—Vamos, Chet —dijo Kelly—. El pobre chico desvalido del gueto… He oído ese cuento toda mi vida. Es mentira.
—Hay gente que todavía quema sinagogas, Pat. Y hay quienes aún golpean a los negros. Las cosas están peor, no mejor. Frank tiene sus propias heridas para probarlo.
—¿Y se supone que yo…?
—Se supone que debes actuar como un adulto —interrumpió Kinsman—. Haces lo que debes hacer, y traes a tu familia. Aquí estarán a salvo.
—¿Aunque él siga en Moonbase?
—Aunque él siga en Moonbase —dijo Kinsman.
La expresión de Kelly era de duda, pero algo de su enojo se había suavizado en su cara.
—Comienza con el papelerío mañana a primera hora —dijo Kinsman—. Y eso es una orden. Ahora eres mi ayudante. Y tu familia vendrá en el primer vuelo disponible.
—Bueno…
—Y ya que estamos en eso, investiga en los archivos de personal quiénes en Selene tienen parientes directos en la Tierra.
—¡Dios mío! ¿Vas a comenzar un servicio de rescate?
—Será más bien un servicio de inmigración —replicó Kinsman.
Interrumpió la comunicación, y la cara de Kelly desapareció de la pantalla. Kinsman se quedó mirando la mural que tenía enfrente. En ella se veía la Tierra.
Sabes perfectamente bien que no puedes acomodar a todos, murmuró para sí mismo. No puedes salvarlos a todos. ¡Dios mío, hay ocho mil millones!
Esa noche no durmió. Se acostó, apagó todas las luces y las pantallas murales, pero permaneció despierto.
Ocho mil millones.
“Y oirás que se desencadenan guerras, y los ruidos mismos de la guerra… Pues las naciones se levantarán contra las naciones, y los reinos contra los reinos: y habrá hambre y enfermedades y terremotos… ¡Y pobres de aquellas que lleven un hijo en las entrañas, o estén criando uno durante esos días! Pero ruega que tu fuga no sea en invierno ni en el día del Señor: porque entonces habrá gran tribulación, como no la ha habido desde el comienzo del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás”.
—Un holocausto —murmuró.
Sentado en la cama, entre las transpiradas y arrugadas sábanas, recordó la imagen de la pantalla mural. La Tierra flotando en el negro vacío.
“Hambre y enfermedades y terremotos… las naciones se levantarán contra las naciones…”
Cerró los ojos y vio nuevamente al cosmonauta muerto. Suspendido en el espacio. Con los tubos de oxígeno rotos. Por mis propias manos, se dijo.
Kinsman puso sus manos delante de sí en las sombras de la oscura habitación. De modo que tú sobrevivirás, mientras el resto muere. Eres más culpable que los otros. Has matado. No apretaste ningún botón, no. Lo hiciste a la antigua. Con tus propias manos.
—“Y si la mano derecha te ofende, córtala”.
El sonido de su propia voz en la oscuridad lo sobresaltó. Sabía que no había citado correctamente, pero era igualmente adecuado. Era adecuado.
Las reuniones dominicales. Un domingo encontraron que una ardilla había entrado en la Casa de Reuniones y se había comido la mitad de los tapizados de cuero de los bancos.
—Lo tenemos merecido —había dicho su padre—. Los bancos tapizados son una debilidad.
Eso había sido dicho por el cuáquero más rico de Pennsylvania. Era un hombre lleno de contradicciones. Ojalá lo hubiera conocido mejor.
Los otros niños en la escuela se burlaban de él porque era cuáquero. Lo llamaban William Penn. Los más violentos, los más grandes lo provocaban.
—Muéstranos cómo tiemblas, cuáquero. Cómo te rompieron la nariz. Cómo aprendiste a evitar una pelea por medio de las palabras.
Pero ahora no se la puede evitar con palabras. ¡Jamás volveré a pilotar un avión! Si se destruyen totalmente no habrá aeroplanos. Ni pistas de aterrizajes.
