De existir el destino, estaba escrito que Cillian pasaría esa noche en soledad.
A las 23.30 Cillian estaba en su estudio, sin demasiada hambre y atónito ante la pantalla del ordenador: tampoco por la tarde Clara había contestado al mensaje de dolor de Aurelia. Y lo que más le sorprendía era que Clara había entrado en su perfil y contestado a mensajes muy triviales, incluso había colgado un vídeo de una fiesta en la que se la veía muy divertida. No lo entendía. ¿Cómo era posible que hiciera oídos sordos a una confesión tan desgarradora?
No comió nada, pero no desperdició su cena. Quiso asegurarse de que por lo menos los tres ratones, que habían pasado toda la tarde en una caja pequeña, no la palmaran durante la noche. Los recolocó en una caja más grande, con un poco de agua y la mitad de su cena, a base de queso y jamón. Al contrario de lo que esperaba, vio que los roedores olisqueaban nerviosos el trozo de emmental y acto seguido lo abandonaban en el centro de la caja, intacto, y se abalanzaban sobre la carne de cerdo. Empezó el más grande y los dos más pequeños lo siguieron. Primero hincaron los dientes a lo largo del borde de la loncha, y sólo cuando el perímetro estaba totalmente mordisqueado, avanzaron hacia al centro.
La otra mitad de la cena fue para los insectos. Seguramente las cucarachas no serían tan exquisitas. Dentro de esa cajita había cincuenta unidades (al menos por esa cantidad había pagado dos dólares y sesenta céntimos). Abrió un poquito la tapa, lo suficiente para que uno de los bichos saltara fuera y correteara velocísimo por todo el estudio. Intentó perseguirlo y atraparlo vivo, pero el animal era increíblemente escurridizo. Después de muchos intentos, no le quedó más remedio que sacrificarlo. Un pisotón, con el zapato, en medio del salón. Ahora para el 8A sólo contaba con cuarenta y nueve soldaditos, pero, si eran tan rápidos como el bicho fallecido, se daba por satisfecho. Con un movimiento resuelto, abrió la cajita, tiró al interior el queso y el jamón, y volvió a cerrar; no dio opción de fuga a ningún otro preso. Los soldaditos tenían su cena.
Aprovechó, curioso, para controlar el contenido de las cajitas de las moscas. Abrió la primera lo suficiente para dejar a la vista sólo un sutil hilo de luz. No era necesario. Allí no había movimiento. Sólo un albaricoque deshuesado cuyo interior era una masa gelatinosa blanca. Las larvas.
Colocó las dos cajitas de las moscas de la fruta cerca de los tubos de la calefacción, el lugar más calido de la habitación, tal como le había sugerido el encargado pesado de la tienda.
El temor de pasar una noche insomne resultó infundado. Miró su reloj de pulsera a las 23.56 y fue la última vez que tuvo conciencia de la hora. Entró en un sueño profundo sin darse cuenta. Su cuerpo lo necesitaba.
8
La alarma del reloj de pulsera le sobresaltó, como cada mañana. Desde que era un crío, no había forma de que tuviera un despertar sereno. Pasara lo que pasase el día anterior, tuviese o no un motivo de preocupación, siempre se despertaba sin respiración, asustado. Apagó la alarma; tenía el pulso acelerado. Se giró para cerciorarse de que Clara seguía durmiendo y sólo entonces se dio cuenta de que no estaba en el dormitorio del 8A.
Había dormido más de cuatro horas seguidas, pero todavía se sentía cansado. Muy cansado. Su colchón era estrecho, más fino y menos confortable que el de Clara. Además, el ruido de los tubos del techo resultaba más molesto de lo habitual ahora que el edificio estaba silencioso y los sentidos de Cillian más perceptivos. Pero ésa no podía ser la única causa de su agotamiento. Clara, como una droga, le estaba proporcionando ilusión, una razón para seguir viendo con positivismo la vida, pero también un tremendo cansancio mental que le afectaba físicamente.
Se levantó y, sin pensarlo, rehízo la cama y borró con esmero los rastros de su presencia. Sólo cuando había acabado se dio cuenta de que era una tarea inútil. Se vistió con ropa de calle y se calzó los zapatos nuevos, forrados en amarillo.
