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No se había producido disfunción sexual, y en cierto modo eso resultaba un irónico agravante a su ya dura condena.

Los médicos le habían animado: una recuperación, cuando menos parcial, era posible. De hecho, en los dos últimos años había readquirido la capacidad de cerrar el ojo izquierdo y mover algún músculo facial. Nada más.

Alessandro era una chico de veintitrés años que una noche había visto cómo sus estudios universitarios, su novia, su vida se iban irremediablemente al garete. Todos los intentos de levantarle la moral, por parte de los padres, los hermanos y los amigos, habían fracasado. La única persona que conseguía sacarlo de la cama, y motivarle para que hiciera los dolorosos ejercicios de rehabilitación de las piernas, era Cillian.

Se conocieron cuando el portero se enteró de la situación de Alessandro a través de los cotilleos de la señora Norman. Lo que capturó su atención fue la descripción que la anciana hizo del parkour: «Esa moda que tienen los jóvenes locos de saltar de las azoteas». La curiosidad por conocer a alguien que, como él, había jugado con el vacío desde una barandilla, se apoderó de él de inmediato. Pensó que a la fuerza tenía que existir algún vínculo entre él y ese chico del 6C. Necesitaba conocerle.

Cillian había llamado al timbre de los Lorenzo y había hablado con los padres de su pasado de enfermero. Se había ofrecido voluntariamente para hacer fisioterapia con el chaval. Los ancianos agradecieron su disponibilidad pero pensaron que su hijo la rechazaría, como había hecho con todo. Después de media hora a solas con el chico, Cillian consiguió lo que la familia Lorenzo no había conseguido en dos años. Desde entonces se veían todos los días. Y, a pesar de la incredulidad de los padres, el portero y el paralítico se llevaban bien.

Como siempre, el signor Giovanni y la señora Esther les dejaron trabajar a solas, con la puerta cerrada. Cillian destapó a Alessandro y le ayudó a ponerse de pie al lado de la cama, sin dejar de aguantarle. En el cuarto había un aparato de rehabilitación, grande y complicado, que constaba de dos barras laterales y una alfombra móvil. Pero Cillian no lo utilizaba. Cuando le pareció que Alessandro estaba en equilibrio, le soltó, y le animó:

– A ver si hoy progresamos.

Cillian fue junto a la ventana para supervisar la operación desde allí, Alessandro apretó los dientes, sus ojos se inyectaron de sangre, su rostro se encendió, todos los músculos de su cuerpo empezaron a temblar. Con un esfuerzo máximo consiguió mover la pierna derecha no más de cinco centímetros.

– ¡Muy bien! Veamos qué pasa ahora con la otra.

La sesión duró poco más de veinte minutos. Alessandro acabó agotado.

Los padres del joven acompañaron a Cillian a la puerta y, una vez más, le invitaron a tomar algo. Pero Cillian, como siempre, declinó la invitación. Esa noche tenía prisa.

Cuando abrió la puerta del 8A habían pasado pocos minutos de las nueve de la noche. Era una hora que consideraba de riesgo. Antes de cerrar, lanzó una mirada disimulada a la puerta del 8B. Se veía luz en la mirilla; esta vez no parecía haber nadie espiándole.

Cerró la puerta. Era el piso del que había salido de madrugada, el apartamento de Clara. Desde la entrada se accedía directamente al salón, ocupado por un cómodo sofá frente a una pantalla de plasma. En la pared de detrás del televisor había una elegante estantería de madera llena de libros. Al otro lado de las ventanas se encontraba una amplia cocina americana. A través de un corto pasillo se accedía a los dormitorios y al baño.

El piso estaba aceptablemente desordenado. La tabla de planchar, con una cesta de ropa encima, seguía montada todavía entre el sofá y la tele.

Se quitó los zapatos, los guardó en su mochila y, descalzo, fue a la habitación de invitados.

Clara utilizaba esa habitación, con su ordenador y una mesita, como despacho. Había también una cama, cubierta por cajas y ropa de fuera de temporada. Un armario de pared servía como cajón de sastre.