—¿A quién tratas de engañar? —se preguntó—. No podrías pilotar ahora, de todos modos. No después de años viviendo en esta gravedad. Eres débil como una esponja. Y además ya no eres un muchacho, cincuentón. No podrías pilotar nada que fuera más complejo que un planeador.
¿Por qué tienen que hacerse la guerra? ¿No han aprendido nada en medio siglo de Guerra Fría? ¿Por qué deben hacer desaparecer todo?
Pero él sabía por qué. Por la misma razón que él había matado al astronauta. Exactamente por la misma razón. No era necesario; realmente no lo era… Pero la furia se apodera de uno, y no se la puede detener. No, hasta que ya es demasiado tarde.
Sonó el timbre del despertador. Las luces del dormitorio se fueron encendiendo lentamente hasta alcanzar su mayor intensidad. Hora de levantarse.
Con un esfuerzo, Kinsman se sentó en el lecho. Al demonio con todo y con todos, se dijo a sí mismo. Asi es como están las cosas, y así es como tengo que hacerlo.
Todo se ve diferente con la luz del día. Aun cuando la luz es artificial. Ni más fácil ni mejor…, pero más racional. A la luz del día uno puede manejarlo todo más racionalmente. En la oscuridad, extrañas formas invaden las sombras.
Kinsman pidió una comunicación con Leonov. Luego se dio una ducha seca y se vistió mientras esperaba. Finalmente sonó el teléfono, y el técnico de comunicaciones le dijo que el comandante ruso estaba en línea. La pantalla se puso gris, no había ninguna imagen…, pero la voz de Leonov era fuerte y clara.
—No sabía que los capitalistas se levantaban tan temprano por la mañana.
Kinsman devolvió el golpe.
—Así es como aventajamos a los burócratas centralizados.
—¡Ajá! Una provocación.
Kinsman se puso serio y preguntó.
—¿Te has enterado del asunto de la Antártida ?
—Sí.
Esperó a que Leonov dijera algo más. Pero no había nada que decir.
—¿Algo más acerca de tu reemplazante?
—No. No todavía.
La voz de Leonov sonaba tensa. Están controlando su línea, pensó. Luego se dijo: Y la mía también, probablemente.
—Tenemos que encontrarnos, Pete, y hablar de algunas cosas. La carrera de escarabajos y todo eso.
—No puedo —replicó Leonov inmediatamente—. Hoy no. Tengo que ocuparme de muchos otros problemas. Quizás en un día o dos.
Haciendo un gesto afirmativo para sí mismo, Kinsman dijo:
—Ajá. Muy bien. Llámame.
Desconectó el teléfono y se quedó desnudo junto a la cama durante unos cuantos minutos inciertos; luego apretó nuevamente el teclado del teléfono.
—Consígame un volador —dijo a la centelleante pantalla—. Para un vuelo de larga distancia. Le daré el plan de vuelos en la oficina de operaciones. Estaré ahí en media hora.
DOMINGO 5 DE DICIEMBRE DE 1999, 09:45 HT
Kinsman, solo, atravesó el fantasmal paisaje. El volador trazaba un amplio arco deslizándose silenciosamente en la larga noche lunar. Abajo, el suelo era levemente iluminado por la luz de la Tierra. Era un desordenado y prístino panorama de cráteres y rocas grises.
Viajaba atado al asiento del piloto del pequeño aparato impulsado por cohetes y ahora pasaba por sobre las tierras altas al este de Aristarchus.
El Mar de la Tranquilidad era una mancha oscura en el horizonte frente a él.
Volaba solo. La pequeña nave estaba presurizada, de modo que podía llevar el visor del casco alzado. Aunque el traje a presión era voluminoso e incómodo, no lo molestaba. Si algo le ocurriera al volador, el traje podría salvarle la vida. Ya había ocurrido antes.
Allá abajo, muy lejos, las tierras altas quedaban atrás: agujereadas y turbias montañas barridas por la arena y pulidas por siglos de lluvias de meteoritos. Los únicos ruidos dentro de la cabina del aparato eran el suave murmullo de los motores eléctricos y el aún más suave susurro de los circuladores de aire.