Выбрать главу

Esto es estúpido, se dijo a sí mismo. Es un maldito modo de perder el tiempo. Pero el aparato estaba ya atado a su curso por las inflexibles leyes de la balística. Una vez comenzada la peregrinación no podía detenerse hasta llegar a su destino.

Al girar sobre sí mismo en el asiento del piloto, inclinándose hacia adelante tanto como se lo permitían los correajes, pudo ver la Tierra que lo acompañaba. Se echó nuevamente hacia atrás y controló los instrumentos en el panel de adelante, pero esto sólo ocupaba una parte de su atención. Continuaba viendo la cara de Jill y la de Kelly, y la de Pete Leonov, y todas aquellas caras de gente conocida en Washington, Nueva York, Los Angeles. Y lo que era peor, continuaba viendo niños: niños jugando, corriendo, en la escuela, durmiendo. Y todos ellos era barridos por el brillo enceguecedor de una bola de fuego.

Sigues pensando con tus glándulas lacrimales, se reprendió a sí mismo. ¡Es un magnífico modo de resolver un problema!

Oyó un zumbido en los auriculares de su casco. Movió una llave en el panel de controles.

—Aquí Kinsman —dijo secamente.

—Centro de comunicaciones. Hemos sintonizado un boletín de informaciones de la Tierra. El oficial de guardia pensó que usted querría oírlo.

—Muy bien, conéctelo.

Hubo un clic casi imperceptible y un momentáneo murmullo. Luego:

—…del Capitán Ernest Richards. Los voceros de la Casa Blanca enfatizaron el hecho de que el incidente tuvo lugar en territorio internacional, si bien el año pasado la Unión Soviética y otros países de Europa Oriental y de Asia informaron que tenían intenciones de explotar los recursos minerales de la Antártida.

»En las Naciones Unidas se ha debatido este asunto desde la apertura de las sesiones de otoño. La posición de los Estados Unidos es claramente diferente de la posición rusa. El senador Russell Montguard, de Carolina del Norte, calificó la muerte del capitán Richards como un acto de asesinato internacional, un acto de guerra. Otras reacciones de diversas partes del país y del mundo incluyen…

Kinsman apagó la radio. Ya se hablaba de un incidente internacional. Un acto de guerra. Precisamente la excusa que todos esperaban.

Las luces e instrumentos del panel de control guiñaban en rojo, ámbar y verde. La pantalla de la computadora centelleaba con números. El radar y los altímetros indicaban que ya era tiempo de prepararse para el descenso.

El motor del cohete se encendió sin que Kinsman hiciera nada, pues ya estaba programado por el secuenciador automático. Se sintió repentinamente más pesado durante unos minutos. Luego el cohete se apagó y casi simultáneamente sintió el bamboleo que producían las patas telescópicas del aparato al apoyarse sobre el Mar de la Tranquilidad.

El sistema de orientación controló los puntos de referencia del suelo y observó el ordenamiento de las estrellas por medio del estéreotelescopio del aparato. Entonces confirmó con un círculo verde brillante dibujado sobre el mapa de la pantalla visora, que efectivamente habían descendido en el punto preciso que indicaba el programa. Todas las luces del panel de controles se pusieron verdes y ya no pestañearon.

—Estás orgullosa de ti misma, ¿no? —dijo Kinsman, dirigiéndose a la susurrante maquinaria.

Bajó el visor de su casco y lo aisló y se liberó de los correajes del asiento mientras las bombas extraían el aire de la cabina con un declinante martilleo, acumulándolo en los tanques instalados debajo de ella.

A los pocos minutos había ya descendido de la nave y estaba caminando sobre el arenoso suelo lunar, dejando huellas que el tiempo no borraría.

Trepó una pequeña elevación y ahí estaba todo: los sismógrafos, el reflector láser, la rígida y orgullosa bandera, la parte inferior del módulo lunar recubierta de oro. Todo estaba como había sido dejado treinta años antes. El único cambio era la cubierta de plástico transparente que había sido cuidadosamente pulverizada sobre el suelo para proteger las huellas originales de Armstrong y Aldrin.

