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—Es claro para mí —dijo con su voz fría, tranquila, ligeramente sibilante— que estamos frente a una crisis de voluntades. —El innombrable no era alto, ni tampoco impresionante desde el punto de vista físico. Su cara era delgada, con un ligero aire oriental en sus brillantes e hipnóticos ojos. Sus orejas eran levemente puntudas y sus manos eran largas, delgadas y se movían con gracia—. Nuestro pueblo necesita urgentemente el carbón que nuestros científicos han descubierto en la Antártida. Los americanos también quieren el carbón. Nuestra estrategia disuasiva es comparable a sus proyectiles. Nuestra red de satélites ABM está incompleta, al igual que la de ellos. Estamos en un punto muerto, salvo…

Dejó la palabra en suspenso mientras los distintos ministros y oficiales se inclinaban hacia adelante en sus sillas.

—Salvo —continuó— que estemos dispuestos a fortalecernos para el próximo paso.

El general asintió firmemente con la cabeza.

—Poner las bombas en órbita.

—Exactamente —confirmó el innombrable.

—Pero… eso sería una violación al tratado que nosotros solemnemente…

El primer ministro golpeó sus nudillos sobre el brazo de su sillón.

—Ese tratado fue firmado hace más de dos décadas. El mundo hoy es muy diferente.

—Sí, pero…

—No tenemos otra elección —dijo el innombrable, con calma infinita—. Si no estamos dispuestos a evitar que los americanos nos ataquen, lo perderemos todo. Las bombas en órbita serán una amenaza que los americanos, y también los chinos, no podrán ignorar.

La discusión continuó hasta bien entrada la noche. Por lo menos, pensó el primer ministro con agradecimiento, es una discusión y no una pelea.

El innombrable fue quien más habló.

En Selene era casi medianoche antes de que Kinsman llegara al hospital. Miró hacia adentro, a Baliagorev, que estaba en la sala de terapia intensiva. Jill Myers estaba allí, y terminaron tomando café juntos en la pequeña cafetería automática del hospital.

El lugar estaba vacío. Obtuvieron sus bebidas calientes del sistema automático y se sentaron en la mesa más cercana. Ésta se balanceaba sobre sus patas desparejas.

—Este maldito lugar siempre huele a antisépticos —murmuró Kinsman—. Y los paneles luminosos son demasiado brillantes, casi enceguecedores.

Jill se rió cansadamente.

—Así es, jefe, ¿qué le parece? Me vería mucho mejor a la luz de las velas.

—Te ves muy bien, muchacha. Cansada, pero contenta.

Era verdad. Había marcas de fatiga alrededor de sus ojos, pero Jill sonreía. Se echó hacia atrás en su silla de plástico.

—En fin…, ha sido un día muy largo, pero bueno. Creo que Baliagorev saldrá adelante.

—Y tú tienes a Landau en órbita a tu alrededor.

—¿Alex? Oh, somos viejos amigos. Nos conocimos hace años…

Kinsman bebió tranquilamente su café hirviendo y dijo:

—Te estuve observando en la sala de terapia intensiva. ¿Te dabas cuenta de que le estabas coqueteando con las pestañas?

La cara de Jill se puso intensamente roja.

—¡Eso no es verdad!

—¿Ah, no? Él ha solicitado autorización para pasar la noche aquí.

—Quiere estar con su paciente.

—Sí; y si lo entiendes bien, quiere estar contigo, mi querida niña.

Ella sonrió, pero sus manos parecían nerviosas. Se movían alrededor de la taza de café y luego volvían hacia su cara.

—Estás bromeando… ¿Te parece que es así?

—A mí me parece obvio. No me sorprendería que hiciera correr al anciano hasta el centro del Mar de las Tormentas, ida y vuelta, si pensara que eso lo mejoraría.

—¡Eres terrible!

Kinsman le devolvió la sonrisa.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero no soy el único que se ha dado cuenta del modo en que ustedes dos se miran. La mitad del hospital suspira románticamente por ustedes. La mitad femenina, al menos.

