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Volvió a meter la carta en la caja y cogió la siguiente. Ésta tenía caligrafía de niña. Era una carta de Clara dirigida a su abuela. Le extrañó al principio, pero después pensó que podía tratarse de un recuerdo que Clara había recuperado. «Querida abuela, he escrito una poesía para ti.» Comprobó que de pequeña Clara era torpe también en su forma de escribir. Las letras eran muy grandes, y las palabras, en lugar de avanzar rectas sobre el papel, formaban una mareante cadena de olas. También en este caso pasó directamente al finaclass="underline" «… los camellos en el desierto, y las ranas en su laguito. Un beso de pez rojo, Clara». Ningún interés.

Repitió la misma operación con tres cartas más, y entonces su atención se centró en una en especial. Era una carta de la abuela a Clara, pero la caligrafía era distinta, menos cuidada y más difícil de leer. «Querida Clara. Como te habrás dado cuenta, no soy yo quien te escribe. He pedido a la tita que redacte esta carta por mí. No quiero que estés triste.» Se hablaba de infelicidad. Esta vez no saltó al final, sino que siguió leyendo con atención. «Tu abuela se va. Pero no pasa nada. Todo está bien. Me voy serena y agradecida por haber tenido una nieta como tú. Tu cariño y afecto en todos estos años me han alegrado la vida; te agradezco mucho que me hayas querido. Te conozco y sé que ahora te gustaría estar aquí, al lado de tu abuela. Pero no sufras, te siento muy cerca en cada momento. Tu abuela se va, pero no pasa nada. Se siente feliz porque vivirá siempre en tus recuerdos. Te quiero mucho, pequeña. Tu abuela.»

Levantó la mirada. Tenía la sensación de que por fin había encontrado algo, aunque en ese momento no supiera exactamente valorar su utilidad.

Volvió a abrir el álbum de fotos. Buscó en la sección que ya había examinado hasta que dio con un retrato de la Clara adolescente al lado de una anciana en una silla de ruedas.

– Hola, abuela -sonrió.

Esa viejecita le había echado un cable.

Miró el reloj. La 1.30 de la madrugada. Volvió a meter el álbum de fotos y la carta en la cajonera, de donde los había sacado.

Recogió las migas que había dejado en la mesa, se llevó el plato y los cubiertos a la cocina, y los metió en el lavavajillas, en los mismos sitios donde los había encontrado.

Cogió su neceser y fue al baño. El cepillo de Clara aún estaba mojado; lo había usado un par de horas antes. Puso en él un poco de su pasta de dientes y se cepilló con energía. Mientras tanto, inspeccionaba los productos cosméticos de Clara. Esa chica tenía debilidad por las cremas. Había tres tubitos distintos para la cara. Una crema para las manos. Otra para los pies. Otra para reafirmar los muslos. Otra más que le hizo gracia. «¿Tan joven y con problemas de celulitis?» Sonrió. Encontrar una debilidad en su víctima siempre le divertía y le proporcionaba una tranquilizadora sensación de superioridad.

Destapó todos los frascos y, con el dedo, cogió una muestra de cada uno y la olió. Pensó que Clara debía de gastarse una parte considerable de su sueldo en esos productos.

Inspeccionó también la cesta de la ropa sucia, pero no encontró nada interesante.

Se enjuagó la boca y devolvió el cepillo a su sitio. Procuró dejar todo como estaba antes.

Se quitó la camiseta y volvió a pasarse el desodorante sin perfume debajo de las axilas y el cuello, comprobando que su piel no desprendiera ningún olor particular.

Por último, levantó la tapa del váter y orinó.

Volvió al dormitorio acompañado por el ruido de la cisterna.

Clara seguía en la misma posición en la que la había dejado; narcotizada. Su cuerpo, fuera de las sábanas. Se acercó a su oído.

– Podría hacer cualquier cosa, Clara, cualquier cosa sin que tú pudieras hacer nada… Pero mi dilema es… ¿qué te voy a hacer?

Se quitó los pantalones.

– ¿Qué puedo hacer para borrar tu sonrisa?

