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—Bueno…

—Pero ninguna relación que dure. Nada permanente. Nada a largo plazo.

Él se dio cuenta de que lo estaba examinando, pero no dijo nada.

—Eso es actuar con inteligencia —continuó Ellen—. Nada de ligaduras, nada de compromisos. Muy inteligente.

—Maldición, Ellen. Esto se está poniendo ridículo.

—¿Te parece? —su voz sonaba divertida—. Yo creo que es fascinante. Estoy tratando de comprenderte… y de comprenderme. Yo no soy de las que van a una fiesta con un tipo la primera vez que lo ven y terminan en la cama de él. Y además tuve que perseguirte.

—Estoy viejo y cansado.

—Yo sé que no es verdad. Estás en excelentes condiciones.

—No era mi intención llevarte a la cama.

—¿Llevarme a la cama? Yo no tuve nada que ver con eso. Fue todo idea tuya. Tarzán encuentra una compañera y se la lleva a su árbol.

—Vamos… Tú sabes lo que quiero decir.

Ella se rió.

—Chet, eres inapreciable. Eres el último de los héroes. Realmente tendrías que andar con una espada y una brillante armadura.

—¿Y un sombrero con una pluma encima? —todo lo que podía ver en el visor de ella fue el reflejo de su propio e inexpresivo casco.

—Te quedaría muy bien.

—Después de todo, ¿por qué no?

Caminaron en silencio durante unos cuantos pasos, lentos y como en sueño.

—¿Cenamos juntos esta noche? —preguntó Kinsman.

Ella dudó el tiempo suficiente como para que él se diera cuenta de que lo estaba considerando cuidadosamente.

—Me temo que ya me he comprometido con el señor Pierce. Me invitó esta mañana.

Kinsman no dijo nada por un momento. Luego habló.

—Bueno, tengo que volver a mi oficina y jugar a ser comandante de la base por un rato.

Y ver qué quiere Leonov, pensó.

—Chet —dijo Ellen—, tampoco yo quiero asumir ningún compromiso.

—Seguro —replicó él—. Eso es muy inteligente.

Jill Myers estaba terminando su recorrida por el hospital de Selene. Al igual que casi todas las contrucciones de la comunidad del subsuelo, el hospital estaba construido en dos partes intercomunicadas, una americana y otra rusa. Casi todas las instalaciones estaban duplicadas.

En primera instancia, Jill no parecía un médico. Era baja —apenas un metro y medio— y tenía una carita de niña, con la nariz respingada. Pero también era fuerte y hábil, y tenía además una cualidad rara en los médicos: simpatía. El hospital era amplio y con mucho personal,desproporcionado para el tamaño total de Selene. Eso era así porque la mayoría de los residentes permanentes de Selene, tanto rusos como americanos, estaban en la Luna por razones de salud: corazón débil, pulmones enfermos, enfermedades musculares. La misma Jill había sufrido una intolerable serie de alergias que la habían incapacitado para trabajar en la Tierra. Aquí , en la atmósfera controlada de la comunidad lunar, estaba prácticamente perfecta.

Se la veía cansada ahora, cuando abandonó al último de sus pacientes y se dirigió al centro del hospital donde estaban las oficinas administrativas y las estaciones de monitores. Llegó a la primera estación monitora: era un grupo de escritorios en forma de herradura cubierto de pantallas visoras y sensores conectados con la computadora, que controlaban el ritmo cardíaco, la respiración, los ritmos alfa y otras cosas por el estilo de una docena de pacientes. La muchacha que estaba sentada en la curva de la herradura la llamó.

—Doctora Myers, teléfono para usted.

Jill se detuvo y recibió el auricular que le alcanzó la muchacha. Apoyada cansadamente sobre el borde del escritorio miró hacia la pantalla visora que tenía más cerca, la que chisporroteaba por las interferencias. Luego se aclaró para mostrar a un hombre barbudo y de ojos oscuros; Jill lo reconoció inmediatamente como uno de los médicos rusos. Tenía un aspecto muy serio.

