Los Lorenzo se miraron confundidos. Todo era demasiado complicado, demasiado rápido para ellos. El signor Giovanni, para salir de esa situación de impotencia, apeló a su autoridad de páter familias y dio una orden que en realidad no era más que una pasiva aceptación de la realidad.
– Vamos, Esther. Dejémosles solos.
Cillian se acercó a Alessandro y le ayudó a ponerse de nuevo en pie, al lado de la cama.
– Señora -Cillian reclamó la atención de la madre-, necesito que haga algo por Alessandro.
La mujer se asomó y le miró totalmente dispuesta.
– Dime, Cillian, lo que sea.
– Coja esa foto y tírela a la basura.
Salió de la casa de los Lorenzo un rato más tarde. Alessandro no había llegado a su última marca, pero su fuerza interior le había emocionado. Alguien que deseaba tanto morir, merecía su total respeto. La meta seguía pareciendo inalcanzable, pero la voluntad de hierro del joven era un buen presagio.
Y encima le esperaba una gran noche.
A las 23.36, después de la conversación habitual con su novio, Clara entraba en un sueño profundo e inducido. El cloroformo concentrado funcionó a la perfección. No hubo resistencia ni sorpresas. La chica permaneció con los ojos cerrados, abrió la boca y empezó a respirar profundamente bajo la ligera presión del algodón empapado en el narcótico.
– Pues seguiremos con el cloroformo. ¡No sabes cómo me alegra! -le susurró Cillian, que en una mano tenía el algodón y en la otra el bisturí.
A pesar de que lo conocía a la perfección, se dispuso a inspeccionar minuciosamente el apartamento de Clara bajo una nueva perspectiva. Buscaba un escondite pequeño, un lugar a la vez tranquilo, apartado, con poca luz pero cálido. Examinó cada rincón y ángulo de las paredes o los muebles, cada eventual, ocasional cobijo. En el salón, al lado del televisor, Cillian detectó la primera área de intervención: el frondoso ficus de interior, en su maceta de porcelana azul, al lado del radiador.
Sacó de la mochila una de las dos cajitas de la tienda de animales.
Procurando no derramar tierra en el parquet, cavó con las manos un pequeño agujero en el lado que daba a la pared, para que quedara lo más oculto posible, metió el albaricoque con los inquilinos gelatinosos. A continuación volvió a recubrirlos con tierra, sin presionar, intentando dejar una pequeña vía para el oxígeno.
El segundo lugar elegido fue el armario del dormitorio de Clara, y en concreto el cajón adaptado como zapatero. Introdujo el otro albaricoque deshuesado en una zapatilla de deporte algo gastada. Por lo que había comprobado, Clara no había utilizado nunca esas bambas, y las posibilidades de que se las pusiera durante las siguientes cuarenta y ocho horas eran prácticamente nulas. Era un buen lugar. Tranquilo, oscuro y templado, justo lo que le había recomendado el vendedor de la tienda de animales.
En poco más de diez minutos había completado la operación moscas de la fruta. Era sólo el comienzo de la que prometía ser una larga noche de trabajo.
Llegó el turno entonces de las ortigas que había comprado en Chinatown. Se protegió las manos con unos guantes de cocina y cogió la bolsa de papel llena de hojas. Era una tarea más compleja y sofisticada de lo que parecía: no podían quedar evidencias de la planta en la casa ni en las cosas de Clara. La opción más fácil e inmediata, triturar las ortigas y repartirlas por los lugares seleccionados, quedaba pues descartada.
Con las yemas del índice y el pulgar, cogió una hoja con delicadeza y, procurando no romperla, la pasó por uno de los cojines del sofá. Se trataba de que perdiera el vello que la recubría, responsable del efecto urticante de la planta.
La pasó y repasó una media docena de veces, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, a lo largo del cojín. Cuando comprobó que la parte superior de la hoja había quedado completamente lisa, empezó con otra. Era una tarea lenta y delicada, como la obra de un amanuense. Tenía que presionar lo justo para que la hoja no se rompiera pero se desprendiera de los sutiles pelillos urticantes. Y si se rompía, debía recoger uno a uno los pequeñísimos fragmentos y volver a empezar.
