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Aquella ingenua percepción se ha convertido, con los años, en un sentimiento mucho más complejo, pero la idea básica permanece: no te pareces a nadie, Regina. No sólo en lo que dices cuando te entrevistan o en lo que escribes en tus novelas, que tanto apoyo y consuelo me han proporcionado. Tienes razón, sobre todo, en la forma en que conduces tu vida. Parece como sí siempre hubieras encontrado ante ti el camino justo. Aunque tú nunca te refieres a ello, imagino que creciste amparada por una firme cultura, una familia sólida, una educación sensata en buenos colegios; que te rodearon los mejores amigos. Has sido, eres, libre; has tenido amantes, has elegido siempre. Con todo eso, y pudiendo consagrarte por completo al merecido éxito que ha recompensado tu trabajo, en lugar de mostrarte egoísta no dejas de preocuparte por cómo va el mundo en general y por la situación de la mujer en particular.

Yo nací en la sala de partos del Clínico mientras el cadáver de mi padre se encontraba en el depósito, varias plantas más abajo, a la espera de ser descuartizado por los estudiantes de anatomía. Pienso en ello todos los días de mi vida. No por dolor: no puede dolerme, carezco de recuerdos. Pienso en ello porque lo considero un desposeimiento simbólico.

Desde el primer momento, alguien se quedó con algo que me pertenecía.

También sé leer mientras camino. Muchos lo hacen, pero no como yo. La gente, cuando va de un sitio a otro, hojea periódicos y revistas, incluso si se trata de libros se limita a realizar consultas rápidas. En la calle sólo se lee de verdad cuando se espera: el autobús, a una persona… Yo leo mientras camino, y al hacerlo conservo la misma intensidad y capacidad de abstracción que cuando leo en mi dormitorio. Es una técnica que desarrollé cuando empecé a encontrar en los libros mejores historias que las que yo me contaba y a saber que, fuera a donde fuera, el trayecto no dejaría de decepcionarme, porque no saldría de los límites de mi barrio. Mi método consiste en detenerme cada equis metros, depende de por dónde vaya, y en un segundo calibrar lo que tengo por delante: poseo una memoria fotográfica. Tantas farolas y en tal lado, tantos baches dentro de tantos pasos, dos peatones por aquí, tres niños por allá, un perro, un ciego. Lo que sea. Una vez memorizados todos los detalles, me abstraigo en el libro y sorteo los obstáculos. Me demoro para llegar a los semáforos cuando se ponen en ámbar. Entonces me paro y sé que podré despreocuparme durante uno o dos minutos.

Hablo de leer en serio, leer de verdad. Como leo lo que escribes desde que te vi aquella primera vez en televisión y al día siguiente corrí a una librería, a comprar la que por entonces era tu última novela: Dolor de hembra. Yo era muy joven, te lo he dicho, y nunca había leído el relato de una pasión contado, como ponía en la contraportada y todavía recuerdo con exactitud, «desde la profundidad del corazón de las mujeres, ese planeta desconocido que Regina Dalmau sigue explorando a lo largo de su obra novelística, una de las más aclamadas de este país».

Desde entonces, no hay nada tuyo que no haya hecho mío. Leo lo que los críticos escriben sobre cada una de tus novelas, y me complacen sus elogios tanto como sin duda te agradan a ti. Y a ese mal bicho, a ese Xavier Felíu que siempre te ridiculiza, ese frustrado que parece estar esperando que saques un nuevo libro para volcar en ti su mala baba, le detesto tanto como tú lo debes de despreciar: es un don nadie que se empeña en nadar contra corriente para dárselas de exquisito ante su camarilla de resentidos. ¿Qué puede importarte, mientras tengas al resto de los medios de comunicación a tu favor y a los lectores, que te adoramos? Aunque ninguno como yo, que sé de ti hasta de qué color son las cortinas de tu dormitorio. Sé, sobre todo, de tu bondad y generosidad. Recuerdo cómo sufriste cuando el hijo de tu compañero sentimental trató de suicidarse, cómo acudiste a la clínica, a pesar de que no tenías ninguna obligación, porque habíais roto. Tu imagen apareció en televisión: tu rostro, tan dulce, contraído por una mueca de dolor. No quisiste hacer declaraciones durante esos días; una vez más te comportaste como una señora.