Primero al vestíbulo, a por la escoba. Y luego, por fin, a la azotea.
Fue rápido. Abrió la puerta. El frío viento invernal le golpeó la cara. Volvió a cerrar la puerta. No salió al exterior. Esa mañana no era necesario. Tenía muchas razones para ponerse debajo del chorro de agua y prepararse para un día que prometía ser cuando menos entretenido.
A las cinco de la mañana ya estaba duchado y vestido con sus vaqueros oscuros y una camiseta blanca. Los ratones correteaban nerviosos de un lado a otro de la caja. Se habían comido las lonchas de jamón y casi todo el queso. Comprobó que también las cucarachas seguían con vida.
Decidió llenar la hora que le quedaba antes de entrar en servicio con un paseo por la ciudad. Envuelto en su abrigo oscuro, con la bufanda de lana y un gorro que le protegía las orejas, salió a la calle, tapizada de nuevo por un suave manto blanco. Otra vez estaba nevando. Se llevó la caja de madera que guardaba en el cajón de la garita.
Iba al río. En concreto al Hudson, al otro lado del parque. No estaba tan cerca como el East River, pero allí tenía un lugar especial. Su lugar. El muelle de la calle Setenta y nueve Oeste. En invierno era cuando más le gustaba, porque estaba cerrado al público. Los desiertos amarres para los barcos pequeños tenían un aire gótico, melancólico. Los bares y el café cerrados transmitían la sensación de que la feria había acabado y que nada quedaba de la alegría y la felicidad pasadas.
Saltó la verja sin demasiados problemas y se dirigió al muelle. Cerca de la orilla, el río estaba helado. Parcialmente helado; por suerte. A pocos metros de sus pies había un agujero en la superficie.
Abrió la caja y examinó el contenido. Un fajo con una decena de cartas, todas escritas con la misma caligrafía, dirigidas al señor Samuelson desde una residencia de Washington. El colgante de la asistenta latina con la foto de sus niños mulatos y sonrientes. Un pendiente con una perla que parecía verdadera. Unas gafas de lectura con la montura dorada y unas gafas de sol. Un guante masculino de piel y, finalmente, un collar de perro con el nombre de Elvis grabado en la medallita.
Uno tras otro, todos los objetos de la caja aterrizaron en el agua. El último, el fajo de cartas, permaneció unos instantes en la superficie; después desapareció en el fondo oscuro.
Era un ritual que repetía sin fechas fijas. Dependía de cuántos objetos de valor había coleccionado. Cuando estaba seguro de que la pérdida de cada objeto que había en la caja podía convertirse en razón de tristeza para alguien y, sobre todo, que no había forma más dañina de utilizar el objeto en cuestión, se deshacía del contenido en el río. Cualquier sitio habría valido -la reja del metro, el hueco del ascensor, su retrete-, pero el río, allí, en el cruce de la calle Setenta y nueve, era un lugar solemne, a la vez romántico e icástico. Hacía años que tiraba objetos en el Hudson, desde trabajos muy anteriores al de Upper East. De no ser por la corriente, allí abajo habría un pequeño tesoro.
A las 6.45 se hallaba puntualmente en su garita, con el uniforme y la gorra, ambos oscuros. La acera estaba despejada; la cancela exterior, abierta; el suelo del vestíbulo, impecable; los ascensores funcionaban con normalidad. Todo había recobrado el orden de siempre.
El día transcurrió monótono y, a los ojos de Cillian, lento y aburrido. La ansiedad por subir al apartamento de Clara con las compras del día anterior colisionaba frontalmente con el ritmo flemático de las tareas diarias. Sólo los vecinos más ancianos se detuvieron un poco más que lo habitual para comentar la movida de la tarde anterior. Parecía que para los demás el accidente del 5B era una anécdota ya olvidada. Todo seguía su monótono, pausado rumbo.
A media mañana llegaron los peritos de la aseguradora junto con la vecina del 5B, que volvía a llevar las gafas de Chanel. Cillian no podía ver sus ojos, pero las gafas le confirmaban que seguían rojos o, por lo menos, hinchados.