Jill trató de fruncir las cejas pero su cara de duende no estaba hecha para eso.

—¿Y qué me dices de ti y de esa muchacha nueva del departamento de comunicaciones?

Kinsman se rascó el barbudo mentón.

—Quiere llegar a ser jefa del departamento. Por lo menos es honesta, y lo dice. Me recuerda a otra muchacha… Tú la conociste, aquella fotógrafa del laboratorio orbital.

—Pero eso fue hace mucho tiempo.

—Nunca me olvido de una cara —dijo Kinsman—. Sin embargo, no puedo recordar su nombre. Pero era igual que Ellen, llena de ambiciones.

—De modo que no hay nada serio, entonces.

—¿Cuándo lo ha habido?

Jill pasó el dedo sobre el borde de su taza de café.

—¿No crees que ya es hora de que hubiera algo serio? Te estás poniendo un poco viejo para hacer vida de playboy.

—Sí. Quizás. Y soy muy joven para ser un libertino.

Ella sonrió.

—¿Qué piensas hacer entonces?

¿Qué puedo hacer?, quiso gritar. Pero en lugar de ello murmuró:

—Es un mal momento para complicarme la vida.

—¿Por qué? —preguntó Jill—. ¿Qué tiene de malo este momento en particular?

Dudó un instante.

—Algo… algo se está preparando. Los problemas se acercan. Grandes problemas. —Estiró su mano sobre la mesa y la tomó por la muñeca—. Escucha, niña: es mejor que tú y tu amigo ruso se diviertan todo lo que puedan, aquí y ahora. Porque dentro de una o dos semanas puede acabarse todo. Las puertas del infierno se abrirán. Y pronto.

SÁBADO 4 DE DICIEMBRE DE 1999; 18.30 HT

Kinsman estaba junto a la portezuela de la esclusa neumática de la cúpula principal, esperando a que se abriera. Afuera, el cohete estaba detenido, ancho y sin gracia, conectado al tubo por medio de túneles flexibles para el acceso. La portezuela se abrió de par en par con un suspiro, luego se cerró suavemente. Kinsman sintió un leve movimiento del aire mientras se equilibraba la presión de la cúpula.

Frank Colt cruzó la portezuela y entró al recinto. Llevaba una pequeña maleta y vestía el uniforme azul reglamentario de la Fuerza Aérea —como lo usaban los oficiales en la Tierra , con el pecho cubierto de condecoraciones— en lugar del habitual traje enterizo que todos usaban en la Luna.

Kinsman siempre se sorprendía ante la pequeñez física de Colt. El astronauta negro tenía una personalidad de gigante, pero físicamente era diminuto. Un Alexander Hamilton negro, pensó Kinsman. Tenaz, irascible. Luego recordó que Hamilton murió en un duelo, a manos de un hombre que más tarde se descubrió era un traidor a los Estados Unidos.

Al ver a Kinsman, Colt golpeó sus talones en posición de atención y saludó con energía. Kinsman, conteniendo una sonrisa, devolvió el saludo y le tendió la mano.

—Frank, querido amigo… qué gusto verte. Bienvenido.

La sonrisa de Colt era amplia.

—¿Cómo estás? Siempre con el pelo largo, ¿no?

Con una mirada al pelo del negro, cortado casi al ras, Kinsman replicó:

—¿Celoso?

—Imposible, querido. Si me dejara crecer el pelo naturalmente no podría ponerme el casco.

Continuaban riéndose cuando se dirigieron hacia la escalera mecánica.

—Deja el equipaje en tus habitaciones, y luego ven a comer con nosotros —dijo Kinsman, mientras subían a los peldaños móviles.

—Por supuesto, pero… ¿no tendría que presentar mis órdenes y ser admitido oficialmente?

—Podemos hacer eso mañana. Debes estar hambriento. Estoy seguro que la comida de las naves no ha mejorado nada.

—¡Nada! —se rió Colt, mientras tomaba la manija que estaba frente a él.