Leonov permaneció en silencio un largo rato. Caminó en dirección al módulo lunar y se detuvo cuando apareció la bandera norteamericana detrás del voluminoso aparato con aspecto de araña. Sin volver la cara hacia Kinsman, preguntó con lentitud:
—¿Crees realmente que cualquiera de nosotros podría ver cómo se destruyen nuestros hogares sin volvernos locos? ¿Crees honestamente que su guerra no nos ha de destruir a nosotros también?
Kinsman respondió, esforzándose para que su voz sonara tranquila mientras se acercaba a su amigo:
—Podríamos conseguirlo sin luchar. Si lo intentáramos.
La voz del ruso era infinitamente triste.
—No, mi viejo amigo. Yo podría confiar en ti, y tú en mí, pero esperar que casi un millar de rusos y americanos confíen los unos en los otros mientras ven que sus familias son asesinadas… ¡nunca!
Kinsman quería gritar. Pero en cambio se oyó decir:
—Pero… Pete, ¿qué podemos hacer?
—Nada. Se terminará el mundo. El milenio se acerca. Hace mil años, la mayoría de los cristianos creían que el mundo terminaría con el milenio. Erraron por un factor de mil años. El mundo terminará ahora. Y no hay nada que podamos hacer.
El vuelo de regreso a Selene pareció más largo y solitario que el vuelo a la base Tranquilidad. Kinsman trató de que su mente no pensara en nada, pero le resultó imposible.
El mundo terminará. Y no hay nada que podamos hacer.
¡Falso! Tenía que ser falso. Debe haber algo que se pueda hacer. ¡Algo!
Al mirar la Tierra intensamente azul, que estaba sobre el horizonte, lo sorprendió la enormidad de su idea. Estaba dispuesto a rebelarse contra los Estados Unidos de América, contra la nación más poderosa que el mundo había conocido, contra los mismos trescientos millones de personas que había jurado defender y proteger.
Leonov tiene razón, es una locura.
La mente de Kinsman estaba llena de imágenes: cenas de Acción de Gracias; sentado en la escuela mirando películas sobre la declaración de la Independencia ; el enloquecedor viaje desde Virginia, por Crystal City hasta el viejo y descascarado Pentágono todos los días; la primera vez que vio el Gran Cañón; el juramento de fidelidad a la bandera en su actitud de niño solemne, y más tarde el saludo especial a esa misma bandera durante la retreta, el primer día que lucía sus brillantes y doradas insignias de teniente; los vuelos en picada en un T-39 por debajo del Golden Gate: “No abandonar la nave”; “Envíennos más japoneses” ; “Dadme libertad o dadme muerte”; “El gobierno del pueblo, por el pueblo…”
¡Nosotros somos el pueblo! se dijo a sí mismo. Y no tienen derecho a hacernos luchar en esta guerra.
Toda esa historia, toda esa educación, trescientos millones de personas programadas… ¿cómo podría Selene mantenerse firme contra todo eso? La superaban en una relación de cien millones a uno. Incluso cada hombre, cada mujer, cada niño en Moonbase habían sido educados y adoctrinados desde su nacimiento. “Mi Patria, es a ti…”
Y entonces recordó una frase de una clase de física —¿o fue de historia?—; un hombrecito cubierto de tiza, uno de los maestros, con la cara arrugada y el mismo traje gris durante todo el semestre, había dicho:
—Dadme una palanca lo suficientemente larga y un punto de apoyo, y moveré la Tierra.
¿400.000 kilómetros será suficientemente larga?, se preguntó Kinsman.
Para cualquiera que observara ese tipo de cosas, Jill Myers y Alexei Landau constituían una pareja incongruente: él un ruso alto, barbudo y grave, y la muchacha una americana pequeña, con cara de luna llena y pelo castaño muy corto.
