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—Bravo. ¿Y qué pasa con los ocho mil millones de seres humanos allá en la tierra?

Kinsman miró fijamente a su amigo. No tenía ninguna respuesta para eso.

Armored.

Estaba casi totalmente oscuro en Washington. Las luces de las calles estaban encendidas y las ventanas de los depósitos iluminadas, porque el peligro de las calles oscuras era mucho peor que el gasto de energía producido por las luces. La gente que vivía en los protegidos suburbios se precipitaba hacia los ómnibus blindados que la llevaría rápidamente fuera de la ciudad, a la relativa seguridad de sus hogares, dejando la ciudad en manos de los pobres, los negros y los hambrientos.

El presidente estaba de pie junto a la ventana de su oficina, mirando hacia el Parque Lafayette, donde estaba el Árbol Nacional de Navidad. Se erguía con sus más de doce metros de altura, un triunfo de plástico y fluorescencias químicas. Una guardia de honor de infantes de Marina caminaba alrededor, con las carabinas armadas de bayonetas.

—Ya nadie viene a verlo —murmuró el presidente—. Cuando yo era niño veíamos todos los años el encendido del árbol por televisión. La primera vez que vine a Washington con mi familia fue para ver el Árbol de Navidad. Y ahora nadie le presta la menor atención.

El secretario de Defensa tosió delicadamente.

—Estos papeles, señor presidente… requieren su firma.

Renuente, casi molesto, el presidente se retiró de la ventana.

—Deberíamos hacer algo. Debe haber millones de niños que quieren ver el árbol.

—Lo ven por televisión —dijo el secretario de Defensa—. No es fácil para ellos llegar a la ciudad.

Estaba frente del amplio escritorio de madera auténtica del presidente, golpeando inconscientemente con los dedos el grueso montón de papeles que estaban sobre el mueble.

—Hum. Bueno, supongo que es así.

El presidente sacudió la cabeza y luego dejó caer su cuerpo regordete en el sillón giratorio de alto respaldo y tapizado en felpa, al otro lado del escritorio. Se lo veía demasiado pequeño para esa silla, para el amplio escritorio.

—Bueno, ¿qué es lo que se supone que debo firmar? —preguntó.

—Estos son los planes de emergencia, parte de nuestros proyectos acerca de los problemas de los satélites ABM.

—Ah. ¿Y cuál es la diferencia en estos planes, que necesita mi firma?

La cara estrecha y aguda del secretario de Defensa se ensombreció momentáneamente.

—Los planes de emergencia cubren la posibilidad de un ataque rojo a nuestras estaciones espaciales tripuladas. Se provee así todo el material logístico y humano necesario para que un ataque semejante fracase.

—¿Fortaleciendo las defensas de las estaciones?

—Exactamente.

—¿Cuánto costará? ¿Está usted seguro de que lo necesitamos?

—Señor, es obvio que los rusos están preparando algo grande. Ha habido un incidente armado en la Antártida. Uno de nuestros oficiales de Marina fue muerto.

—¿Qué?

El de Defensa levantó una mano para calmarlo.

—Sólo hemos recibido un confuso informe de la Estación McMurdo. Están ahora investigando el incidente. Nuestros monitores interceptaron también informes similares de la base rusa en Mirnyy. Todo lo que sabemos con seguridad por ahora es que un equipo de americanos y otro de rusos han abierto el fuego uno contra el otro. Un oficial americano ha muerto.

Las manos del presidente estaban temblando.

—¿Mataron a uno de nuestros hombres?

—Aparentemente, sí. Sabremos más en poco tiempo.

—Quiero un informe completo tan pronto como haya información disponible.

—Por supuesto.

—A cualquier hora del día o de la noche, ¿me oye? Un informe completo.

—Sí, señor. Ciertamente.

Con su voz todavía alterada por la impresión, el presidente continuó:

—¿Y qué tiene que ver esto con las estaciones espaciales?

