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Cómo le debió de costar a aquella mujer avanzada, libre, adaptarse al país pacato al que regresó para no enfermar de añoranza. «El exilio se te come por dentro, pero no era sólo eso: mi lengua es mi única patria. Un día comprendí que, si seguía en París, tenía que elegir entre el francés y el castellano. Y no tuve dudas», decía Teresa.

A medida que acumulamos experiencias para el recuerdo, ¿construimos también la forma en que se manifestará la memoria?, se preguntó Regina. Quizá la memoria trabaja como un novelista escondido en nuestro inconsciente, un artífice dotado de inteligencia propia, sabio como la eternidad, que no crea la vida sino que la modela eligiendo materiales, recuerdos que va entregándonos según le conviene para condicionar nuestra conducta. En esto consistiría la predestinación, pues lo único que nadie puede controlar es la memoria del individuo. Un déspota puede aplastar la memoria colectiva. Una sociedad sobrealimentada y complaciente puede asentar las posaderas en su historia como si fuera la taza del water. Pero la memoria personal es un partisano incansable que, un día u otro, se queda a solas con cada uno de nosotros y nos arrincona.

Nunca más podría encerrarse en el cuarto secreto con la impunidad con que lo había hecho en otro tiempo.

Si Regina fuera una calle, al levantar su empedrado no encontrarían el mar, sino a Teresa.

Faltaban pocos días para que Regina se montara en el tiovivo de la campaña de difusión de su libro, pero no sentía nada al respecto. Sólo flojera. Los cabos sin atar del pasado ocupaban su mente por completo. Como un patinador que merodea en torno a un lago helado, postergando el momento en que deberá adentrarse y exponerse al riesgo de que el hielo ceda bajo sus pies en su punto más vulnerable, así Regina daba vueltas en torno a la determinación que debía tomar. Hacía días que se había calzado los patines, pero aún no había reunido el valor necesario para emplearse a fondo. Retirar desechos nunca había sido su ocupación favorita. Sabía que éste era el procedimiento de trabajo de muchos autores, ponerse a escribir como quien se introduce en un almacén repleto de objetos inútiles, consciente de que en algún rincón, entre los escombros, lo aguarda el gran descubrimiento, la clave que lo guiará, ya sin estorbos, sin adherencias innecesarias, hasta la culminación de su obra; era un método que ella odiaba. Regina no podía iniciar la redacción de una novela si antes no se rodeaba de artefactos protectores: un sólido esquema, gráficos, genealogías de los personajes; fichas y más fichas con las que se protegía de la angustia de escribir. Aplicaba el mismo sistema a su vida. Era evidente que se había equivocado.

Date un respiro, se exhortó, es domingo. Hasta el clima predisponía a la pereza. El frío había retrocedido y la ciudad, tan poco proclive a cualquier tipo de exceso, había recuperado la comedida gentileza de la estación preferida de Regina, el otoño. Alex y Judit, aprovechando la tibieza del sol de mediodía, se habían instalado en el jardín con refrescos y revistas.

Regina estaba sentada ante su escritorio, estudiando el plan de entrevistas, tachando los programas de televisión decididamente horteras a los que siempre se negaba a acudir y que el departamento de promoción siempre trataba de colarle. De vez en cuando levantaba la vista y sonreía, mirando a los jóvenes.

Dos días antes, la muchacha le había entregado las pruebas corregidas, ahora sí. Judit había hecho un gran trabajo. No se había limitado a señalarle lo que le parecía obsoleto o incongruente, sino que había aportado soluciones concretas, recuadrando con lápiz rojo los párrafos que debían desaparecer y escribiendo en folios aparte, a mano, aquellos que podían sustituirlos, en caso de que Regina diera su aprobación.

– Me he atrevido a ofrecerte un par de ideas muy simples, sólo por si te sirven para estimular las tuyas -le había dicho la joven, al entregarle las galeradas revisadas en un tiempo récord.

Ni eran simples ni se trataba de sólo un par. Regina había examinado con detenimiento las aportaciones de Judit. Aquella chica tenía talento.