Inventar historias y leer historias; en casa, en un banco, en la terraza de un bar; por la calle, mientras camino. Es lo que he hecho desde que tengo memoria, pero cuando tu obra se metió dentro de mí, mezclé las dos cosas, lo que leía y lo que me narraba, y fue entonces cuando cristalizó la Judit que te pertenece como un personaje más de tus novelas. Siento que has escrito un argumento para mí, pero que aún no lo sabes.

Tu alma ensancha mi alma.

Aquél no era el mejor día para Regina Dalmau, y aun así, seguía pensando que citar a la muchacha esa mañana de Todos los Santos había sido una buena idea, al margen de que su presentimiento respecto a ella se cumpliera o no. El mero hecho de saber que vendría le resultaba estimulante, como cortarse el pelo o comprarse un vestido después de una convalecencia. Era un gesto que desencadenaría otros. Eso, si su sagacidad no le fallaba.

Faltaban un par de horas para que la chica llegara y podía permitirse haraganear un rato, antes de arreglarse. Era cuanto hacía últimamente. Vegetar. Pulsó una tecla en el ordenador y una batería rojinegra de naipes en miniatura se desplegó en la pantalla, invitándola a emprender otro solitario. Pronto os perderé de vista, susurró, dirigiéndose a las cartas, y este trasto servirá para lo que tiene que servir; para escribir una novela tras otra. Como había sido siempre, antes de aquellos interminables meses de sequía. Dos años, para ser exacta. Dos años llevaba Regina sintiéndose el eco de lo que había sido, sospechando que eso era todo lo que le quedaba por hacer en el futuro, repetirse y alargarse hasta que la evidencia de su esterilidad ensombreciera por completo cualquier logro profesional del pasado.

Blanca tenía razón. Había llegado a un punto en que sólo un cambio radical podía liberarla de la trampa que se había tendido a sí misma. Blanca era su agente desde que Regina empezó a triunfar, hacía más de veinte años, y nunca había dejado de protegerla. Vivía en Madrid, pero a efectos de control era como si la tuviera en el piso de al lado. Blanca había sabido rodearse de un personal eficiente y discreto, y su despacho era el más prestigioso en la cada vez más nutrida comunidad de la representación literaria. Se había ganado a pulso lo que poseía y se rompía el pecho por sus autores. Era una superviviente, y tenía una cualidad que Regina valoraba mucho: nunca le contaba sus penas.

– Deberías acercarte más a los jóvenes, cambiar de temas, meterte en la realidad -le había aconsejado la semana anterior, durante una de las habituales conversaciones telefónicas que mantenían antes de irse a la cama.

No sé hasta qué punto tu público va a aguantar mucho más leyendo historias de mujeres maduras que buscan su camino durante todo el libro y que, de una forma u otra, se realizan en el capítulo final. Que es lo que has escrito siempre, no nos engañemos.

– Nunca me lo habías dicho.

– Nunca te había visto tan desorientada.

¿Era eso lo que su agente opinaba de su obra? Regina había dado por sentado que le gustaban sus novelas. ¿o no? ¿Qué sabía ella de los gustos de Blanca? En algo llevaba razón. El mercado literario era hoy más voluble que nunca y empezaba a fijarse en las jóvenes escritoras que invadían el mercado y que eran incapaces de describir la angustia sin que sus protagonistas se quitaran las bragas o se clavaran una jeringuilla cada pocas páginas. El mundo que Regina reflejaba en sus novelas era muy distinto. ¿Y también distante? Hasta entonces, nadie se había quejado, salvo algún crítico picajoso y, por suerte, minoritario.

Poco después de su conversación con Blanca, Regina pudo comprobar cuán acertadas eran las observaciones de su agente. Fue la tarde del último viernes, durante la conferencia que dio en el ateneo de un barrio obrero: como de costumbre, su público estaba formado por mujeres que, como ella, rondaban la cincuentena; incluso mayores. Sus lectoras habían ido envejeciendo con Regina, sin que ella se diera cuenta. Había sido su emblema desde la primera novela, el símbolo de sus deseos y esperanzas, de sus rebeldías. Si la seguían, fieles, era porque se había movido muy poco desde el punto de partida, porque había cambiado las formas, no la fórmula. En lo básico, se copiaba, se repetía. Blanca se había dado cuenta y era posible que sus lectores no tardaran en seguir su ejemplo.