—¿Qué pasa, Alexei? —dijo ella apresuradamente, mientras con su mano libre se alisaba inconscientemente su pelo marrón.

—Tenemos un difícil asunto entre manos —dijo, en un suave inglés—. Un infarto cardíaco. Nuestro equipo de emergencia está ocupado con otro paciente. Si ustedes no nos pueden prestar un sistema de bombeo aórtico, tendré que decidir cuál de los dos hombres debe morir. Es una decisión que preferiría no tener que tomar.

—Por supuesto. ¿Puedes traer el paciente hasta aquí?

—No sin una bomba. Está demasiado débil.

—Estaré allí en quince minutos —dijo Jill—. No, diez.

—Bien.

Se volvió a la encargada de los monitores y le dijo:

—Comuníqueme con el comandante de la base, y mientras hablo con él, haga que el equipo de emergencia vaya hasta donde está el doctor Landau con una bomba cardíaca.

La cara de Pat Kelly apareció en la pantalla visora.

—Kinsman ha salido —dijo, con una leve sonrisa para demostrar lo que pensaba de la ausencia de su comandante—. No debe ser molestado, salvo que haya un cataclismo.

Jill describió la situación en dos palabras. Y luego agregó:

—Llevaré la unidad de emergencia al sector de Lunagrad.

Kelly arqueó las cejas.

—Ya sabes que eso va en contra de los reglamentos.

—Entonces encuentra a Chet dentro de tres minutos, ¡o pasa por sobre las reglas tú mismo! Hay una vida en juego.

—No es uno de los nuestros.

—¡Cómo! ¿Tú no eres miembro de la raza humana? Tendré eso en cuenta la próxima vez que vengas aquí. Atiende bien, yo voy para allá. Lo que hagas con tus reglamentos es cosa tuya, pero puedo darte un consejo médico…

—Muy bien, muy bien —Kelly alzó los brazos—. Escribiré la orden y pediré a Chet que la firme cuando vuelva a la oficina.

—Muy bien —dijo Jill—. Gracias.

—No me agradezcas. Yo sólo estoy haciendo lo que Kinsman haría si estuviera aquí. Si fuera por mí…

Pero Jill había soltado ya el auricular, y corría por el corredor hacia la mitad rusa del hospital.

Cuatro horas más tarde yacía recostada en un sofá tapizado, bebiendo una taza de té caliente. Alexei Landau estaba sentado junto a ella. Era éste un hombre alto, de hombros anchos y manos de cirujano, fuertes y seguras. Sonreía detrás de su barba.

—Hay un viejo proverbio ruso que acabo de inventar: si uno tiene cinco emergencias cardíacas, en realidad tiene seis emergencias cardíacas.

Jill le devolvió la sonrisa.

—Por lo menos, pudimos atenderlo a tiempo.

—¡Oh, sí! Pero va a necesitar atención por varios días.

—Podemos llevarlo a…

Landau sacudió la cabeza.

—No. Los reglamentos nos prohíben enviar a nuestra gente a tu parte del hospital.

—¡Reglamentos! —replicó ella—. Si nos hubiéramos atenido a las reglas, tu paciente estaría muerto ahora.

El ruso se encogió de hombros lentamente.

—Haré que Kinsman hable con Leonov —resolvió Jill—. Ellos lo resolverán.

—Lo dudo. Y además Leonov se irá pronto, de todos modos. No sabemos todavía quién vendrá en su lugar.

—Chet Kinsman encontrará el modo —dijo Jill, obviando el problema—. ¿Quién es el paciente? Su cara me resultó vagamente conocida.

—Por supuesto. Es Nikolai Baliagorev.

—¿El maestro de danza?

—Sí.

—¡No sabía que estaba aquí!

—Acaba de llegar. Lo enviaron aquí para que descansara, por su problema del corazón. Pero el viaje espacial fue demasiado para él.

—¡Oh, Alex, tenemos que salvarlo! No podemos dejar que un hombre como él muera a causa de los reglamentos.

Landau sacudió la cabeza cansadamente.

—Los reglamentos han matado más gente que las mismas balas, mi querida muchacha. Mucho más.