– Si yo fuera tú -la joven clavó en ella su mirada perspicaz-, no me preocuparía por Alex. Que no lo entiendas no significa que no podáis convivir con armonía.
– Va como un cerdo. -Regina no quería dar su brazo a torcer, aunque se preguntaba si no había sido demasiado severa con él.
– No es verdad. Va como cualquier chico de su edad. Por chocante que te parezca, así es como grita a los demás que él también existe. Todos lo hacemos, cada cual a nuestra manera. Mírame a mí. Puede que, como dice mi madre, me vista de cenizo, pero ella y el resto del mundo no tienen más remedio que aguantarme. Como yo la aguanto a ella, y al resto del mundo.
– Ya que lo dices -comentó-, un poco rarita sí que te ves.
– El día que te atrevas, me enseñas una foto de cuando tenías mi edad y veremos cuál de las dos resulta más estrafalaria -replicó Judit.
Regina soltó su primera carcajada sincera de las últimas semanas.
– Ni loca. Me perderías el respeto.
Pensó que algún día le resultaría divertido enseñarle sus fotos de los setenta, de cuando iba medio vestida de hippy, con el pelo rizado estilo afro y calcomanías de purpurina en los pómulos.
Judit se apartó de la mesa de joyero y caminó hacia la puerta cristalera que comunicaba con el jardín. Solía hacerlo cuando terminaba su trabajo diario.
– El jardín me gusta aún más que el DVD -decía.
Gracias a Judit, Regina recuperaba sensaciones olvidadas. La ilusión por ser rica, que tanto la había colmado en los primeros tiempos, se había desvanecido por completo. Se había acostumbrado, eso era todo. Sí, tenía un hermoso jardín, otro de los privilegios de que disfrutaba. Trató de imaginar qué sentía Judit al verlo. O, mejor dicho, qué sentiría una muchacha salida de la nada y dispuesta a cualquier cosa para realizar sus ambiciones. Es decir, alguien como la protagonista de su proyectada novela.
Judit. Su hallazgo salvador, su mina. Su diamante en bruto. Alguien, algún día, lo tendría que tallar.
Las luces instaladas en la rocalla iluminaban el jardín, transformando con delicadeza los dibujos y volúmenes de las plantas. Judit tenía razón, iluminar también es un arte, como escribir; también consiste en escoger y desechar, en ordenar el caos. Si era eso lo que Alex quería hacer, ¿quién era ella para oponerse?
Llena de optimismo, Regina preguntó:
– ¿Crees que a Alex le apetecerá una cena para tres delante de un buen fuego? Todavía no hemos encendido la chimenea, y me apetece hacerlo. Da un poco de faena, pero compensa.
– Déjalo de mi cuenta -replicó la otra, y la escritora supo que se refería tanto a convencer al muchacho como a poner el fuego a punto. Qué alivio, tenerla allí.
Mientras Judit apagaba las luces del estudio, Regina suspiró:
– Espero que, por lo menos, se haya dado una buena ducha.
Cuando Regina y Judit entraron en el salón, Alex se hallaba despatarrado en el sofá preferido de la dueña de la casa. Iba vestido con un pijama oscuro que parecía un chándal, o viceversa, y tenía en una mano el mando a distancia del televisor, por cuya pantalla desfilaban imágenes de video clips musicales. Con la otra mano sujetaba el mando del equipo de sonido, del que surgía una atronadora sarta de decibelios.
– ¿Qué es ese ruido? ¿El Apocalipsis? -Regina no pudo evitar la ironía, aunque le quedó desvirtuada porque tuvo que gritarla a voz en cuello.
– Hamlet -respondió el chico, bajando el volumen.
– Qué bien. Debe de ser el monólogo.
Judit se apresuró a intervenir:
– Es el nombre de un grupo de metal español. Parece que son muy buenos, aunque yo tampoco entiendo gran cosa -añadió.
– Esta canción se llama Insomnio -informó el muchacho.
