– No sabía que la indemnización por eyaculaciones precoces estuviera tan devaluada.
Y se largó, dejándolo con la boca abierta.
La aventura con Viader había empezado a los pocos días de que Judit entrara en la empresa, una tarde en que el hombre le propuso que lo acompañara a examinar un piso recién incorporado a los listados de posibles ventas.
– Quiero tu opinión de chica de hoy -le había dicho Viader, abriendo la puerta del ascensor lo justo para que Judit tuviera que pasar rozándolo.
Judit se la dio sobre el falso parquet de aquella pretenciosa vivienda situada en la parte nueva del barrio. El hombre se desconcertó un poco porque le resultó evidente que lo que buscaba en la chica estaba tan por estrenar como el piso, y después de manosearle rápidamente los pechos se derramó con tal celeridad en el condón que ella no notó nada más que un dolor corto y agudo, y una irritación que le duró varios días.
En las ocasiones que siguieron, Judit comprendió que no sólo era culpa del hombre que ella no llegara a sentir gran cosa. Viader, excitado, la manejaba con torpeza, agarrándola por la cintura y deslizándola por encima y por debajo de su cuerpo robusto y peludo; a un lado y a otro, piernas por aquí, piernas por allá, mientras repetía compulsivamente:
– ¡Qué joven eres! ¡Qué delgadita estás!
Entretanto, Judit no podía dejar de pensar, como había hecho toda su vida, no podía dejar de maquinar, e imaginaba lo fondona que debía de ser la mujer de él, su manera de vestir, su peinado, y luego pasaba revista al piso en el que estaban haciendo el amor ese día. Viader enloqueció durante las semanas en que follaron al menos dos veces al día, convirtiendo en fugaces picaderos casi la totalidad de los pisos que figuraban en el listado de la agencia. Al principio sólo la llevaba a los que estaban recién construidos, y entonces Judit, mientras la jodía, pensaba en la gente que algún día los habitaría, en los muebles que pondrían y en los que ella habría puesto en el caso impensable de que pudiera interesarle seguir viviendo en el barrio y en un edificio tan poco noble como el de su familia pero mucho más pretencioso. Poco a poco Viader perdió la cautela, y empezó a llevarla a viviendas todavía ocupadas por sus propietarios. Pasaba parte del día hablando por teléfono con los dueños, concertando horas de visita:
– Es mejor que ustedes no se encuentren en el piso. Se trata de un cliente muy especial, que no quiere ser visto -argumentaba.
Follar en pisos amueblados era, aparte de más cómodo, mucho más entretenido. Viader la tumbaba en un sofá o sobre la cama, o se lo hacía sobre la formica de la cocina, o en el cuarto de los niños y, mientras, Judit contemplaba con curiosidad los bibelots, los cuadros, las cortinas, los muebles, como si al hacerlo se apoderara del espíritu de la casa y de sus ocupantes. Era increíble que la gente tuviera estómago para encerrarse con semejante cantidad de objetos de mal gusto. Una vez jodieron sentados sobre una alfombrilla que tenía tejida la imagen del papa, con la paloma del espíritu santo encima del bonete y la cúpula vaticana al fondo. Quizá fue ese polvo el que trastornó del todo a Viader, quien al día siguiente, nada más entrar en un piso que apestaba a ambientador de rosas, la abrazó, gimiendo:
– ¡A la ducha, a la ducha! ¡Vamos a la ducha! ¡No pienso más que en metértela en la ducha!
Debía de ser cierto que no había pensado más que en eso, porque aquel día no cuadró bien los horarios, y en plena efusión acuática fueron sorprendidos por la dueña del piso, que se llevó un susto de muerte. Judit se vistió como pudo (menos mal que su ropa, aunque comprada de segunda mano, era de buena calidad y no desteñía) y salió de estampida. Viader se quedó, dando explicaciones.
Esa misma noche estalló todo porque, como las desgracias nunca vienen solas, la dueña del piso resultó ser compañera de gimnasio de la mujer de Viader, y reconoció a éste de un par de veces que había ido a buscarla; le faltó tiempo para poner al corriente a la esposa ultrajada de los desmanes de su marido. Al día siguiente, Judit fue despedida de forma fulminante por el mismo hombre que horas antes sólo pensaba en metérsela en la ducha.