– Yo no lo hubiera hecho mejor. Ignoraba que escribieras tan bien.

– Por Dios, Regina, eso no es escribir, sino redactar. Lo sabes mejor que nadie. Me he limitado a desarrollar temas dispersos que están en el libro y de cuya importancia ni te has dado cuenta.

Regina había pensado entonces que Judit se tenía en muy poca estima, y eso que desde que disponía de un vestuario renovado se paseaba por la casa como la ratita presumida. Pobre chica, qué mala suerte ha tenido, privada de alguien capaz de estimar su valía, de infundirle seguridad, de darle consejos acertados.

– Vamos a hacer una cosa. Ahí dentro hay un ordenador portátil -había decidido, señalando la parte inferior de la librería-. ¿Te ves con ánimos para encargarte de pasar las correcciones a limpio? Lo que has escrito está muy bien. Ten más confianza. Yo no podría mejorarlo.

En pocas horas, Judit tuvo el libro listo para mandarlo al editor.

A través de la cristalera entreabierta le llegaban retazos de la conversación que los jóvenes mantenían en el jardín.

– Ya sabes, el clásico soplapollas que te mira por encima del hombro y te trata como si fueras basura sólo porque tú estás empezando y él tiene pedazo de cargo y se levanta un montón de pasta por el morro, sin clavarla -estaba diciendo Alex.

Regina había conseguido acomodar a Alex en una empresa que se dedicaba a producir espectáculos. Más adelante, según respirara Jordi y si al propio chico le seguía interesando, lo mandaría a Londres a estudiar. Entretanto, aquel empleo lo mantendría ocupado y le facilitaría nuevos contactos.

– Le pegarías un buen corte, ¿no? -aventuró Judit.

– ¿Y darle una excusa para que me ponga en la calle? Ése va de boss, se la suda Regina Dalmau, ¿vale? Me tiene manía desde que entré.

Desde su observatorio, la escritora asintió con aprobación. No estaba nada mal que Alex empezara a enterarse de cómo funcionaba el mundo real.

Se levantó y salió al jardín, desperezándose.

– ¿Qué? ¿A vegetar como nosotros? -sonrió Judit.

– Imposible. Eso que me espera ahí -movió la cabeza para señalar el estudio- no puede hacerlo nadie más que yo. Alex, ¿has hablado con tu padre?

– Sí, me llamó al móvil desde la piscina de su hotel. Creo que el muy cabrón removía expresamente el agua con la mano para que me enterara de lo bien que vive.

– La próxima vez, dile que me telefonee. O me lo pasas, si te pilla aquí.

– Dice que Miami es ideal. Tienen hasta centros de budismo para meditar.

– No me cabe la menor duda.

– Alex y yo vamos a ver la última de Bruce Willis. ¿Te vienes?

– ¡Antes muerta! -rió Regina-. ¿Vais a comer aquí?

– No, éste tiene un plan total. Primero hamburguesas y luego cine y palomitas.

Nunca hubiera dicho que Judit, tan madura para su edad, podría divertirse con tonterías semejantes. Qué muchacha tan sorprendente había resultado. Ignoraba cómo, pero se había ganado a Flora, y había conseguido que aceptara que Regina le comprara un diminuto aparato para la sordera; la mujer parecía más feliz y había dejado de llamarla los domingos para contarle sus cuitas. Judit hacía todo eso por ella. Y también cuidaba de Alex: para que la dejara en paz. Al chico, Judit le gustaba mucho, eso se notaba. Apartó los papeles y se quedó mirándolos. Alex le decía algo al oído a la muchacha, y ella reía con ganas. Qué guapos y jóvenes le parecían. La angustia le oprimió el corazón. No estaban a salvo. Nadie lo está. Habría dado cualquier cosa por evitarles las penas que les quedaban por vivir.

Le resultaba imposible concentrarse en el plan de promoción. Abrió el cajón en donde tenía sus blocs de anotaciones para la novela que Blanca quería: los personajes que había inventado; el esbozo de la trama; los posibles títulos, Prisa por vivir, jóvenes al límite… ¿De verdad había tenido alguna vez la menor intención de escribir ese libro?