Regina se mordió la lengua para no lanzar otra pulla. Hacía demasiado tiempo que había perdido contacto con la música moderna. Lo último que recordaba con agrado era la imagen de Police en la que Sting se quitaba la camiseta por la cabeza y se quedaba con el suculento torso desnudo. Habían pasado más de veinte años. Se dirigió a la cocina, siguiendo las instrucciones de Judit, que la había instado a que fuera organizando las bandejas mientras ellos preparaban la mesa de centro, ya que no valía la pena que se instalaran en el comedor. Colocó quesos, embutidos y yogures en la encimera, y se quedó sin saber qué hacer con todo ello. La chica tardó sólo unos minutos en entrar a ayudarla.
– No es más que un crío -dijo, encogiéndose de hombros-. Y sí, se ha duchado. Lo que pasa es que no le luce.
– Me gustaría saber en nombre de qué extraña promesa que se supone que les hemos hecho y que no hemos cumplido -resopló Regina, presa de furor generacional los jóvenes de hoy en día se creen con derecho a hacer lo que les pasa por los cojones y a plantar sus patazas en nuestra propiedad privada.
– ¿Lo dices por mí? -sonrió Judit, flemática, al tiempo que se hacía cargo de la intendencia-. Te recuerdo que sólo tengo un año más que Alex. Anda, quita, que escribiendo serás un genio, pero en la cocina eres una inútil total.
Nada complacía más a Regina que la mezcla de familiaridad y consideración con que Judit se dirigía a ella.
– Sabes perfectamente por quién lo digo. Y ni siquiera te dan las puñeteras gracias.
Con destreza, Judit distribuyó las viandas en varias bandejas.
– ¿Tomamos agua? -preguntó.
Parece que haya nacido aquí, se maravilló Regina, viendo cómo llenaba la jarra de cristal con agua mineral a temperatura ambiente. Se sintió culpable por su estallido.
– Se me ocurre una idea mejor -propuso, conciliadora-. ¿Por qué no abrimos una botella de champaña? Así celebramos la llegada de Alex.
Sacó Moét Chandon de la nevera.
– Es francés, espero que te guste.
– Yo también -la sonrisa con que Judit la obsequió era esplendorosa-. No lo he probado nunca.
Al diablo con Alex. Lo único que le importaba era asistir al despertar de la muchacha a los placeres de la buena vida.
Para su sorpresa, cuando salieron con las bandejas, Alex estaba sentado correctamente en uno de los sillones. No sólo había dejado el sofá libre, sino que había bajado la música y apagado el televisor, y había puesto los mandos de los aparatos, uno junto a otro, en la mesita auxiliar, como un tributo a la potestad de Regina sobre el territorio. Esta Judit, qué mano tiene, se dijo.
Sintió que tenía que recompensar a Alex con un gesto de cortesía:
– Si quieres, puedes dejar la tele puesta, siempre que no molestemos a los vecinos. A mí también me gusta, ocasionalmente -mintió-, ver los video clips de la MTV.
Brindaron por los tres, por su futuro en común.
– Regina, ¿sabías que lo que Alex quiere aprender sólo lo enseñan en Aviñón y en Londres?
Durante toda la cena, Judit se encargó de animar la conversación, y Regina hizo lo que pudo para estar a la altura de las circunstancias. Los jóvenes hablaban de asuntos que parecían conocer pero que a ella se le escapaban, y utilizaban un lenguaje sincopado que a ratos le resultaba ininteligible. Alex comentó que temía que la ciudad hubiera cambiado mucho durante su ausencia, y preguntó dónde se hallaban ahora los sitios de moda. Judit se ofreció a acompañarlo a un par de antros y se interesó por los locales que Alex solía frecuentar en la capital y la vida que llevaba allí.
Lo hace por mí, pensó Regina con orgullo. Había pecado de malpensada al imaginar que Judit y Alex se convertirían en aliados juveniles contra ella. Estiró las orejas cuando oyó a la chica preguntar:
– En eso que tú quieres ser, iluminador, ¿se tarda mucho en ganar dinero? ¿Puedes llegar a ser tan rico como un actor o un escritor?
– Coreógrafo de luces, y con el tiempo, director de escena. Hoy en día, los montajes se hacen en función de la luz -puntualizó Alex-. Y sí, si eres bueno puedes sacarte una pasta. Sobre todo si vas con el título de la Royal Academy of Dramatic Art por delante.