Pero en ese momento nadie lo advertía. Jill y Alexei estaban de pie en medio de un apretado grupo de gente que miraba el noticiero transmitido desde la Tierra por televisión. Estaban en la plaza central de Selene, esa galería de alta cúpula que había comenzado como una enorme caverna natural, luego la convirtieron en depósito de intendencia, y finalmente se había ido convirtiendo en un complejo de mútiples filas de negocios privados que parecían crecer orgánicamente alrededor de los expendedores del gobierno.
Pero en ese momento casi no había operaciones comerciales. La gente estaba de pie en silencio en el medio de la galería; mirando la enorme pantalla visora instalada en uno de los extremos. Un locutor de la Tierra estaba narrando tristemente los acontecimientos del día mientras se mostraban los videotapes de la base americana de McMurdo y vistas aéreas del seco valle donde había muerto el capitán de la Marina.
La escena cambió. Washington, el viejo e imponente Pentágono, color gris.
—Si bien no se ha recibido ninguna información de la Casa Blanca —estaba diciendo el locutor—, altos funcionarios del Pentágono han comentado que han sido alertadas unidades militares americanas en todo el mundo para entrar en acción. Monitores en satélites han identificado una fuerza especial rusa dirigiéndose a toda velocidad hacia la Antártida desde Vladivostok, y las tropas del este europeo continúan sus maniobras en Polonia y Checoslovaquia bajo la excusa de ejercicios de invierno…
Jill se volvió hacia Landau. Tenía que estirar el cuello para hablar con él, pero jamás se le cruzó por la mente que fuera un inconveniente.
—Alex, ¿crees que esta vez lo harán?
El sacudió la cabeza.
—Locos, están todos locos. Demencia. La producen las impurezas metálicas en el aire; en exceso provocan daños en el cerebro.
—En serio —insistió Jill.
La gente que estaba a su alrededor comenzó a mirar y a chistar. Landau la tomó por el brazo y comenzó a abrirse paso.
—Hablo en serio. Comienza a parecerme que el fin del mundo se aproxima realmente.
Jill sintió un escalofrío. Dejó que Landau la guiara hacia la escalera mecánica que conducía abajo, al área de viviendas. Le puso sus brazos alrededor de sus hombros y la atrajo.
—Si sólo nos quedan unas pocas semanas, mi pequeña, usémoslas sensatamente.
Cuando regresó a su oficina, Kinsman se dio cuenta que no tenía humor para estar solo esa noche. Llamó a Ellen y la invitó a cenar. En la pequeña pantalla del teléfono visual se la veía auténticamente feliz de que la hubiera llamado.
—Estupendo, cenemos juntos. ¿Por qué no vienes a mis habitaciones?
—Estás bastante ocupada… —dudó Kinsman.
Con una sonrisa, la mujer respondió:
—No seas tonto. Me gusta cocinar.
Y cocinaba muy bien, admitió él. La comida lunar consistía casi totalmente en vegetales cultivados en la base, preciosas esencias de pollo, cerdo y cordero, y ocasionales lujos, como carne y especias que venían de la Tierra. La cena de Ellen estaba compuesta principalmente de soja disfrazada de varios modos y un postre de un esplendor bárbaro: Cherries Jubilee.
Kinsman había llevado una de sus raras botellas de vino de Burgundia. Estaban saboreando lo último que quedaba cuando ella le dijo:
—Larry Pierce regresará en el cohete de la semana que viene.
Kinsman sintió que sus cejas se arqueaban.
—¿Te lo dijo él? —Jill asintió con la cabeza—. Todavía no ha hecho el pedido, sin embargo…
—Lo hará. Quiere volver a su familia después de todas estas conversaciones sobre emergencias y guerra.
—Sería más sensato que trajera a su familia aquí.
—No es lo que él desea —dijo Ellen—. Quiere volver a su casa. Y me va a recomendar para que lo reemplace.
Kinsman no respondió inmediatamente. Miró su copa, producto de un artesano checo de Lunagrad, que estaba vacía.
—De modo que serás jefa del departamento de Comunicaciones. Felicitaciones.
Ella lo miró fijamente.