaron, dejándose mecer apaciblemente por el agua, una al lado de la otra.
Brunetti estuvo allí un cuarto de hora, hasta que se relajó la rigidez de sus manos. Entonces las hundió en los bolsillos de la chaqueta y, despidiéndose de las gaviotas, retrocedió por la calle estrecha, camino de su casa.
DONNA LEON