—Ahórrame esta interminable autoflagelación.
—Bueno, no te excites —dijo Kinsman—. Antes de poder trazar ningún plan tenemos que ponernos de acuerdo en algo: hasta dónde estamos dispuestos a llevar las cosas.
—¿En qué dirección?
—Bueno… —Kinsman se dio cuenta de pronto que tenía la certeza de cuál era el primer paso que había que dar—. En primer lugar, supongamos que te rehusaras a volver a la Tierra. Supongamos que solicitaras quedarte en Lunagrad. ¿Qué pasaría?
Las hombreras del traje de Leonov se movieron vagamente, como si estuviera encogiéndose de hombros adentro.
—Me deben unas cuantas semanas de vacaciones. Podría pedir autorización para pasarlas aquí en lugar de volver a casa…, pero sería una actitud muy sospechosa.
—¿Y si te negaras a entregar el comando de Lunagrad?
—Hum. —La voz del ruso era sombría—. Eso sería una desobediencia directa. Traición contra el Estado. Muy serio.
—¿Que pasaría con tu mujer y los niños?
—Los niños están en el colegio; dudo que la policía de seguridad los moleste. Hace ya más de veinte años que esas cosas no se hacen, a pesar de las historias de horror que inventa la prensa occidental. Aunque, francamente, me preocuparía por ellos.
—¿Y tu mujer?
Estuvo a punto de reírse.
—Mi querida esposa estaría muy feliz si me fusilaran. Quedaría completamente libre.
—Oh…, no sabía…
—Bueno, no son cosas de las que uno se vanaglorie.
Se produjo un incómodo silencio entre ellos. Finalmente, Leonov preguntó:
—Bien, es obvio que has pensado en algo. ¿De que se trata?
Sin permitirse un momento para pensar, Kinsman respondió:
—Declarar la independencia. —Leonov no dijo nada—. Convertir a Selene en una nación, declarar nuestra independencia tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética y solicitar la admisión en las Naciones Unidas.
Pasó un largo rato antes de que Leonov respondiera.
—Era lo que me temía. Sabía que ésa sería tu brillante idea.
—Analicémosla punto por punto —lo urgió Kinsman, que comenzaba a sentir cierta excitación—. Primero, no queremos luchar aquí en la Luna. Si nos unimos, no tendremos que pelear. El único modo que tenemos de unirnos es que ambos dejemos de aceptar las órdenes que vienen desde la Tierra. Y el único modo de rechazar las órdenes de la Tierra es declarar la independencia.
—Nos moriremos de hambre en cuestión de semanas.
—No tanto —replicó Kinsman—. La reserva de agua de Moonbase es más que suficiente para cubrir nuestras necesidades. Si combinamos nuestro excedente con el tuyo podemos irrigar más espacios para cultivo y cría de animales, para ser completamente autosuficientes.
—Si el agua alcanza.
—Alcanzará. Y tendremos aún más en unos pocos meses, muchísima. Suficiente para todo lo que queremos hacer, y también un depósito de emergencia. —Antes de que Leonov pudiera decir algo más, Kinsman continuó—: La única manera de hacer nuestra independencia durable, es persuadir a las Naciones Unidas para que nos reconozca. Creo que hay un número suficiente de pequeñas naciones que están hartas tanto del Este como del Oeste.
—¡La sociedad de debates! —Leonov alzó las manos—. Chet, mi hermano lunar, no esperaba esto de ti. Esta idea de independencia no tiene sentido, es una necedad. No puede funcionar. Yo mismo lo he pensado mil veces, pero… ¡no puede funcionar!
—Pero si las Naciones Unidas reconocen la independencia de la Luna …
—¡Ja! ¿Y con eso qué? ¿En qué nos beneficia? Mucho antes de que el asunto de nuestra gloriosa independencia llegue siquiera a ser incluido en la agenda de la sociedad de debates, tanto Lunagrad como Moonbase serán sepultadas vivas por las tropas de la Tierra. Nuestras cortes marciales habrán concluido su tarea, y nuestros cuerpos estarán fertilizando tierras de pastoreo antes de que los burócratas de las Naciones Unidas puedan levantar un dedo.