Cillian se subió a una silla y abrió el compartimiento más alto del armario. Ahí estaban sus cosas: un neceser, con un tubo de pasta de dientes, una maquinilla de afeitar y un desodorante casi vacío, que reemplazó por uno nuevo. En la repisa superior se encontraban algunas de sus prendas, como un jersey de lana para las noches más frías y un par de calcetines gruesos. Sacó de su mochila unos calzoncillos y los puso junto a sus demás pertenencias.

Miró el reloj. Eran las 21.10.

Entró en el dormitorio en el que se había despertado esa madrugada. Clara había hecho la cama. Encendió la radio y se tumbó sobre la manta, mirando el reloj.

– No te retrases, Clara -susurró.

Tumbado boca arriba, cerró los ojos mientras una música delicada invadía la habitación.

3

Su reloj de pulsera marcaba las 21.45. Cillian seguía tumbado en la cama, tranquilo, despierto.

Su chica se estaba retrasando. Al final, podría haberse quedado un cuarto de hora más con el pobre Alessandro. El chaval lo necesitaba. Debido al poco tiempo disponible para la recuperación, la carga de ejercicios con el pequeño de los Lorenzo rozaba el límite de las posibilidades humanas. Pensó que al día siguiente, si había un día siguiente, pasaría el doble de tiempo en el 6C.

Escuchó el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta. Clara regresaba por fin a casa.

Cillian apagó rápidamente la radio. Se levantó con agilidad y pasó la mano sobre la manta para dejarla intacta, como la había encontrado. Se deslizó debajo de la cama con su mochila.

Ruido de la puerta de entrada al abrirse. La luz del salón se encendió.

Entre el suelo y el colchón había unos treinta centímetros, un espacio que le permitía moverse con cierta libertad. Cillian se sentía cómodo allí abajo.

En la parte inferior del colchón, a la altura de su rostro, la tela de la funda había sido cortada. Y en el colchón había una costura, como una especie de parche. Cortó el hilo con cuidado y descubrió un agujero redondo de diez centímetros de diámetro en el látex del colchón.

Metió la mano en el interior y sacó un bisturí; lo agarró con fuerza.

Desde el salón, el golpeteo de los tacones de la chica, que merodeaba por la casa. El sonido de la puerta de la nevera al abrirse y volver a cerrarse.

Otros pasos. El televisor sintonizado en un canal de vídeos musicales. La voz del DJ invadió a un volumen muy alto el apartamento. No hubo más golpeteo de tacones.

Se relajó. Dejó el bisturí a su lado, en el suelo. «Te gusta hacerte esperar, Clara», se dijo.

Pero de pronto se encendió la luz del dormitorio y Clara entró como una exhalación, descalza, sin hacer ruido. Cillian podía ver sus pies a poca distancia de su rostro. Volvió instintivamente a agarrar el bisturí.

La chica se acercó a la cama. Estaba haciendo algo cerca de la mesita de noche. Buscaba algún objeto en el cajón.

Dejó caer la falda en el suelo y fue hacia el armario. Cillian tuvo que levantar el cuello para poder seguirla con la mirada.

Ruido de las perchas metálicas chocando unas con otras. Probablemente estaba buscando algo más cómodo para ponerse. Cillian no pudo ver qué prenda había elegido. Simplemente constató que Clara había cerrado el armario y regresaba al salón.

La luz del dormitorio se apagó.

Volvió a soltar el bisturí. Cerró los ojos y permaneció tranquilo en la misma posición. Si todo iba como siempre, aún le quedaba bastante tiempo de espera. A pesar del cansancio, no podía permitirse dormir. No era seguro. Decidió dedicar ese tiempo a planear una estrategia. Faltaban pocas horas para la siguiente ruleta rusa en la azotea. Tenía que dar un paso adelante con Clara. De otra manera, un policía despertaría a su madre al amanecer.

En el salón, se oían los ruidos de Clara preparándose la cena acompañada por la televisión.

Le costó concentrarse. ¿Qué le haría dentro de pocos minutos?