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Inmóvil en la oscuridad, Judit comprendió que era la llave que abría el cuarto secreto.

¿Se desharía Regina de Judit, en el caso de que la encontrara registrando la habitación secreta? La mujer le había tomado cariño, estaba convencida. El tono de superioridad con que la trató durante los primeros días había dejado paso a un afán protector, muy maternal, que a, Judit, por un lado, le llenaba de calidez, y por otro, le hacía sentirse disminuida, no humillada pero sí empequeñecida, en un papeclass="underline" sintiendo esa mezcla de pudor y curiosidad que a una mente despierta le provoca el espectáculo de un alma al desnudo.

La mesa sobre la que se apoyaba la lámpara no guardaba similitud con la decoración del resto del piso. Era fea, vulgar, tina sencilla mesa de formica blanca en cuya superficie brillaban, superpuestos, círculos borrosos de un líquido color ocre. Parecían manchas de whisky. La habitación olía a licor reciente y a papeles vicios. Las paredes estaban forradas de estanterías de distintos aspectos y procedencias. Entre cuerpos metálicos, baratos y herrumbrosos como desechos recogidos en una acera, aparecían, encajadas, pequeñas librerías desparejas de madera noble pero deteriorada. Sin embargo, lo que menos importaba era el mobiliario, pensó Judit, manipulando la pantalla de la lámpara con cuidado para enfocar el resto del cuarto sin quemarse. Había algo superior, omnipresente, asfixiante, un vaho añejo que, no obstante su falta de experiencia, Judit asoció por instinto a sótanos o desvanes donde almacenamos las piezas sueltas de un pasado por resolver, y que ante su atónita mirada cobró valor de misterio literario. Pues en aquella habitación, según pudo comprobar proyectando la luz sobre los anaqueles, no había dos dedos de pared que se libraran de la desaliñada presencia de la literatura en su faceta más temible. Dante y Homero junto a Shakespeare y Pushkin, Salingerjunto a Proust, Flaubert al lado de Lampedusa: es decir, la literatura que sólo tinos cuantos elegidos son dignos de crear, a cambio de renunciar a la seguridad de las realidades posibles.

Era una sensación sofocante, que Judit no había experimentado hasta entonces y que le obligaba a recordar, con dolor, los libros que aún tenía que leer y el laberinto de autores muertos en el que no se había atrevido a deambular, asustada por el caudal de una obra desmedida que había empezado en siglos anteriores y que se prolongara cuando ella misma y sus fulgurantes ambiciones se hubieran convertido en cenizas.

Se creía calificada para medirse con Regina, para emularla, pero ¿no era aquella habitación la prueba evidente de que ni siquiera Regina Dalmau se atrevía a desafiar a los mejores? ¿Por qué, si no, había optado por encerrar allí tal cúmulo de libros respetables, alejándolos de su cercanía como si se tratara de un rival ominoso?

Hasta la mesa, con sus redondeles de whisky di seco, sobres rasgados y cartas, muchas cartas, algunas de las cuales también tenían manchas de licor; y la caja abierta y las fotografías desperdigadas; hasta aquel retazo de vida que Regina había dejado tras de sí, después de quién sabe qué especie de ceremonia, le parecía a Judit un bodegón arrancado de las páginas de un libro, la ilustración de un momento, más que el momento mismo. Señales que no puedo interpretar, reconoció. Leyó el inicio de algunas cartas, pero lo dejó porque eran anticuadas y sosas misivas de amor. Estaban firmadas por un hombre, Albert. Examinó las fotografías con detenimiento pero ni el hombre ni la mujer desconocidos que aparecían en algunas ni la joven Regina que distinguió en otras le proporcionaron la explicación que buscaba. Aquel Albert que escribió las cartas y aquella destinataria, Teresa, ¿eran los padres de Regina?