—Pero…
—¡Admítelo! —dijo Leonov, casi gritando—. No tenemos fuerza militar. Ni siquiera puedes estar seguro de que tu gente en Moonbase aceptará tu insana idea. Todo lo que lograrás será alimentar una guerra civil en tu propia comunidad.
Kinsman sacudió la cabeza.
—No. De eso sí estoy seguro. Olvidas que he estado seleccionando los residentes permanentes de Moonbase durante tres años. Sé quiénes son, y qué es lo que harán. Los temporarios… bueno, tendremos problemas con algunos de ellos. Pero nada que no podamos solucionar.
—Bueno, yo sí sé lo que ocurrirá en Lunagrad —resopló Leonov—. La mitad del populacho dispararía contra la otra mitad, y no tengo la menor idea de quienés quedarán vivos cuando se disipe el humo. Posiblemente nadie.
A pesar de sí mismo, Kinsman sonrió.
—Creí que habías dicho que Lunagrad estaba llena de exiliados.
—Sí… pero son exiliados rusos. No ciudadanos de Selene.
—¿Y no son lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que una Selene libre sería un beneficio para todos, incluyendo a la Madre Rusia ?
La voz de Leonov pasó del tono de enojo al de curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
—Si declaramos nuestra independencia, sorprenderemos tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética. Si dejamos de proporcionar aire, agua y combustibles a las estaciones espaciales, desbarataríamos sus operaciones orbitales…
—Por un mes o dos, posiblemente. No más.
—Muy bien —Kinsman miró al desgarbado módulo lunar descansando a la distancia; desde donde estaba no se podía ver la placa—. Pero podemos ocasionar una confusión suficiente como para alterar sus planes. Tendrán que demorar los preparativos de la guerra. El incidente de la Antártida será olvidado. Al obligarlos a fijar su atención en nosotros evitaremos que se lancen a la guerra.
Leonov suspiró.
—Ojalá fuera tan simple, mi amigo. Pero no lo es. Nada los hará desistir de la guerra. Sólo se inclinarían ante una fuerza mayor. Y no hay una fuerza superior a ellos ni en la Tierra ni en la Luna. Cuando China era una posible amenaza para ambos, tanto la Unión Soviética como los Estados Unidos se inclinaban por la paz. Pero apenas sucumbió, ambos volvieron a pensar en la guerra. La historia es inexorable, tal como lo dijo Marx.
—No, no tiene por qué serlo…
—Chet, eres un ingenuo. Bien, imaginemos el mejor de los resultados posibles. Imaginemos que tus optimistas esperanzas se convierten en realidad: nos independizamos, y las Naciones Unidas nos reconocen. Tu país y el mío no interfieren, y la guerra se evita. ¿Por cuánto tiempo? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Hemos logrado dar más comida para todos? ¿Más energía? Tarde o temprano estaremos exactamente donde estamos ahora: los dos aquí sin poder hacer nada, mientras los vemos prepararse para la guerra.
»¡No hay modo de evitarlo! La Tierra está superpoblada, los recursos son escasos. ¿Por qué crees que se dispararon mutuamente en la Antártida ? ¡Ambos necesitan ese carbón!
De mala gana Kinsman estuvo de acuerdo.
—Ni aun con los reactores de alimentación habrá suficiente energía para todos.
—Ni con los reactores de alimentación —repitió Leonov—. Y las maquinarias de fusión no estarán en condiciones de producir suficiente energía como para resolver el problema en menos de cinco o diez años.
—Si pudiéramos detenerlos durante ese tiempo…
—No podríamos detenerlos ni cinco meses —aseguró Leonov.
—Tienes razón —admitió Kinsman.
—Entonces, mi idealista amigo, la declaración de la independencia de Selene no logrará nada. No cambiará nada.
—Asegurará que casi un millar de seres humanos sobrevivan a esa guerra, sin que los maten después la lluvia ácida, las enfermedades o el hambre —respondió fríamente Kinsman.