Se liberó entonces de los calzoncillos, hasta quedar desnudo, de pie, al lado de la chica.

– Demasiadas opciones… no es fácil… -Cogió su mochila de debajo de la cama. Sacó un pantalón de pijama y se lo puso-. Nada fácil.

Una vez en pijama, recogió su ropa, la dobló y la metió ordenadamente en la mochila.

Se tumbó a su lado, fuera de las sábanas.

– Pero hoy he encontrado algo que nos hará progresar en nuestra relación… Descuida.

Cillian se acurrucó a su lado y la abrazó. Cerró los ojos.

– Buenas noches, Clara.

4

El sonido intermitente del despertador del reloj de pulsera. Apenas audible, pero suficiente para que Cillian se despertara sobresaltado.

Después de poco más de dos horas de sueño profundo, había abierto los ojos y se había encontrado abrazado a Clara. Se apresuró a apagar la alarma. Clara seguía dormida, aún bajo los efectos del cloroformo.

Tiró delicadamente de su brazo derecho, sobre el que había quedado apoyada la cabeza de la joven. Clara rodó sobre sí misma y siguió durmiendo con la cara pegada a la almohada.

Se quedó tumbado en la cama, mirando el techo, a la espera del ataque de ansiedad que no tardaría en llegar.

Volvió a repasar los hechos de la noche anterior. La carta de la abuela constituía la gran novedad. Pero su contenido ya no le parecía un descubrimiento, como sí lo había creído un par de horas antes. De pronto se sintió desarmado, a merced del enemigo. El ataque de angustia había comenzado. La respiración se aceleró. Empezó a sudar.

Se levantó rápido, recuperando el aliento. Pero la angustia seguía allí. No podía evitar pensar que no había hecho ningún progreso con Clara. Se maldijo por haberse acostado tan tranquilo, sin defensa para la mañana siguiente.

Arregló, nervioso, su lado de la cama. Era un movimiento mecánico, repetido decenas de veces mientras pensaba en otras cosas. Pero entonces percibió un elemento de peligro. Algo que se salía del automatismo habitual. Dejó de pensar en lo que ocurriría en la terraza y se centró en el presente. En la almohada había un cabello oscuro. Suyo.

Por la mañana, durante el ataque, un detalle como un simple pelo en la cama de Clara alcanzó un significado catastrófico. Tuvo la sensación de que estaba perdiendo el control. Volvió a hiperventilar.

Cogió el pelo con dos dedos y se cercioró de que no hubiera ningún otro rastro indeseado de su presencia. Otro motivo de agobio. Aun así, intentó ser constructivo: en el futuro, si había un futuro, tendría que prestar atención a esos detalles. Consideró la posibilidad de ponerse una redecilla o comprar un pequeño aspirador eléctrico.

Agarró la mochila y se marchó; necesitaba abandonar ese lugar.

En pijama y descalzo, salió al pasillo de la octava planta. Cerró la puerta despacio, sin hacer ruido.

– ¿Otra vez, Cillian?

Dio un respingo. Detrás de él, la puerta del 8B estaba abierta. Ursula, también en pijama, le miraba desafiante. El día había empezado mal y seguía peor.

– ¿El novio de la señorita King sabe que sales de su casa, cada mañana, a esta hora?

Cillian intentó hablar en un tono firme, sereno.

– ¿Por qué no te vas a la cama y dejas de espiarme?

Dio un paso hacia ella. Pero la niña se protegió detrás de la puerta, cerrándola casi:

– ¡No te acerques!

Una expresión de terror había surcado la cara de Ursula. Cillian aprovechó la situación y adoptó un tono amenazante.

– ¿Tus padres saben que estás despierta a estas horas?

La niña respondió alzando la voz:

– Si quieres se lo preguntamos a ellos. ¡Papá!

Cillian se detuvo. La niña no tenía miedo, estaba jugando con él. Era valiente. Aunque tal vez no se tratara de coraje sino de pura inconsciencia e ingenuidad, pero en ese caso la situación requería abordarse de otro modo.