Había abandonado la inmobiliaria más contenta que unas pascuas, tanto por su frase final que, aunque suya, era digna de su ídolo, como porque la cantidad anotada en el cheque le permitiría, si se administraba bien, dar muchos paseos, comprarse algo en cualquier tienda de ropa usada, y fantasear acerca de su futuro sin tener que aguantar un trabajo de mierda.
Poco a poco, se había ido convenciendo de que lo vivido con Viader podía convertirse en el germen de un relato, o quizá una novela. Era algo que tendría que consultar con Regina Dalmau, como tantas otras cosas.
Conozco tu casa. Dirás que suele salir fotografiada en revistas de decoración y que mucha otra gente la ha visto. Ver no es conocer. Sé cómo vives porque sé cómo eres. Cuando escudriño las fotos que los otros se limitan a ojear, todo lo que he averiguado sobre ti dirige mi pensamiento hasta situarte en el lugar y la actitud apropiados. Lo que he leído en revistas y periódicos, lo que te he escuchado decir en radio y televisión. Y, sobre todo, ciertos comportamientos de tus protagonistas femeninas que se repiten una novela tras otra. Demasiadas coincidencias para que no seas tú misma el modelo en el que te inspiras.
Te hago actuar en esos escenarios en donde estoy a punto de poner los pies por primera vez. Por tediosa que resulte mi vida, puedo mirar el reloj y decirme: Regina está haciendo esto y lo otro. Y así me olvido de mí, de cómo doy vueltas y más vueltas sin salir nunca del círculo. «No he dejado de moverme -dice Leonora, tu personaje en mi opinión más logrado-, porque sé que a las chicas que se quedan quietas no les caen regalos del cielo.» En el mundo real, qué complicado resulta acertar con el gesto adecuado para romper el cerco. La historia de la bella durmiente es un cuento de terror. ¿Puedes imaginar cuál sería su sufrimiento si, durante esos veinte años que pasa esperando que la despierten, no estuviera realmente dormida, sino paralizada, condenada a escuchar a quienes se mueven a su alrededor creyéndola muerta, sentenciada a sentir sobre su frente la sombra del tiempo que huye?
Puesto que, hasta ahora, me he visto forzada a aceptar esta parálisis, mi forma de aliviar la desesperación ha consistido en crear representaciones de ti. Te he hecho compañía todo este tiempo.
Te levantas muy temprano, te preparas un zumo en la cocina y lo bebes de pie, mientras miras por la ventana que da al Tibidabo. En invierno no hay más que oscuridad delante de ti y el amanecer te sorprende cuando ya te encuentras en tu estudio, sentada ante el ordenador, planificando el trabajo de la jornada; pero cuando amanece pronto te gusta demorarte un rato en la cocina, contemplando cómo la claridad que viene de levante rescata de la noche las siluetas del templo del Tibidabo y de la torre de comunicaciones, esa esbelta aguja que aparece en dos de tus novelas. La cúpula del observatorio (en donde pusiste a trabajar a Guillermina, otro de tus fascinantes personajes) destella bajo los rayos del primer sol. En cualquier caso, en cuanto te pones a escribir te evades del mundo que te rodea. «Si no escribiera no sabría qué hacer», dijiste en cierta ocasión, por lo que siempre estás metida en la redacción de una novela o en los preparativos para empezar otra. Tienes un archivo con casos que pueden servirte de inspiración y que recortas de los periódicos. A mí también me gustaría hacerlo, si no estuviera tan ocupada controlando tu vida. Porque es increíble de lo que una se entera por pequeños sueltos periodísticos. La gente que parece normal es capaz de hacer cosas muy chocantes.
Me pregunto en qué parte de tu estudio guardarás el archivo. En la librería inglesa, supongo. En la mitad superior de ese mueble, al lado del espejo en el que se refleja tu jardín, tienes tus libros de consulta y unos cuantos volúmenes sobre historia de la literatura y biografías de escritores, lo sé porque los he examinado con una lupa y, aunque sólo he podido captar palabras sueltas, ésa es la impresión que me ha dado. El cuerpo inferior de la librería dispone de puertas correderas, imagino que ahí guardas tus archivos, tus escritos, tus borradores, las cartas de tus fans.