Cuatro hojas le bastaron para repasar uno de los lados del cojín. Procedió después a trabajar el otro lado (cabía la posibilidad de que Clara le diera la vuelta); luego los dos grandes almohadones horizontales del sofá, sobre los que Clara solía tumbarse para mirar la televisión en camisón, con las piernas desnudas; los dos grandes respaldos del mismo sofá, donde Clara apoyaba un brazo y, a veces, la cabeza; y por último la tapicería de las cuatro sillas de la mesa, por si Clara cenaba allí sentada en lugar de en el sofá.
Miró alrededor. En el salón no quedaban más lugares acordes a sus objetivos.
Volvió al dormitorio de Clara y encontró su mina de oro. El interior del armario le ofrecía una variedad casi infinita de opciones. Además, mientras estaba allí, podía hablar con ella.
Comenzó por las prendas que más posibilidades tenían de entrar en contacto directo con la piel de la chica: la ropa interior, guardada ordenadamente en dos cajones. Cogía cada braguita, media o sujetador con la meticulosidad propia de un artesano chino. Introducía en la parte interior de la prenda su mano enguantada, pasaba la hoja de ortiga, controlando que no quedaran trocitos de hoja, volvía a doblar la prenda, la dejaba donde la había encontrado, y cogía otra pieza.
– Nunca me había dado cuenta de la cantidad de braguitas que tienes -le dijo sin mirarla, como si pretendiera romper el hielo y entablar conversación-. Nunca había trabajado tanto para nadie, Clara.
La miró. Seguía dormida en la misma posición en la que la había dejado.
– No pretendo que me lo agradezcas porque no te estoy haciendo nada bueno. Pero me lo estás poniendo difícil, ¿sabes?
Una vez que acabó con las más de treinta bragas, cogió el primer sujetador del montón. La forma de la prenda le hacía más fácil la tarea. Pasaba la mano por una copa y luego por la otra sin necesidad de desdoblar y volver a doblar.
– No creas que todo esto me gusta -aclaró-. No soy un sádico.
No había más de ocho unidades. Procedía más veloz que con las bragas; cambiaba de hoja cada dos copas.
Se le acercó, sin dejar de trabajar, con un sujetador en la mano, porque lo que iba a decirle era importante.
– Borra esa maldita sonrisa de tu cara durante un día, sólo un día, y me daré por satisfecho, Clara. No quiero nada más…
– Le pasó delicadamente por el cuello la hoja de ortiga que tenía en la mano para que la pelusa quedara sobre su piel-. Depende de ti, Clara. Sólo tú puedes detenerme, porque yo por mí mismo no voy a parar.
En su sueño profundo, el rostro de Clara se contrajo en una mueca que Cillian, irónicamente, percibió como una sonrisa.
– Ya veremos dónde nos lleva todo esto.
Volvió al armario. Las medias fueron un reto. No sólo por el número, cercano al de las bragas, sino también por la dificultad de la tarea. Deslizar la mano dentro, sin romper la hoja ni hacerle una carrera a la media resultó complicado. De hecho, un par de veces la hoja se le rompió en plena labor. Tuvo que dar la vuelta a la prenda, recuperar uno a uno los trocitos que habían quedado enganchados en la malla, y comprobar una y otra vez que no quedaran restos.
A las 00.46 fue responsable del primer desperfecto en el apartamento de Clara desde que había empezado a colarse allí a escondidas. Era la primera vez que rompía algo, y aunque sólo se trataba de un par de medias, le afectó.
– No podemos seguir así, Clara. -Resopló-. Yo lo pongo todo de mi parte, pero tarde o temprano cometeré un error… Es humano…
Cogió las medias rasgadas y se las guardó en el bolsillo. Pensó que, con tantísimas prendas, Clara tardaría en darse cuenta de su ausencia, si es que se daba cuenta.