—La base Tranquilidad —murmuró Kinsman.

Caminó entre los restos de todas clases que habían dejado los astronautas, y dio una vuelta alrededor del módulo lunar hasta que encontró la placa. Todavía estaba pulida y brillaba, aun bajo la débil luz de la Tierra.

AQUÍ, LOS HOMBRES DEL PLANETA TIERRA
PISARON POR PRIMERA VEZ EL SUELO LUNAR
JULIO, 1969 d. C.
VINIMOS EN PAZ PARA TODA LA HUMANIDAD

Kinsman la miró un largo rato, especialmente la última línea. Luego levantó los ojos hacia la hermosa Tierra y murmuró:

—“Las naciones no levantarán la espada contra las naciones; ni jamás volverán a hacer la guerra”… No aquí, por lo menos.

Una chispa en movimiento atrajo su atención. Se alejó del módulo lunar y miró hacia arriba, hasta donde su casco se lo permitía. Una explosión de luz, el impulso de los cohetes, el diminuto brillo se convirtió en un volador de dimensiones normales con sus motores funcionando en silencio y sus patas de descenso rígidas. Era un artefacto ruso.

Descendió lo suficientemente cerca como para que Kinsman pudiera observar la maniobra. El techo en forma de burbuja se abrió y una figura vestida de rojo salió de la cabina y lentamente bajó por la escalera.

Kinsman se acercó al recién llegado.

—¿Pete? —llamó por el micrófono del casco.

—Sí —respondió la pesada voz de Leonov.

El ánimo de Kinsman mejoró.

—¿Cómo diablos supiste que estaría aquí?

Leonov se aproximó laboriosamente y puso su mano pesada por los guantes sobre el hombro de Kinsman.

—Mis espías te controlan muy de cerca —dijo, sin expresión—. Y lo mismo hace mi radar. Fue muy simple determinar tu trayectoria y adivinar el punto de arribo, ¿no te parece?

—Y decidiste seguirme.

—Oficialmente, estoy discutiendo la necesidad de una mayor seguridad con nuestros radioastrónomos de la estación del lado oscuro. En lo que se refiere a mis oficiales y los muchachos del servicio de inteligencia allá en Lunagrad, hemos concertado este encuentro para ver qué es lo que tienes en la mente.

—Estoy haciendo una peregrinación al desierto —dijo Kinsman—. Cuando vi tu nave, tuve la esperanza de que estuvieras haciendo lo mismo.

—¿A un santuario dedicado al triunfo americano? Difícil.

—También hay medallas recordando a Gagarin y Komarov allí —Kinsman señaló con el pulgar en dirección al módulo lunar.

—Sí. Lo sé. —Leonov dudó un instante y luego dijo—: ¿Qué es lo que realmente te trajo a este lugar?

—No podía dormir —respondió Kinsman.

—Tampoco yo.

—¿Qué podemos hacer?

—Chet, camarada…, no comencemos a torturarnos nuevamente.

—¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

—¡Bah! A mí me reemplazan en diez días, y tú tienes a tu negro super patriota pisándote los talones.

—Eso quiere decir que cualquier cosa que hagamos, debemos hacerla en el término de diez días.

Leonov no dijo nada. Kinsman pudo percibir su desaprobación.

—Vamos, Pete… —reaccionó.

—¿Tienes algún plan, acaso? —preguntó suavemente el ruso.

—Ojalá lo tuviera.

Kinsman golpeó el suelo con su bota levantando una nube de polvo. Tenía una picazón en las piernas y era imposible rascarse con el incómodo traje puesto.

—De modo que hablas, te preocupas y no duermes por las noches… pero no tienes la menor idea de lo que se puede hacer.

—¿Y tú?

Leonov levantó las dos manos por sobre el casco.