—Pues… forma parte de un esquema —dijo el de Defensa—. Se están poniendo violentos en la Antártida. Están aumentando sus concentraciones de tropas en Siria. Los informes del Servicio de Inteligencia muestran que tienen intención de reemplazar al actual comandante de Lunagrad, un abogado de la coexistencia, por un general de máxima graduación y de línea dura, que viene directo del Kremlin. Están preparando algo realmente grande.

Sin decir una palabra, el presidente tomó una estilográfica que había en un soporte en su escritorio y garabateó su firma en la última página.

—Gracias, señor presidente.

El de Defensa tomó los papeles del escritorio y salió caminando rápidamente de la oficina.

Afuera, en la antesala, el corpulento hombre con cara de enojo se paseaba de un lado a otro sobre las alfombras afelpadas. Rengueaba un poco, como si sus pies no estuvieran cómodos en los zapatos que estaba obligado a usar.

Miró al secretario de Defensa.

—¿Firmó?

El murmullo áspero y torturado hizo temblar al de Defensa.

—Sí, por supuesto.

—¿Se dio cuenta de que el plan incluye preparaciones para un ataque a las estaciones espaciales rusas?

—No. —El de Defensa sacudió la cabeza—. No tocamos ese tema en nuestra conversación.

El hombre con cara de enojado casi sonrió.

—Pues así será. Le podremos explicar el valor del golpe preventivo más adelante. Gradualmente…, y si el tiempo lo permite.

La reunión de la Comisión de Seguridad Interna había sido larga, amarga y por momentos ruidosa. El Kremlin había escuchado demasiado a menudo la voz de los más furiosos y muchas veces esos rencores habían conducido a la violencia.

El Primer Ministro Bercznik estaba decidido a restaurar la armonía.

—¡Camaradas! —dijo bruscamente, golpeando con su pesada mano abierta sobre la mesa que estaba delante de él. Los demás dirigieron su atención hacia él, abandonando sus densos argumentos por un momento—. Camaradas, debemos concentrar nuestras energías en la solución de este problema. Disputar entre nosotros no dará ningún resultado positivo.

—Pero… ¡sus disparos contra nuestra expedición científica han sido una provocación inexcusable! —gritó el general Komenev.

—Pero nosotros matamos a uno de sus hombres —dijo el ministro de Relaciones Exteriores, con su cara redonda enardecida por la pasión—. Hubo disparos por parte de los dos bandos.

—Ellos están aumentando sus misiones orbitales —repitió el ministro de Inteligencia—. Más satélites, y más ataques sobre nuestros satélites.

El primer ministro los miró con desesperada frustración. A veces le habría gustado tener el empuje de Kruschev. Era el viejo y astuto Nikita quien a menudo llevaba una pistola a esas reuniones.

—Mi padre dio su vida por la Unión en Stalingrado —estaba diciendo acaloradamente el general—. Y no voy a permitir que ningún transgresor extranjero destruya aquello por lo que él luchó y murió.

—Pero, ¿y los chinos? —preguntó con voz temblorosa alguien, en medio del estrépito general alrededor de la mesa.

—¿Qué harán ellos?

En el otro extremo de la mesa, el innombrable se puso de pie. Todas las discusiones cesaron bruscamente. No es que no tuviera nombre, por supuesto, pero como él insistía en usar su impronunciable nombre de la tribu tadzhik, los rusos, en broma, lo llamaban el innombrable. Nunca nadie supo qué pensaba él de esa broma. No la festejaba ni se quejaba.

Por fin, pensó el primer ministro, un poco de claridad mental iluminará la discusión. Me preguntaba cuánto tiempo más se quedaría en silencio. Sin embargo tuvo que reprimir un escalofrío cuando asintió con la cabeza al innombrable. Era un hombre misterioso, aterrador en el sentido en que es aterradora una serpiente: inspira un terror que va mucho más allá de la comprensión racional.