Había más que libros en las estanterías: viejos archivadores de cartón con ornamentos de metal y lomos despellejados por la humedad y el tiempo, en cada vino de los cuales figuraba una etiqueta enmohecida en la que aún podía leerse un nombre, el mismo que figuraba en todos los sobres: Teresa Sostres. En cada etiqueta había una relación del contenido del archivador pertinente: «Milicianas, principio guerra civil», «Milicianas expulsadas del frente» «Contribución de la mujer en la retaguardia», «Papel de la mujer en los campos de concentración del sur de Francia». junto a estos mamotretos comidos por el polvo, se veía un archivador mucho más moderno y reluciente que carecía de etiqueta. Judit lo sacó de la estantería y lo colocó en la mesa, encima de los papeles que Regina había dejado de cualquier manera. Ocupó el asiento que aún conservaba la tibia huella de su cuerpo, abrió la voluminosa carpeta y leyó la página que, a modo de índice, Regina había redactado a mano, bajo un enunciado que le pareció deliberadamente protocolario e impersonaclass="underline" «Documentos de Teresa Sostres susceptibles de aprovechamiento, con las pertinentes modificaciones.»

Pasó a examinar el temario, que se dividía en dos partes, tituladas «Apuntes sobre feminismo y feminidad», y «De la creación literaria».

El primero constaba de los siguientes apartados: «Reflexiones sobre la condición femenina», «Poner puertas al campo: mujer y trabajo», «Mujeres y memoria, un camino por recorrer», «Mujeres frente a hombres, ¿igualdad o superioridad?», «La mujer libre y la soledad del ser», «Dos mil años de educación patriarcal», «Las ventajas de ser una menor eterna», «Reproducción y placer sexual».

En el segundo apartado, Judit leyó: «Mujer y literatura, un trabajo mal retribuido», «La creación artística en la mujer, ¿adorno o contribución social?», «El desafío de la inteligencia en la mujer», «¿Feminizar la literatura o viceversa?», «La esperanza del futuro».

La persona que había desarrollado los temas enumerados por Regina lo había hecho mucho tiempo atrás, en amarillentos folios escritos a máquina, a un espacio, en una tipografía tan antigua que se parecía a esos titulares de diseño que algunos periódicos incluyen en sus suplementos literarios. Había páginas mecanografiadas en tinta muy oscura, de cinta recién estrenada, y otras en que el trazo se debilitaba hasta casi desaparecer, pero las ideas vertidas eran siempre francas, tajantes, inteligentes.

¿Quién era Teresa Sostres? ¿Alguien tan importante para Regina como ésta lo era para Judit? ¿También la Dalmau había tenido una maestra? ¿Por qué la mantenía oculta bajo llave? ¿Se avergonzaba de ella? ¿o era que debía a aquellas reliquias más de lo que quería confesar?

En cualquier caso, había dado con la debilidad de Regina Dalmau. Ya llegaría la oportunidad de utilizarla.

Eran más de las ocho cuando Judit se apresuró a salir de la habitación, no sin antes haber devuelto el mamotreto a su sitio. Echó una última ojeada antes de salir: la luz encendida, las cartas desperdigadas, las fotografías. Cerró la puerta y colocó la llave en el suelo. Todo quedaba tal como lo había encontrado.

Mientras se duchaba, se sintió ligera como si hubiera dormido.

– Hay que ver, hay que ver. Hoy todo va manga por hombro.

Eran más de las once y ni Alex ni Regina se habían despertado. Lo del chico era normal, porque su trabajo lo mismo le ocupaba veinte horas seguidas que le dejaba una mañana libre, pero la dueña de la casa tenía amaneceres fijos, y Flora, que era la clase de asistenta que se aferraba a las rutinas, solía arreglar su zona de dormir antes de dedicarse a otras tareas.

Judit se sirvió una nueva taza de café y esperó, simulando que leía un periódico. Cuando Flora quería decir algo había que darle tiempo para que lo soltara, después de resoplar como una plancha de vapor. Se había acostumbrado a llevar el sonotone que Regina le había comprado, y ya no hablaba a gritos. Las relaciones entre la asistenta y Judit habían mejorado desde que la joven, en un momento de inspiración y harta de que nunca le vaciara su papelera, le dejó una mañana, encima de la mesa de la cocina, un aparatoso paquete de regalo que contenía un caballo encabritado con las crines al viento, una figura de loza imitación Lladró.