Abrió la puerta del congelador y un chorro de agua maloliente se derramó en el suelo. Los cubitos de hielo se habían deshecho y las cajas de verduras y de pescado estaban empapadas.
«Lo que faltaba.»
Cogió un cubo y una fregona y se puso a limpiar. Se vio a sí mismo barriendo la acera, pasando la mopa por el suelo del vestíbulo, borrando las huellas en la nieve de la azotea, fregando las escaleras y el pasillo de la quinta planta. «Mira por dónde siempre acabo haciendo lo mismo… y eso que en mi contrato se excluyen las tareas de limpieza.»
El agua se había colado también debajo de los electrodomésticos. Cillian sacó la nevera hacia fuera, separándola de la pared, y descubrió la razón del cortocircuito. Allí atrás había dos ratones grises tumbados patas arriba. Electrocutados. Vio el cable eléctrico mordisqueado.
– ¡Vaya par de idiotas! ¡No habéis durado ni un minuto! -Miró alrededor-. ¿Dónde demonios está vuestro amigo?
Una vez hubo limpiado la cocina, encendió por fin la fumigadora. El veneno, en forma de vapor, empezó a difundirse por todo el apartamento. Quería que Clara volviera lo antes posible y que se quedara, así que se propuso hacer un buen trabajo. No tenía sentido dejar rastros de insectos, lo único que conseguiría sería otro alejamiento de la chica.
El vapor asesino se posó sobre el ficus, sobre la alfombra del salón, sobre el sofá sin funda. Sobre los muebles, los armarios, las sillas, la encimera de la cocina, sobre los imanes de la nevera y la cara de Courtney Cox, sobre y detrás de los cuadros, sobre las lámparas, la bañera, el lavabo. En todas las esquinas. Los bichos iban cayendo sin excepción. De forma inmediata las moscas. Con cierto retraso las cucarachas, que seguían arrastrándose por el suelo, cada vez más lentas, hasta que de pronto se paraban, como un coche antiguo.
No disfrutó con la muerte de los insectos. Ni siquiera al estropear con el veneno las plantas de Clara o algunos recuerdos que quedaban dentro de los cajones. Ese vapor que llenaba el apartamento era la demostración de su fracaso. No venía a cuento fingir pequeñas satisfacciones. Sabía que no las merecía.
Pasó toda la tarde allí. Y ningún vecino, ni siquiera el cascarrabias del 10B, se lo reprochó, tan grande era el temor de que la plaga se extendiera a otros apartamentos.
Apagó la bombona cuando la migraña se hizo insoportable. La visión, con esos molestos puntitos amarillos, se le complicaba; el dolor de cabeza le martirizaba. Y lo curioso era que las mariposas seguían revoloteando dentro de su estómago.
Regresó a su estudio a atiborrarse de aspirinas. Se echó, casi ciego, en la cama, con una bolsa de hielo sobre la frente. Una mínima sensación placentera dentro de un cuadro general bastante crítico. No había sido un buen día. Y su maltrecho organismo se lo recordaba por si acaso.
Se despertó a las cuatro de la madrugada. Había olvidado quitar la alarma. La almohada estaba empapada de agua; el hielo se había derretido. La migraña había remitido plenamente, la visión volvía a ser nítida. Pero tuvo que enfrentarse a un ataque de ansiedad. La angustia le sorprendió con una violencia inusitada cuando más falto de entrenamiento se encontraba. Tuvo que salir inmediatamente del estudio, no le dio tiempo ni a calzarse los zapatos forrados. Por fortuna, se había acostado vestido.
Se encontró otra vez practicando el funambulismo extremo a sesenta metros sobre la acera. De nuevo el desagradable contacto de los pies desnudos con el hierro helado de la barandilla. Debajo, en la calle, el coche rojo aparcado perpendicularmente a él.
Después del breve paréntesis de los últimos días, el juego era teatralmente arriesgado. «Razones para volver a la cama: Clara regresará pronto.»
Pensó en otros motivos pero no se le ocurrió nada. La norma que se había impuesto de que como mínimo tenían que ser tres razones le pareció una tontería supina.
«Razones para saltar: nada de lo que he hecho le molesta… tengo que empezar con ella desde el principio… dentro de unos días me echarán del trabajo… está Ursula… el vecino del 10B… mi madre merece sufrir…»
Abrió los brazos. Pero tuvo claro que no saltaría. No saltaría. A pesar de todo.
Era un fraude descarado. No supo encontrar otra explicación. Estaba sorprendido de su falta de coherencia y disciplina. La balanza se había inclinado claramente hacia un lado. Según sus propias reglas, respetadas fielmente durante años, debía apretar el gatillo. Pero en ese momento supo que no lo haría.
Echó la pierna derecha hacia atrás y regresó al suelo de la azotea.
– ¿Qué te pasa, Cillian? -se preguntó en voz alta.
Su modus vivendi o, más bien, supervivendi, se ponía en tela de juicio esa madrugada de invierno.
– ¿Qué diablos te pasa?
Intentó encontrar una respuesta. El consuelo de poder acabar en cualquier momento con su tormento interior le había permitido llegar hasta allí gracias a su disciplina. Pero si esa disciplina se resquebrajaba, nada de lo que había hecho tenía sentido.
– ¿Qué coño te pasa, portero?
No lo sabía.
De pronto el remolino de su estómago resonó en el silencio de la azotea. El rostro sonriente de Clara acudió a su mente.
– ¡Te voy a borrar esa maldita sonrisa de mierda! -gritó con rabia al tiempo que golpeaba violentamente la mano derecha, todavía vendada, contra la barandilla. Y esta vez estuvo seguro de que se la había roto. El dolor le distrajo de su ensoñación y le devolvió a la realidad.
– ¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! -gritó entonces.
No dedicó un momento a meditar sobre el significado del mensaje.
Si algún vecino hubiera estado asomado a la ventana le habría oído. Pero no le importó.
Debajo del chorro de agua hirviendo, observó su mano, tremendamente hinchada. Con dolor, conseguía cerrar un poquito el meñique y el anular, pero no había forma de mover el dedo corazón y el índice.
Ya más sereno, reflexionó sobre lo que había ocurrido en la azotea unos minutos antes. Y poco a poco se insinuó en su cabeza la idea de que no había habido ningún fraude.
Había sentido el impulso de dar un paso hacia atrás poco antes de que su subconsciente llamara a la chica pelirroja para provocarle y desatar su ira. Esa breve imagen era la clave para llegar a comprender.
Incapaz de aceptar que su existencia había perdido de golpe toda su coherencia, se dijo que también esa madrugada había sido fiel a su autodisciplina. No había habido fraude ni excepción a las reglas. Si había habido algún error, debía buscarlo en otro lugar. Elaboró entonces la teoría de que el desliz se había producido en la repartición de los pesos. Había olvidado poner una razón determinante y su subconsciente había enmendado el error a tiempo.
La teoría funcionaba. Mientras su espalda enrojecía por el contacto largo y continuado con el agua caliente, llenó esa teoría de contenido racional. La imagen de Clara sonriente era la clave que daba coherencia a su aparentemente deshonesto regreso al suelo de la azotea. Volvió a mirar su mano; se la había destrozado mientras gritaba: «¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo!».
El agua le golpeaba con fuerza la cara. El suicidio tenía que ser un consuelo, y no lo sería hasta que eliminara el tormento al que Clara le sometía. No habría paz en abandonar este mundo si permitía que esa maldita chica siguiera viviendo alegre y feliz.
«Puedo ganar a Clara.» Ésta era la razón de peso, no verbalizada, olvidada. Daban igual todos los fracasos del pasado. La chica seguía siendo una diana a su alcance. Y la posibilidad de derrotarla tenía que animarle a seguir adelante.
Llegó a convencerse y a sentirse en paz consigo mismo. Cerró el grifo de la ducha. Todo se aclaraba. El pasado reciente y el futuro.
Todas sus acciones de titiritero oculto habían fracasado. No tenía más remedio que recurrir a la repudiada violencia.